Este miércoles sepultaron a Rafiq Hariri al lado de la ciudad que reconstruyó y de las ruinas de las columnas romanas que hicieron famosa a la antigua Beirut. Pero su violenta muerte del pasado lunes tiene repercusiones que irán más hacia el este que Líbano y el imperio romano, pues está íntimamente ligada a la […]
Este miércoles sepultaron a Rafiq Hariri al lado de la ciudad que reconstruyó y de las ruinas de las columnas romanas que hicieron famosa a la antigua Beirut. Pero su violenta muerte del pasado lunes tiene repercusiones que irán más hacia el este que Líbano y el imperio romano, pues está íntimamente ligada a la insurgencia en Irak y a la creencia del presidente George W. Bush de que Siria alienta una guerra de guerrillas contra las tropas estadunidenses en territorio iraquí.
La presión estadunidense para que Siria retire sus fuerzas militares de Líbano -causa que Hariri apoyaba, aunque por razones distintas- forma parte del intento de Washington de sofocar la supuesta simpatía de Damasco hacia la sanguinaria y cada vez más eficiente insurgencia iraquí.
La noche del martes Washington anunció que llamará a consultas a su embajadora en Damasco, en el más claro indicio hasta ahora de que acusará a Siria del asesinato de Hariri. Israel, como era previsible, escogió el mismo momento para anunciar nuevas precondiciones a cualquier conversación de paz con Siria: expulsar de Damasco los «cuarteles terroristas», «permitir que el ejército libanés despliegue sus fuerzas a lo largo de su frontera con Israel», y «poner fin de la ocupación siria en Líbano».
Israel ocupó parte de Líbano durante 24 años, y después exigió la «expulsión» de la Guardia Revolucionaria Iraní, que en realidad salió hace más de 15 años. Combinadas con las que lanzaron los estadunidenses, las amenazas israelíes, sobre todo si hacen referencia engañosa a iraníes que ya no están en Líbano, representan una grave agudización de la crisis.
El cadáver quemado de Hariri, quien murió con seis de sus guardaespaldas, un paramédico que siempre lo acompañaba y al menos siete civiles al estallar un enorme coche bomba el lunes, será sepultado junto a la gigantesca -algunos dirán monstruosa- mezquita musulmana sunita que construyó en el centro de Beirut; un edificio que empequeñece a las vecinas iglesias de los cruzados y los restaurados edificios del mandato francés.
La tumba de concreto podrá ser vista desde el Jardín del Perdón, construido tras el fin de la guerra civil, y del monumento restaurado pero aún lleno de agujeros de bala a los mártires libaneses que entre 1915 y 1916 fueron ahorcados por los turcos otomanos por exigir la independencia de su patria.
Sus restos, en la mezquita Mohamed Amin
Saladino, el héroe árabe musulmán que derrotó a los cruzados, fue sepultado en la mezquita Omayad de Damasco. El multimillonario magnate Hariri yacerá afuera de una mezquita igual de grande, aunque mucho menos hermosa: la mezquita Mohamed Amin, en Beirut. Aquél, vencedor del imperio medieval europeo en Medio Oriente, sirvió de inspiración a la familia del árabe cuyo imperio empresarial hundió a Líbano. Pero fue el imperio estadunidense en la región el que proveyó las condiciones para su muerte.
Iyad Allawi, el ex agente de la CIA y del servicio secreto británico, nombrado primer ministro interino de Irak por Estados Unidos, es mitad libanés. Su madre provenía de la respetable familia musulmana chiíta Osseiran. Hariri lo conocía bien. El ex primer ministro libanés también admitía en privado que Estados Unidos amenazaba con aplicar sanciones a Siria y atacar la presencia militar de ésta en Líbano, obedeciendo a su convicción de que está ayudando a los insurgentes iraquíes. Como de costumbre, Líbano se convirtió en el campo de batalla de guerras ajenas.
Hariri era un gigante en ese campo de batalla. Tenía muy buenos amigos en Siria, pero también enemigos. Entendía muy bien que lo que quiere el gobierno de Bush, en más de un país, es combinar la «guerra contra el terror» con su campaña para llevar la «democracia» a Medio Oriente. Si pudo invadir Irak en aras de la democracia para al mismo tiempo establecer ahí el frente principal de la «guerra contra el terror», por ilusorio que esto fuera, entonces la presencia siria en Líbano parecía un espejo para las mismas circunstancias.
Siria apoya el «terrorismo», o al menos patrocina a militantes opuestos a Israel. Al mismo tiempo ocupa al vecino país de Líbano en contra del derecho internacional. Una vez que Bush y el presidente Jacques Chirac de Francia -quien era amigo cercano de Hariri- presionaron para que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobara la resolución 1559, que llama a Siria a hacer un repliegue militar de Líbano, Damasco se vio ante el mismo predicamento, en versión miniatura, que Saddam Hussein en 2003: obedecer las resoluciones de la ONU o afrontar las consecuencias.
La celebración de las próximas elecciones libanesas encajó limpiamente en la demanda neoconservadora estadunidense de que el mundo árabe se vuelva democrático, aunque los candidatos antisirios temen que en dichos comicios el gobierno pro sirio manipule las demarcaciones electorales para privarlos de ganar escaños parlamentarios.
Las elecciones libanesas también sirven a los intereses de Israel, pues nunca habían sido temas electorales la posibilidad de un Líbano desmilitarizado, el desarme del Hezbollah y la humillación de Siria.
En Beirut hubo este martes escandalosas escenas en el palacio Koreytem de Hariri, como la de una mujer enloquecida de dolor que corría gritando entre los dolientes para dar sus condolencias a la familia del político sacrificado. Bahiya, la hermana del difunto, llevada casi en andas por sus familiares, acordó con los hijos de Hariri que el cuerpo no fuera sepultado en su ciudad natal de Sidón, al sur de Beirut, sino en la capital que él ayudó a reconstruir y de la que se convirtió en símbolo.
Aún discutían el diseño de la tumba, pero ya habían decidido que se mantuviera abierta para ser visitada afuera de la mezquita, y que a un lado estén los sepulcros más modestos de los guardaespaldas que murieron defendiéndolo y del médico que siempre viajaba con el ex primer ministro, quien estaba algo pasado de peso.
Los periódicos del martes publicaron docenas de fotografías que mostraban la influencia de Hariri: con George W. Bush, con el Papa, con el fallecido presidente sirio Hafez Assad y su hijo, el actual presidente Bashar; con reyes y emires de Arabia Saudita, Kuwait, Omán, Bahrein, con el presidente Jatami de Irán, con Mubarak de Egipto, Chirac y Mijail Gorbachov, y con el ex presidente Clinton.
Pero hubo una fotografía que destacó entre todas las demás: Hariri enfrascado en una profunda conversación con el ex jefe de la inteligencia militar siria, el pálido brigadier general Ghazi Kenaan, con quien, según el periódico, tuvo una «larga amistad».
Kenaan, como su sucesor, el general Rustom Ghazali, era un hombre con quien cualquier político libanés necesitaba una larga amistad. La «hermana» siria recompensa la lealtad, pero nunca ha tolerado a nadie a quien considere un traidor.
©The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca