En noviembre del 2003 Bush presentó su gran cruzada de invasiones como un proyecto de rediseño general del “Gran Oriente Medio”. Incluyó en esa denominación a Medio Oriente, Asia Central y el Norte de África, es decir a todo el mundo árabe y al grueso del “universo islámico”.
El belicoso mandatario supuso que la reorganización de esa monumental geografía aportaría los cimientos del “Nuevo Siglo Americano”, que los teóricos neoconservadores presagiaban luego de la implosión de la Unión Soviética. Con ese propósito, luego del 11 de septiembre los marines se reinstalaron en la Península Arábiga, ocuparon Afganistán, invadieron Irak, bombardearon Libia, convalidaron la pulverización de Siria, avalaron la partición de Sudán e hicieron la vista gorda a las masacres de Yemen.
Con esas operaciones Estados Unidos intentó recuperar primacía imperial. Descargó toneladas de bombas para contrarrestar la erosión de su liderazgo y militarizó varios continentes para capturar riquezas, disuadir competidores y aplastar el descontento popular.
Al cabo de dos décadas de sangrientas incursiones, la primera potencia sólo cosechó fracasos y adversidades. No reconquistó la hegemonía que ansiaba, ni pudo cicatrizar las perdurables llagas que arrastraba desde la derrota en Vietnam.
Esas frustraciones afectaron al propio término de “Gran Medio Oriente”, que desapareció por completo del lenguaje periodístico. Esa referencia se perdió en el mismo olvido que el ensueño de rejuvenecimiento norteamericano.
DOS REPLIEGUES
La humillación de Afganistán sintetiza el fracaso imperialista. El Pentágono perdió una guerra que involucró a 200.000 soldados e insumió 2.4 billones de dólares. El ejército local entrenado por los marines triplicaba a sus adversarios, pero se desmoronó frente a la simple presencia de los talibanes. Esas milicias ya manejaban una vasta red de infiltrados entre los gendarmes adiestrados por Washington. Aprovecharon esa capacitación gratuita y se apropiaron de los pertrechos de sus contrincantes.
Los bombardeos en las zonas rurales que implementaron las tropas pro-norteamericanas fueron tan inefectivos como los fortificados cuarteles de Kabul. La patética imagen de helicópteros escapando en los aeropuertos colapsados por la huida de ex funcionarios, retrató el desmoronamiento del gobierno cipayo. Los talibanes avanzaron negociando la rendición de los líderes comunales y tomaron el control final del país en pocos días.
Trump ya había comenzado el repliegue, pero no logró el compromiso de los talibanes para consensuar un cogobierno con sectores pro-occidentales. Biden puso fecha al retiro de tropas y proseguía la negociación para mantener a varios miles de mercenarios-contratistas. También buscaba la equidistancia de los talibanes frente a China y Rusia. Todas esas cartas se desplomaron con el imprevisto asalto a Kabul (Chomsky; Prashad, 2021).
Los talibanes vuelven con su soporte agrario consolidado pero se instalan en una capital muy distinta a su anterior gobierno. Afrontan una sociedad más urbanizada y con mayor capacidad de resistencia a la regresión medieval (Baczko, 2021). Mantienen relaciones conflictivas con sus tradicionales adversarios de la Alianza del Norte y una creciente confrontación con sus competidores del ISIS-K. En este escenario Biden sólo conserva limitadas opciones y a lo sumo anhela una guerra sectaria que agote a todos los contrincantes. En cualquier coyuntura debe reconsiderar la estrategia norteamericana.
La abrupta caída de Afganistán impacta sobre Irak. Estados Unidos todavía mantiene miles de efectivos, 12 bases militares declaradas y 400 acuerdos subterráneos para garantizar la presencia de contratistas (Armanian, 2019). Pero la finalidad de esos gendarmes ya no es el control del país, sino alguna contención de la preeminencia iraní. Hasta el propio Parlamento de Bagdad demandó formalmente el retiro total de los soldados estadounidenses.
El ensayo colonial que intentó Washington al desmantelar la estructura estatal de Irak -disolviendo las fuerzas armadas, remodelando las regiones y creando un nuevo sistema político- concluye con un monumental fracaso. Los invasores quedaron aislados, perdieron a sus servidores internos y buscaron contrarrestar la resistencia a la ocupación con el fomento de una guerra interna.
Pero el sistema político que finalmente se estabilizó quedó bajo la influencia del enemigo iraní. Los agresores auto-destruyeron su propio plan al excluir de la administración pública a la colectividad sunita (familiarizada con el régimen de Sadam). Con esa decisión entregaron el manejo efectivo de Irak a los sectores chiitas vinculados a Teherán.
TRES FRACASOS
Irán es la mayor frustración de Washington. Ha sido el principal blanco de todos los mandatarios de las últimas décadas, que ensayaron incontables caminos para rodear, debilitar y tumbar al régimen de los Ayatolás. Combinaron la presión militar con una sostenida asfixia de la economía mediante bloqueos y sanciones.
