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Graham Greene, el opio de Indochina

Fuentes: El viejo topo

Fowler, el cínico y descreído reportero de El americano impasible, sabía que “los recuerdos felices son los peores”, y Greene reconoció que durante los años de Indochina el opio era su recuerdo más feliz. Indochina lo atrapó, aunque se interesó también por muchos otros países: desde su primer viaje en 1954, siempre estuvo preocupado por Haití y los haitianos, un país gobernado por el siniestro Duvalier, cuya dictadura condenó, impresionado por la miseria y las atrocidades de papá Doc. Se interesó también por la Cuba de Batista, cuando ya Fidel Castro combatía en las montañas, y por El Salvador, Panamá, y ayudó económicamente en Nicaragua a los sandinistas en la lucha contra Somoza. Y por el México de El poder y la gloria, o la Sierra Leona de El revés de la trama.

Todas esos viajes y los reportajes y libros que alimentaron están documentados. Norman Sherry, que murió no hace mucho (en 2024) tras haber dedicado años a investigar la vida de Graham Greene, nos dejó tres volúmenes con ello; el primero, entre 1904 y 1939, el segundo, de 1939 hasta 1955, y el tercero desde 1955 hasta la muerte del escritor en 1991. Por lo visto, el primer volumen de Sherry, el único que Greene pudo leer antes de morir, no le gustó. También disponemos de la biografía escrita por Michael Shelden (que también investigó a Orwell), y de las conversaciones de su viuda, Yvonne Cloetta, con Marie-Françoise Allain, (hija de Yves Allain, amigo de Greene y miembro de la resistencia contra los nazis en Borgoña). Además, Shirley Hazzard publicó Greene en Capri aprovechando que conoció al escritor en esa isla italiana, para trazar un personaje desagradable y feroz. Greene también escribió una especie de autobiografía en un par de libros, Una forma de vida y Formas de escapar.

Era un hombre peculiar, maltratado por sus compañeros escolares, reservado y melancólico, que parecía albergar en su interior varias personalidades, era católico pero frecuentaba los burdeles, como hizo en Londres, Nápoles o en La Habana, y obstinado viajero, no dejó de ir a misa cada domingo de su vida, y se sentía atraído por las sombras, por la clandestinidad, los secretos, el anonimato; sufría escribiendo pero se refugiaba en su casa de Capri para hacerlo. La fugaz militancia de Greene en el Partido Comunista británico, y su conversión al catolicismo siendo joven, la dedicación a la literatura y el espionaje, el prolífico trabajo como reportero en numerosos países, y su simpatía por la izquierda, delimitan un personaje singular, capaz incluso de interpretar a un fugaz vendedor de seguros en la película de Truffaut, La noche americana. Greene estuvo casado hasta su muerte con Vivien Dayrell-Browning, aunque solo vivieron juntos durante una década; conoció a Dorothy Glover en la primavera de 1939 y se fue a vivir con ella, mientras su familia permanecía en el campo. Ya había viajado por Liberia, algo que hizo posible su libro Viaje sin mapas. Durante la Segunda Guerra Mundial, Greene se veía con Kim Philby, y con Glover actuó a veces como bombero del vecindario. Tras la guerra, siguieron viviendo juntos hasta el verano de 1948, cuando fue a vivir cerca de Catherine Walston, a quien había conocido el año anterior. Después, Greene intimó con Yvonne Cloetta en África, en el Camerún de 1959: era una mujer francesa veinte años menor que él, casada y que tenía dos hijos, con la que compartió su vida más de treinta años, los últimos del escritor, casi siempre habitando en distintos techos. Debía tener algo de Pyle, su americano impasible, que miraba a las mujeres “como si nunca hubiera visto ninguna”.

Su trabajo en el MI6, el servicio secreto británico, no fue circunstancial: ingresó durante la Segunda Guerra Mundial, vivió durante un par de años en Sierra Leona en una misión de espionaje, pero renunció en mayo de 1944. Aunque Cloetta limita la pertenencia de Greene al MI6 a los años de la guerra, según su biógrafo Norman Sherry estuvo enviando informes al servicio secreto durante toda su vida, algo que sustenta la idea de un constante doble juego (aunque tal vez Sherry se basase en los frecuentes encuentros de Greene con espías británicos, en activo o retirados, que vivían en la Costa Azul) con su interés por la traición como recurso humano y por una lealtad resbaladiza y confusa que aparece con frecuencia en sus libros. Greene deslizó una dedicatoria en un ejemplar de El americano impasible que regaló a Yves Allain en 1959 (siete años antes de su asesinato), firmando “Graham, el viejo espía de Indochina”. De hecho, Greene siguió manteniendo contactos con el MI6 y facilitaba información conseguida durante sus viajes. No podemos saber si recibía ingresos por ello. Le gustaban Conrad, Stevenson, Henry James; y su relación con Chaplin, cuya amistad fue tan importante para ambos, choca con su pelea en los periódicos con Anthony Burgess, que terminó con el aprecio que se tuvieron. También admiró a Fidel Castro, con quien se reunió junto con García Márquez, y le interesó la figura de Omar Torrijos, a quien conoció en 1974 y de quien puso una fotografía en su casa de Vevey; como mantuvo una gran amistad con Herbert Read y con Evelyn Waugh; y los encuentros con Ho Chi Minh, Fidel Castro, Torrijos, Gorbachov o los dirigentes sandinistas, muestran la relevancia mundial que alcanzó.

Y la guerra civil española es el telón de fondo de su novela El agente confidencial, que publicó en 1939, aunque la acción transcurre en Gran Bretaña. Para Greene, España estaba presente también en la compañía del sacerdote gallego Leopoldo Durán, con quien viajó por la península ibérica y que le sirvió de modelo para Monseñor Quijote. África le atraía mucho, aunque en uno de sus viajes, con su prima Barbara, contrajo unas fiebres en Liberia que casi lo mataron. Años después de Sierra Leona, Greene estuvo varias semanas en una leprosería en el Congo belga, y visitó otros lazaretos cuando preparaba materiales para su libro Un caso agotado, inmerso en una etapa de depresión y apatía. También le interesó América Latina, e Indochina, claro: tal vez El americano impasible sea su mejor novela.

Estuvo en Moscú en 1957, con su hijo, y volvió en 1961, y en septiembre de 1986, como muestra esa fotografía de Greene y Cloetta en Moscú cuando se reunieron con la esposa de Kim Philby. Philby, que murió dos años después, era amigo suyo y había sido su superior en el servicio de espionaje británico, y sus memorias fueron publicadas con un prólogo de Greene. Pese a ello, entregó las cartas que había recibido de Philby al Foreign Office. Greene regresó a Moscú al año siguiente para participar en una conferencia, y entonces conoció a Gorbachov. Es significativo que, contrario como era a ser entrevistado en televisión (y eso que su hermano Hugh fue director general de la BBC en los años sesenta), la única vez que aceptó hacerlo fue en la Unión Soviética. Tal vez lo explique que, en esos años ochenta, Greene confiaba en un acercamiento entre un comunismo más moderado y un catolicismo preocupado por la vida terrenal. En El poder y la gloria, que publicó en 1940, Greene muestra a las víctimas, católicos, y en El americano impasible, que publicó quince años después, evita mostrar simpatía por los vietnamitas pero también por los franceses; después, expresó su condena de las atrocidades estadounidenses en Vietnam y mantuvo una constante denuncia de la guerra impuesta por Washington.

Tenía simpatías por la Unión Soviética y por el comunismo, aunque criticó la intervención en Checoslovaquia de 1968, y fue amigo de Václav Havel, pero es probable que a Greene no le hubiera gustado la evolución posterior del dramaturgo checo con su defensa de la OTAN y de las matanzas estadounidenses, como hizo Havel en la guerra de Iraq y con su apoyo a George Bush. Greene también mantuvo diferencias con Moscú sobre el encarcelamiento de Anatoli Scharanski, un supuesto disidente soviético y defensor de los derechos humanos que posteriormente adoptó en Israel el nombre de Natán Sharanski, llegó a ministro de Ariel Sharón y apoyó las colonias israelíes en Gaza, los asesinatos de dirigentes palestinos y el robo de tierras en la Franja, en Cisjordania y en todos los territorios usurpados. Aunque no podemos saberlo, es muy probable que Greene hubiese condenado su actitud.