Estados Unidos no escatimó esfuerzos para doblegar a ese país. Incitó primero a Sadam Hussein a librar una mortífera guerra que destruyó a ambas naciones (1980-88). Posteriormente aniquiló a Irak mediante la presión (1991) y la invasión (2003), apostando a forzar la capitulación posterior de Irán. Pero nunca consiguió esa meta. Ha pretendido a someter a una sociedad de desarrollo medio, con 81 millones de habitantes y elevada cohesión nacional, que alberga la primera reserva de gas y la cuarta de petróleo del mundo (Mathus Ruiz, 2017).
La primera potencia afronta un obstáculo mayor desde que Irán optó por dotarse de una coraza atómica. Es el mismo escudo que le permitió a Corea del Norte evitar el destino de Libia o Irak. Si Teherán logra conseguir ese armamento tendrá un recurso disuasorio de enorme eficacia. Por esa razón Washington concentra toda su artillería en frustrar ese avance hacia el club de las potencias atómicas.
Pero todos los mandatarios han vacilado en el sendero a seguir. Obama negoció un acuerdo para distender el enfrentamiento, mientras monitoreaba el desarme de Teherán. Trump optó por el camino opuesto y lanzó un ultimátum exigiendo la inmediata clausura del programa nuclear. Se alineó con la línea dura y asumió la representación directa del lobby petrolero estadounidense, que propicia una pulseada con la OPEP para apropiarse de los clientes de Irán.
Trump se despidió, además, con el impactante asesinato del general Soleimani y ha intentado diezmar el personal del programa nuclear mediante una oleada de crímenes. Irán es la madre de todas las batallas que el imperialismo norteamericano viene perdiendo en la región.
En Libia el Departamento de Estado armó a un conjunto de jefes tribales para deshacerse de Gadafi y conseguir el control del petróleo. Sobornó a los desertores del régimen, financió un complot e implementó 30.000 misiones preparatorias del ataque, para desembarazarse de un gobernante que actuaba con autonomía de Washington (Dinucci, 2021). Europa participó intensamente de esa asonada para usufructuar del mismo botín.
Pero el Departamento de Estado no logró montar el gobierno títere que imaginaba. El país quedó afectado por la segmentación territorial, la división militar y la ausencia de alguna autoridad ordenadora del estado.
El botín petrolero es disputado por dos fracciones (Sarraj, Haftar), dos regímenes (GAN y ELN) y dos capitales (Trípoli, y Bengasi). Ambos sectores están asociados con las potencias que pulverizaron el país. Ese sometimiento es tan descarado, que hasta las tratativas para forjar un gobierno común se desenvuelven con reducida participación de los libios.
En ese caótico contexto el Pentágono no ha podido instalar el cuartel que había planeado para “otanizar” el Mediterráneo. Interviene, además, con cierta cautela frente a las bandas mafiosas que disputan la administración de las exportaciones petroleras. Las compañías yanquis rivalizan con las firmas de Europa, China, Rusia y Turquía.
En Siria el imperialismo norteamericano esperaba el derrocamiento de Assad, para repetir la secuela consumada con Sadam y Gadafi. Pero los fracasos de Afganistán e Irak lo indujeron a evitar la intervención directa y a optar por alternativas más sinuosas (Levent, 2017). Intentó primero apadrinar una oposición burguesa pro-occidental y optó posteriormente por forjar una legión afín con desertores del ejército. Financió y adiestró a esas fuerzas pero limitando la entrega de armas, para no repetir lo ocurrido con los muyahidines, talibanes y Al Qaeda que terminaron actuando por cuenta propia.
Esa gestación de milicias teledirigidas tampoco dio resultados, cuando la revuelta democrática contra el gobierno se transformó en una guerra civil, que enfrentó una red de organizaciones yihadistas con un mandatario auxiliado por Rusia e Irán. Estados Unidos desplegó entonces tropas en las zonas fronterizas, realizó incursiones aéreas y consumó varios operativos encubiertos, pero no pudo intervenir directamente en el conflicto. Nunca logró colocar bajo su órbita los opositores en armas subordinados a las organizaciones fundamentalistas. Esa carencia fue aprovechada por Assad para recuperar posiciones perdidas y reflotar su gobierno.
Al final de esa disputa, Estados Unidos ha perdido mucho más de lo que aspiraba a lograr en Siria. Consiguió asentar cierta presencia de militar en un país fracturado en tres zonas (administración alauita en Damasco, administración turca del norte y autonomía kurda), pero debió aceptar la continuidad de Assad y la mayor presencia de las tropas rusas e iraníes que respaldan al gobierno.
PRETEXTOS Y MENTIRAS
Estados Unidos ha consumado todos sus operativos con pretextos inverosímiles e hipócritas justificaciones de intervención humanitaria. Resucitó la antigua tradición de la “guerra justa”, para presentar esas acciones como socorros a una población desamparada. Utilizó una legión de juristas para publicitar la validez de la acción militar extranjera cuando se agotan las tratativas previas. Subrayó además las bendiciones a esas incursiones que emitieron los organismos internacionales (Lobo Fernández, 2012).
Pero los justificadores de la agresión no han podido aclarar la discrecionalidad de los operativos. Los “auxilios externos” sólo afectan a los países con algún interés especifico para Estados Unidos. Los civiles rescatados siempre se localizan en la periferia e invariablemente afectan a los gobiernos enemistados con Washington. Los marines sólo aparecen en lugares estratégicos con recursos naturales apetecidos por las grandes empresas.
Las mentiras más escandalosas fueron lanzadas para ocupar Afganistán. Bush nunca explicó por qué razón atacaba a ese país, luego de un atentado contra las Torres Gemelas cometido por milicianos sauditas. Es evidente que utilizó ese traumático episodio para escalar una guerra y repitió lo hecho desde Pearl Harbour por varios presidentes norteamericanos. Por eso el Departamento de Estado elude la desclasificación total de los archivos que ocultan lo sucedido el 11 de septiembre.
El propósito real de esa ocupación era erigir un bastión yanqui, en una zona que entrecruza las rutas de Asia Central y bordea las fronteras de China y Rusia. Por esa estratégica ubicación Afganistán fue durante centurias el epicentro de violentos enfrentamientos y fracasadas invasiones. El propio país emergió como un estado tapón entre colonialistas británicos y expansionistas rusos y Washington intentó convertirlo en un trampolín de su dominación.
Para invadir Irak, el Departamento de Estado denunció la presencia de armas de destrucción masiva que jamás fueron halladas. El país fue demolido con una excusa rápidamente desechada por sus propios difusores. No pudieron disimular que Estados Unidos simplemente buscaba confiscar el petróleo y castigar a un gobernante que rompió los compromisos concertados con Washington.
Sadam incurrió en esa intolerable indisciplina cuando atacó a Kuwait, para financiar su hipertrofiado ejército con una fuente adicional de ingresos petroleros (Harris, 2016). Supuso que Estados Unidos no obstruiría esa expansión, luego de la desgarradora guerra librada contra Irán a pedido del Pentágono. Pero el Departamento de Estado vetó la aventura, intentó desprenderse del voluble tirano mediante fallidas conspiraciones y finalmente optó por la invasión.
En Libia el operativo yanqui fue igualmente burdo. La diabolización de Gadafi que precedió a su derrocamiento simplemente disfrazó el propósito imperial de deshacerse de un mandatorio, que manejaba con independencia los enormes recursos financieros del país. Gadafi negociaba, además, el eventual sostén a un signo monetario panafricano para atenuar la dependencia regional del dólar y el euro.
Por esa razón los conspiradores confiscaron rápidamente gran parte de los depósitos del estado libio en el extranjero. El asesinado mandatario también resistía la localización de una filial de Pentágono en la región (Africom) y aumentaba los intercambios con China. No era la marioneta que Estados Unidos apetecía en las costas del Mediterráneo.
En la conspiración contra Siria, los voceros del Departamento de Estado alertaron contra la peligrosidad de las armas químicas almacenadas por Assad. Como nadie halló esos dispositivos, cambiaron de pretexto para arremeter contra un gobierno que actuaba fuera de su órbita.
Finalmente los ataques contra Irán han sido invariablemente rodeados de grandes advertencias sobre el poder bélico de Teherán. Pero es evidente que ese país no representa ninguna amenaza para la primera potencia. Basta con recordar que en 2017 su presupuesto militar fue de 14.000 mil millones de dólares frente a los 716.000 millones que maneja el Pentágono.
Desde la caída del Shah Palhevi el imperialismo norteamericano perdió una pieza clave de su dominio y todos los ocupantes de la Casa Blanca han explorado caminos para revertir esa carencia. Su acción en esa zona siempre se inspiró en la doctrina Carter-Kissinger, que propicia asegurar por la fuerza el control de la ruta petrolera del Golfo Pérsico.
“DESARTICULAR EL TERRORISMO”
La “guerra contra el terrorismo” fue el principal pretexto para perpetrar todas las incursiones norteamericanas en el “Gran Oriente Medio”. Pero la hipocresía de esos mensajes salta a la vista, cuando se recuerda que las primeras bandas yihadistas fueron fabricadas por la CIA en 1978, para actuar en Afganistán contra la Unión Soviética. De esa matriz de muyahidines surgieron las variantes posteriores de Al Qaeda y el Ejército Islámico. Esos grupos actuaron en los distintos escenarios bélicos que propició el Pentágono (Yugoslavia, Libia, Sudán) y mantuvieron oscuras relaciones con las redes de inteligencia del Pentágono.