Greene solía escribir cada jornada unos mil caracteres, apenas medio folio, y vendió veinte millones de ejemplares de sus libros. Siempre depresivo, establecido en Antibes desde los años sesenta, encargaba camisas de seda en Malasia para que se las enviaran a Europa, aunque no era un hombre atildado. Dejó su dinero, medio millón de dólares, a su viuda, Vivien, y sus dos hijos. Tuvo siempre en la memoria el olor de África, las víctimas de América Latina, el húmedo monzón de la Indochina colonial y el aroma inigualable del opio en las largas pipas de bambú.

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Cuando terminó la guerra en Europa, muchos de los franceses que Greene conocía fueron enviados al Camerún. Él viajó a Malasia en noviembre de 1950, donde su hermano Hugh era el responsable del MI6. El escritor trabajaba entonces para la revista Life y viajó por Indochina entre 1951 y 1955. No fue al sudeste asiático por casualidad: el cónsul británico en Hanói era Arthur Geoffrey Trevor-Wilson, también espía del MI6, amigo de Greene desde la guerra, y fue a visitarlo. Allí conoció, en enero de 1951, al general Jean de Lattre de Tassigny, comandante de las tropas coloniales francesas, quien después lo acusó de ser un espía. Lattre, cuya agonía en París aparece en El americano impasible, facilitó a Greene un avión con el que pudo sobrevolar el país, en una guerra en la que había guerrilleros comunistas del Viet Minh con el agua hasta el cuello en los arrozales, legionarios franceses, marroquíes, senegaleses, alemanes y agentes de la CIA y a donde pronto llegaron los militares norteamericanos. Conoció entonces la importancia de Trinh Minh Thé, jefe de Estado mayor del ejército del Cao Dai, una secta religiosa que mezclaba el cristianismo, budismo y confucianismo, que Greene descubrió con sorpresa. En una carta a su hermano Hugh, Greene escribió que los sectarios “tienen un Papa, mujeres cardenales, y sus santos son Cristo, Buda, Mahoma, Víctor Hugo y Auguste Comte”. “Son dos millones y tienen un ejército privado que ahora apoya a los franceses.”

Volvió a Inglaterra, pero regresó a Vietnam en octubre de 1951. La tensión en todo el territorio era constante, y hasta los restaurantes tenían rejas de hierro para protegerse de la guerra, con ejércitos privados que cambiaban de bando con facilidad. Y Greene conocía lo que Trevor-Wilson estaba haciendo. En una carta que envió a Catherine Walston le dijo que había hablado con el productor de cine Alexander Korda (también antiguo agente del MI6), a quien el servicio secreto quería proponerle un trabajo. Es probable que tras esa propuesta estuviera la promoción de la “solución católica” para Vietnam, que estaba considerando Estados Unidos y examinaba Londres. Las autoridades coloniales francesas desconfiaban de la actividad de los diplomáticos y espías británicos, y la policía delCorps Expéditionnaire Français en Extrême-Orient, CEFEO, con autoridad en los protectorados de Camboya, Laos, Tonkín, Cochinchina y Annam, controlaba los movimientos de Greene, de quien recelaban: el general Lattre le preguntó directamente si era miembro del MI6: las frecuentes reuniones del escritor con espías y su búsqueda de informaciones daban pábulo a la sospecha.

Indochina atrapó a Greene. Su amigo Evelyn Waugh señaló que a Greene le atraía el “inquietante inframundo de chismes, espionaje, soborno, violencia y traición”. El país de los arrozales dorados, de las mujeres vietnamitas con pantalones de seda, los cafés del puerto de Saigón, las noches del casino Grand Monde en Cholón, el mayor del mundo, con sus paredes amarillas, sus croupiers y guardaespaldas, donde Greene hace que se conozcan el cínico Fowler y la delicada Fuong en El americano impasible, y donde se jugaban fortunas, pero también se bailaba en la gran sala y se escuchaba a la orquesta con músicos de smoking blanco y pajarita, donde se comerciaba con la prostitución, las drogas, el contrabando de oro, las falsificaciones, el mercado negro de dólares, en medio del peligro y la emoción del estallido de las granadas en Saigón y en los canales del Mekong, de los patrullajes de las tropas francesas tras los guerrilleros del Viet Minh, de los chismorreos de periodistas y espías, de las chicas en bicicleta por la calle Catinat, del ruido seco de las mesas donde se jugaba al Mah-Jong. Todo lo cautivó.