Los yihadistas aterrorizan a la población de Occidente y crean un clima de justificación de las represalias norteamericanas. Su brutal acción permite generalizar la deshumanizada indiferencia internacional frente a la devastación padecida por el “mundo islámico”.
Los medios de comunicación han ocultado que Estados Unidos es el mayor responsable planetario del terrorismo. Con ese término se describen las acciones sangrientas que no discriminan los objetivos militares de la población civil. El imperialismo norteamericano ha consumado más actos de ese tipo que ninguna otra fuerza. Desde la mitad del siglo XX perpetraron incontables bombardeos masivos contra ciudadanos desarmados.
Cualquier modalidad de terrorismo marginal resulta insignificante en comparación al terrorismo de estado que monitorea el aparato militar estadounidense. Un estudio reciente cuantifica la magnitud de esa desproporción (Therborn, 2021). Frecuentemente se ocultan, además, los nexos entre ambas variedades de salvajismo. Bajo la apariencia de una red de alucinados que desestabiliza a su antojo inmensos territorios, subyacen múltiples entretejidos con el aparato militar estadounidense.
Pero la gran novedad del terrorismo yihadista reciente ha sido la enorme envergadura de su autonomía criminal. Milicias inicialmente gestadas por la CIA trabajan para varios mandantes. Son intensamente utilizadas por los jeques sauditas y los militares pakistaníes. Turquía los despliega en su batalla contra los kurdos e Israel los apuntala en Siria.
Washington continúa participando en esa variedad de asociaciones, pero su padrinazgo quedó seriamente afectado por las incursiones antiamericanas de los yihadistas. Lo ocurrido con las Torres Gemelas marcó un hito de esa tensión. Ese tipo de conflicto entre terroristas y sus gestores tiene muchos antecedentes en escenarios de fracaso imperial.
Esas frustraciones suelen provocar imprevistas respuestas en la propia tropa. Basta recordar que para destruir a sus enemigos del momento, Israel alimentó a Hezbollah, Sadat procreó a sus asesinos y Estados Unidos alumbró a Bin Laden. Como en los cuentos del aprendiz de brujo el monstruo termina atacando a su propio creador.
Los grupos yihadistas han florecido, además, en la dinámica de caos que ha imperado en Afganistán, Irak y Libia. Cumplen un rol destructivo que al comienzo sintonizaba con los planes de rediseño imperial. Pero su protagonismo actual constituye otro indicio del fracaso estadounidense.
Ese descontrol de la propia criatura ha sido muy visible en Afganistán. Estados Unidos entrenó y organizó a los muyahidines para destruir un gobierno laico, progresista y aliado con la Unión Soviética. Luego apuntaló la consolidación de esos grupos, que demolieron un significativo intento gubernamental de modernización (1978-1992) para reconstituir el viejo orden medieval de los clanes patriarcales.
Cuando en 1996 los talibanes capturaron directamente el gobierno y se repartieron los negocios a los tiros, se tornaron inmanejables para los propios norteamericanos. El Departamento de Estado resolvió desatar otra guerra para recuperar el control del país y lo que parecía una sencilla operación policial se transformó en el pantano del ocupante.
“PACIFICAR LA REGIÓN”
Los gobiernos estadounidenses presentaron sus operativos contra Afganistán, Libia, Irak e Irán como acciones necesarias para pacificar una vasta zona. Pero terminaron generado la mayor tragedia de las últimas décadas. Sus agresiones provocaron un espantoso número de víctimas.
El total de muertos en Irak es desconocido, pero la destrucción del país es mayúscula. La mitad de la población no accede a los consumos básicos y los indicadores de salud, educación y esperanza de vida se han desmoronado al puesto 120 de un ranking de 197 de países (Dalband, 2020).
Se estima que en Siria pereció medio millón de personas, la mitad de la población fue desplazada y un tercio sobrevive en campos de refugiados (Maget 2020). El 60% de los habitantes debe lidiar con el hambre, en una economía que tan sólo mantiene un tercio de su PBI anterior (Dahler, 2021). Se calcula que en Afganistán fueron ultimadas unas 241.000 personas y millones de familias perdieron sus hogares (Engelhardt 2021). En Sudán se computan 400.000 muertos y 3 millones de refugiados.
En Yemen no hay «crisis de refugiados» porque el grueso de los sobrevivientes es masacrado. Los hospitales quedaron reducidos a escombros en medio del coronavirus y una epidemia de cólera (Pierson 2021). Los barcos con ayuda alimenticia son confiscados y la catástrofe humanitaria es silenciada por un desvergonzado apagón informativo.
Esta sucesión de desangres derivó, a su vez, en una demolición mayúscula de estructuras estatales en toda la zona. En Afganistán Irak, Libia y Siria esas instituciones quedaron pulverizadas bajo una lluvia de bombas.
Durante muchos años los mandatarios norteamericanos dejaron madurar el “caos constructivo” generado por ese dantesco escenario, suponiendo que la propia desintegración política alumbraría el esperado rediseño imperial (Martinelli, 2020). Algunos analistas estiman que se avaló adrede el despedazamiento de ciertos países, para multiplicar la presencia de mini-estados manejables por la primera potencia (Armanian, 2019c).
La gestación de un ramillete de impotentes micro-estados (tipo Bahréin, Qatar u Omán) fue siempre la gran fantasía de algunos artífices de la política exterior norteamericana. Pero en los hechos la balcanización sólo despuntó como un impensado efecto del propio intervencionismo. La sustitución de estados centralizados por pequeñas y diseminadas administraciones puede asegurar más poder a un mandante extranjero, pero también debilita la capacidad de control efectivo sobre los escenarios anarquizados.
Estados Unidos no forjó finalmente en ningún lugar el cimiento del “nuevo siglo americano” y sólo multiplicó una dramática sucesión de inmanejables contextos. Especialmente en Afganistán pensaban construir una gran catapulta contra Rusia y China, para desarticular la alianza forjada por ambas potencias (Acuerdo de Shanghái del 2001). Por eso Obama redobló la guerra con mayores contingentes de tropas, mientras promovía una enorme área de libre comercio bajo supervisión americana (TPP). El naufragio militar arruinó esas fantasías e inauguró la secuela posterior de retiradas igualmente fracasadas.
“CIVILIZAR Y MODERNIZAR”
El gran lema del intervencionismo imperial fue la introducción del progreso, en países atascados por el retraso cultural de sus poblaciones. Con ese argumento exculpó a los agresores y responsabilizó a las víctimas por los sufrimientos padecidos.
La propaganda imperialista ha estigmatizado especialmente a los árabes, presentándolos como un pueblo primitivo, autoritario y violento, que no logra asimilar los valores de la democracia y la modernidad. Con esa variedad de estereotipos se renovaron los prejuicios euro-céntricos, que tradicionalmente contrapusieron la civilización de Occidente con la barbarie de Oriente. Ese contrapunto siempre olvidó, que ninguna región del mundo afrontó demoliciones humanas comprables a las dos guerras mundiales desatadas por las modernizadas potencias transatlánticas.
Las miradas arabofóbicas suelen evaluar las sangrientas tensiones en el “Gran Oriente Medio” en clave religiosa. Resaltan la centralidad del conflicto inter-musulmán entre sunitas y chiitas y atribuyen su crudeza al fanatismo de esos credos. Pero omiten que en nombre de la Cristiandad se perpetraron matanzas de mayor dimensión y que la ceguera fundamentalista no es un patrimonio exclusivo de las corrientes islámicas.
En realidad, los desgarros bélicos en toda la región no tienen tantos secretos. Obedecen a las mismas rivalidades por recursos y beneficios que imperan en el resto del planeta. La singular virulencia del despojo padecido por el mundo árabe tiene causas materiales, que son frecuentemente enmascaradas con velos religiosos y prejuicios culturales.
Los desangres de la región no se esclarecen observando choques entre culturas o religiones, ni tampoco evaluando confrontaciones entre democracias y dictaduras o disputas entre modernizaciones y atrasos. Hay que registrar ante todo las consecuencias de la dominación imperial.
La estafa de las justificaciones modernizadoras ha sido particularmente chocante en Afganistán. Los ocupantes instalaron una red de bases y un enjambre de contratistas, financiados con el intercambio de armamento por petróleo, gas, oro, cobre y diamantes. Al cabo de un prolongado vaciamiento la economía afgana retomó su tradicional primacía en la producción de opio y heroína. La prosperidad de esos cultivos en territorios ocupados por la OTAN confirmó la fluida relación de los invasores con el narcotráfico. Uno de cada diez jóvenes afganos es actualmente adicto al opio y un tercio de la policía consume drogas (Tariq Ali. 2021).
Ningún mandatario de la Casa Blanca defendió tampoco a las mujeres afganas. Más bien facilitaron la expansión del trabajo sexual para servir a los ejércitos ocupantes. En las negociaciones con los talibanes de los últimos años Trump y Biden aceptaron todas las reglas de maltrato del género femenino. Esperaban llegar a una convivencia con la jefatura clerical semejante a la establecida con la teocracia saudita.
En Irak, los mismos modernizadores de Occidente impusieron una regresión mayúscula del sistema político. Sobre las cenizas de un estado laico unificado forjaron un sistema confesional contrapuesto a los principios de la ciudadanía. Consolidaron además la corrupción y apuntalaron la represión contra las protestas populares. Dejaron la administración del país en manos de clanes religiosos en detrimento de los partidos políticos y afianzaron la gravitación de las milicias paramilitares en los mini-gobiernos de los caciques locales. En lugar de la prometida “construcción de una nación” -que auguraron los marines al llegar a Bagdad- destruyeron todos los cimientos de esa configuración.