Greene se alojaba en el hotel Continental de la calle Catinat de Saigón, en la habitación 214, justo en la esquina del edificio, desde donde podía ver a los conductores esperando o durmiendo en sus rickshaw, junto a la acera. Toda esa vida del Vietnam colonial aparece en El americano impasible. Fowler, el protagonista, vive también en la calle Catinat, la actual Đồng Khởi que ya ha olvidado al mariscal del que procedía su nombre francés, tiene un ayudante hindú llamado Domínguez para hacer sus trabajos de reportero, y va a beber cerveza a la terraza del Continental, como tantas veces hizo Greene. En ese escenario de las calles de Saigón, Greene señala la ambigüedad ética más perversa presentada con el rostro de la inocencia, como hace con Pyle, el americano impasible. Pyle (su hombre tranquilo, inocente, seguro de las razones morales de su país y de su empeño por la democracia y la libertad) entrega los explosivos plásticos a quienes realizarán las acciones terroristas y achacarlas después a los comunistas: Pyle, aunque él se crea un hombre justo, es la inocencia perversa, la mentira de la propaganda, el horror de Langley, el anuncio de la sangre con que el Pentágono ahogará poco después a toda Indochina.

La novela de Greene se convirtió en un libro imprescindible para todos los periodistas destinados a Vietnam y a Indochina. “Acostarse con una anamita es como acostarse con un pájaro; gorjean y cantan sobre la almohada” escribió en El americano impasible. Entonces, llamaban anamitas a la gente de Vietnam, un país regado por los monzones que quedaba a treinta horas de vuelo de Europa, donde Greene recorría los fumaderos de opio y los burdeles. Junto a la plaza Lam Sơn estaba el café Pavilion, en la esquina de la calle Lê Lợi y la calle Nguyên Huê, hoy junto a Nhà hát Thành, el teatro municipal de la ciudad Ho Chi Minh, y muy cerca de donde ahora está la estatua del tío Ho. Allí se congregaban los intelectuales, políticos, diplomáticos, periodistas, mercenarios, espías del viejo Saigón, que tomaban café en el ambiente del lujo francés, comían en los restaurantes Brodard y La Pagodel, en el Majestic y el Grand Hotel, y conspiraban, mientras se jugaba a los dados en las calles de Saigón y los paracaidistas franceses recorrían los canales, y algunos obispos velaban armas al frente de sus ejércitos privados, y las moscas se arremolinaban en los cadáveres abandonados en el agua, entre el olor de la cordita y el napalm lanzados por los aviones franceses.

Los personajes que articulan la novela son Thomas Fowler, el periodista británico que frecuenta fumaderos de opio, cínico, aunque no puede evitar el llanto cuando pierde a su amante vietnamita, y Alden Pyle, el americano tranquilo, de la legación estadounidense. Pyle es un agente de la CIA que trabaja en la construcción de un bloque político que se sitúe entre los franceses y los comunistas, incluso recurriendo al terrorismo, como el atentado de la plaza Garnier, Lê Lợi, que narra Greene y que abre los ojos a Fowler: el general Trinh Minh Thé, a quien apoyan los norteamericanos, fue el autor de la matanza de la que después acusaron a los comunistas. Greene se basó en un suceso real: un atentado en enero de 1952, y describe a su Fowler conmovido por la visión de la mujer sentada en el suelo que tapa con su sombrero de paja el cadáver de su pequeño muerto por la detonación. La CIA no había dejado nada al azar: además de avisar con antelación a los suyos para que se alejasen de la plaza, el fotógrafo de Life estaba esperando el estallido de la bomba en un lugar resguardado para tomar después fotografías. Tras la explosión captó una de un conductor muerto, sentado en su rickshaw: la bomba le había arrancado las piernas. La fotografía fue publicada en Estados Unidos achacando el atentado a los comunistas, y difundida también en el sudeste asiático; en Manila llevaba por título «la obra de Ho Chi Minh».

Después, seguirían múltiples atentados con bombas instaladas en bicicletas, preparadas por los servicios secretos estadounidenses y sus cómplices de Saigón. En esos años en que Greene está en Vietnam, los hombres de Trinh Minh Thé hicieron numerosos atentados terroristas para culpar a los comunistas. Asesores militares de Estados Unidos, como Edward Landsdale, pactaron con Trinh Minh Thé el apoyo al primer ministro Ngô Đình Diệm, que después se convirtió en presidente del régimen títere de Vietnam del sur. Landsdale