PETRÓLEO Y ARMAS
No es muy difícil imaginar por qué razón Estados Unidos concentró sus agresiones en el “Gran Oriente Medio”. En esa región se localizan las mayores reservas petroleras del mundo. Para controlar esas riquezas en el mundo árabe, la primera potenció ha buscado seguir el modelo inglés de sometimiento de los estados. Esa sujeción aseguró el manejo de acervos energéticos inigualables en tamaño y facilidad de acceso.
A mitad del siglo XX el imperialismo norteamericano fijó las reglas de comercialización del crudo y ha priorizado su monitoreo del sector. Como las economías de Europa, Japón y China dependen del abastecimiento externo de petróleo, el manejo del crudo asegura un poder inmenso al controlador de los principales yacimientos.
Esa administración indirecta le permitió a Estados Unidos preservar la supremacía del dólar. La comercialización del petróleo en dólares mantiene el señoreaje internacional de esa divisa. Las empresas del Golfo reciclan los excedentes generados por la exportación del combustible hacia centros financieros, que operan con la moneda norteamericana.
Como ese gigantesco flujo alimenta a su vez el crédito internacional, el petróleo de Medio Oriente recrea el predomino mundial del dólar. Esa madeja fue afectada por varias coyunturas críticas (como el shock de los “petrodólares” en los años 70), pero ha persistido como un pilar clave de la primacía del billete estadounidense.
La conversión de la primera potencia en la principal productora de hidrocarburos en la nueva modalidad shale, no debilitó su ambición norteamericana de controlar los recursos fósiles de otras latitudes. Al contrario, reafirmó su intención de disputar la primacía del negocio, mediante el sometimiento total de Medio Oriente. Con ese objetivo tensionó las relaciones con la OPEP e incrementó las sanciones contra Irán y Venezuela.
Conviene recordar esta evidente centralidad del petróleo frente a las miradas liberales que relativizan su gravitación. Suelen argumentar que la estrategia internacional de Washington es “más compleja” y está “motivada por otro cúmulo de razones”. Pero al minusvalorar la motivación petrolera del militarismo yanqui oscurecen el ABC del imperialismo contemporáneo (Chomsky, 2007: cap 2).
Por su estratégica función en el sistema mundial de dominación, Medio Oriente alberga una secuela de guerras permanentes. El yugo imperial ha convertido a esa zona en un centro de conflagraciones, que a su vez nutren los negocios del complejo militar-industrial norteamericano.
El principal productor petrolero (Arabia Saudita) es también el mayor comprador de armamentos yanquis. Los seis estados del Golfo adquirieron entre 2015 y 2019 una quinta parte del total armas comercializadas en el planeta (Hanieh, 2020). La tragedia de la guerra y el apetito del petróleo están dramáticamente amalgamados.
“DEMOCRATIZAR LAS SOCIEDADES”
La introducción de la democracia fue el otro estandarte imperial de las últimas décadas. Esa falacia ha sido tan burda, que hasta el propio Biden debió desmentirla públicamente. Confesó que Estados Unidos “nunca pretendió crear una democracia” en Afganistán. Ese país fue arrasado por las incursiones del Pentágono para instalar una cleptocracia que amañó las elecciones y potenció la corrupción hasta increíbles extremos.
Washington se embarcó en la sistemática destrucción de todos los intentos de real democratización de la región. Conoce perfectamente la incompatibilidad de esa aspiración con el despojo que perpetran las firmas transnacionales y sus socios locales. Por eso ha contribuido al aplastamiento de todas las luchas contra las tiranías de la región y apuntaló especialmente la brutal represión contra la primavera árabe de la década pasada.
En el grueso de Medio Oriente rige una “excepción despótica”, que ha sustraído a la zona de la limitada democratización introducida en los sistemas políticos del Sur de Europa, América Latina y África Subsahariana. Las formas descarnadas de autoritarismo continúan prevaleciendo en la mayor parte de los países (Achcar, 2007: cap 2).
Ese desconocimiento de los derechos políticos es directamente auspiciado por Estados Unidos, que siempre propició la continuidad de las dinastías, las monarquías y las dictaduras sangrientas. Para asegurar su dominación el Departamento de Estado saboteó incluso la aparición de regímenes más moderados. El saqueo del petróleo, el negocio armamentista y la contención de los rivales son incompatibles con la democratización.
La familia saudí, el shah de Persia, los pequeños jeques del Golfo, el principado hachemí de Jordania, los monarcas de Marruecos y el autoritarismo egipcio han contado con el pleno respaldo yanqui para asesinar militantes, proscribir opositores y encarcelar disidentes. La Casa Blanca convalidó en el pasado esas atrocidades para confrontar con los regímenes nacionalistas, laicos o soberanos, que coqueteaban con el contrapeso ejercido por la Unión Soviética.
Pero Washington también apuntaló la represión de gobiernos adversos, cuando abandonaron los proyectos progresistas y se adoptaron al giro neoliberal. La sensibilidad norteamericana por los derechos humanos sólo ha irrumpido súbitamente, frente a los mandatarios que actúan con cierta autonomía y resisten la obediencia a la embajada estadounidense. El entrelazamiento estructural del imperialismo con los gobiernos autoritarios es un dato invariable de Medio Oriente.
Las formas democráticas no encuentran resquicios para emerger en una región tan desgarrada por la guerra. El listado de esas conflagraciones corrobora una atroz periodicidad desde mediados del siglo pasado. La nakba palestina (1948) fue sucedida por el ataque anglo-franco-israelí a Egipto (1956) y por la intervención estadounidense en el Líbano (1958). La guerra de los Seis Días (1967) desembocó en la repuesta bélica de Yom Kippur (1973) y en el intento sionista de conquistar el sur del Líbano (1983). El nuevo ciclo iniciado con la incursión del Golfo (1990) condujo a la ocupación de Afganistán (2002) y a la invasión a Irak (2003). La escalada de la última década arrasó a Libia, Sudán, Siria y Yemen (Anderson, 2013).
Este procesamiento bélico de las tensiones políticas es la norma en el mundo árabe y sus aledaños. Por esa razón es tan estrecho el margen para los contubernios, las manipulaciones institucionales y las alquimias entre partidos, que predominan en otras regiones. La terrible contrarrevolución militarizada contra la primavera árabe confirmó esa regla de gestión política brutal.
¿FIN DEL BELICISMO?
El cúmulo de fracasos de Estados Unidos en Medio Oriente es tan significativo, que algunos analistas ya ubican a la primera potencia en un rol secundario. Consideran que pierde protagonismo y tiende a retirarse de la zona (Munif, 2017). El repliegue militar en Siria, Irak y Afganistán es visto como una corroboración de ese abandono, que se consumaría delegando el manejo de todos los conflictos a los dos principales socios de la zona.
Washington reforzaría la centralidad de Israel y apuntalaría las acciones de la monarquía saudita, propiciando un frente común de todos los regímenes pro-norteamericanos (“Proyecto Abraham”). También convalidaría la autonomía de Turquía sin interferir en sus aventuras (Aguirre, 2019) y buscaría tomar distancia de todas las tensiones para dejar a sus aliados al comando de la región (Conde, 2018),
El propio Biden ha declarado que Estados Unidos abandonará su intervencionismo externo. Pero es evidente que actúa bajo el shock creado por la imprevista humillación de Afganistán. El nuevo presidente esperaba liderar un retiro ordenado y afronta en cambio una crisis con abundantes reproches.
Debe lidiar con un turbulento escenario, dónde todos echan la culpa al otro por lo ocurrido. Los generales no saben que decir, los grandes medios transmiten malestar, el establishment critica y Trump reapareció con fulminantes diatribas. En el exterior Johnson discrepa, Merkel se queja, Macron exhibe desconcierto y la elite europea despotrica contra el unilateralismo del Pentágono.
La caída de Kabul es un hito geopolítico que afecta, además, el armado internacional de Biden contra China y deteriora la luna de miel que había logrado con el rebote económico y el avance de la vacunación. Necesitaba un tiempo de oxígeno para gestar ese bloque y ahora debe afrontar el imprevisto escenario creado por la derrota de Afganistán.
El perfil pacifista que el presidente norteamericano intenta transmitir en esta coyuntura es desmentido por su trayectoria belicista y por el continuismo imperial que ha signado sus primeros meses en la Casa Blanca. Biden inauguró su mandato con un bombardeo a Hezbollah en Siria y apuntaló la construcción de cinco bases militares en las proximidades de ese país.
También reafirmó la estratégica alianza con Arabia Saudita, luego de publicar informes que confirmaba la responsabilidad directa del príncipe Bin Salman en el descuartizamiento de un periodista de los grandes medios estadounidenses. Pero sólo utiliza esa denuncia como un instrumento de presión, para que los monarcas introduzcan alguna reforma cosmética en el macabro funcionamiento de su régimen.
Biden no insinuó ningún cambio en el despojo de los palestinos, convalidó el brutal operativo sionista contra Gaza y alentó a todas las dinastías del Golfo a restablecer relaciones con Israel. El apoyo a la dictadura de Egipto fue ratificado y tan sólo mantuvo indefinida la política a seguir frente al ambivalente gobierno turco. Tampoco decidió si frente a Irán optará por la variante rupturista de Trump o por la opción negociadora de Obama. Pero no emitió ninguna señal de levantamiento de las sanciones económicas. Continuó exigiendo que Teherán reduzca primero el enriquecimiento de uranio en sus plantas atómicas (Rodríguez Gelfenstein, 2021).
El mandatario yanqui aprobó también los planes de guerras híbridas que propicia el Pentágono y seleccionó un equipo de asesores externos muy entrelazado con el complejo industrial militar.
Pero al mismo tiempo apuesta a combinar esas continuidades con la recomposición de la cohesión interna, para sostener políticas exteriores ulteriormente más agresivas. Biden considera que la grieta política, las tensiones raciales y la división político-cultural entre el americanismo del interior y el globalismo de las costas, obstruyen la restauración del poder imperial.
Para superar esos obstáculos ha introducido una política económica neo-keynesiana, que se amolda a la gran contienda con China. Ese rumbo económico incluye un giro hacia el gasto público con incremento de impuestos a las grandes corporaciones, cierta recomposición de los ingresos medios, gran inversión en infraestructura y fomento estatal a la creación de empleo. La conmoción de Afganistán obliga revisar también ese curso.
REPLANTEOS SIN ABANDONO
Un viraje radical de Estados Unidos hacia el fin de intervencionismo externo chocaría con la dinámica general del imperialismo. Este curso incluía el control directo del “Gran Oriente Medio” para intentar una recuperación de la dominación estadounidense. Esos planes se han desmoronado pero la primera potencia no puede simplemente archivarlos y desentenderse de un área decisiva para la primacía del dólar, la provisión del petróleo y los negocios del complejo industrial-militar.
De la misma forma que el capitalismo funciona a través de la competencia (y no puede prescindir de esas rivalidades), el imperialismo exige el ejercicio de una dominación que no acepta vacancias. Por esa razón Estados Unidos fue empujado a ensayar la reconstitución de su poder con operativos que devastaron al mundo árabe.
Aunque ninguna de esas acciones llegó a buen puerto, los mandatarios de Casa Blanca están compelidos a transitar una y otra vez por caminos semejantes. Ese el único itinerario posible para retomar una primacía mundial, que la primera potencia no logra recuperar pero tampoco puede abandonar.
Estados Unidos destruyó países sin lograr resultados favorables y gastó ingentes recursos en acciones que lo desfavorecieron. Otras potencias terminaron lucrando con los operativos del Pentágono y la apuesta unipolar desembocó en un escenario contrapuesto de mayor multipolaridad.
Pero de esas frustraciones no se deduce la renuncia norteamericana a la recuperación imperial. Semejante deserción es descartada en Washington por los artífices de la política externa. Sólo evalúan nuevos caminos de contraofensiva. Ciertamente Estados Unidos necesita modificar su forma de intervención con mayor participación de sus socios. Pero buscará combinar esa delegación con el continuado control geopolítico de la región.
Todos los presidentes norteamericanos han guerreado, además, para exportar sus crisis internas. La batalla contra los fantasmas terroristas y las incursiones humanitarias aportan el gran pretexto para distraer a la opinión pública de la fractura social, la violencia racista y el enriquecimiento de los multimillonarios. Ningún mandatario demócrata o republicano se ha privado de auspiciar esos operativos bélicos y es muy improbable que abandonen esa práctica.
Medio Oriente, África del Norte y Asia Central son escenarios claves para la primera potencia, que en el 2020 desenvolvió pequeñas guerras en 12 países, ejecutó programas de asesinato con drones en siete naciones y proporcionó entrenamiento militar a 79 socios en el mundo (Prashad, 2021).
Estados Unidos continúa actuando como la primera potencia y no resignará ese lugar, mediante un sobrio retiro a sus propias fronteras. Seleccionará mejor sus blancos y actuará con mayor cautela mientras redefine su acción. En el duro escenario de fracasos militares y desaciertos geopolíticos busca senderos para la recomposición interna y el relanzamiento del intervencionismo.
Por esa razón, Estados Unidos concentra como ninguna otra potencia todos los rasgos del imperialismo contemporáneo frente a Europa, Rusia y China, que son los otros colosos de peso global. ¿Qué tipo de intervención desarrollan estos tres jugadores en la región más explosiva del planeta? ¿Corresponde extender también a ellos el calificativo imperial? Responderemos a estos interrogantes en nuestro próximo texto.
RESUMEN
El desangre en el “Gran Oriente Medio” no obedece a causas religiosas o culturales. El imperialismo norteamericano intentó un rediseño para recuperar primacía, manejar el petróleo, reforzar su poder militar, doblegar las rebeliones y someter a los rivales. Pero sus derrotas han generado escenarios caóticos.
La humillación de Afganistán acelera el repliegue de Irak, la fractura de Libia se ha descontrolado, las adversidades se agigantan en Siria y la coraza atómica no ha sido desmantelada en Irán.
El terror yihadista potenció esos fracasos. Estados Unidos reformula ahora su política sin abandonar el intervencionismo. Una deserción chocaría con la dinámica del imperialismo y con el replanteo estratégico que impulsa Biden.
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Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz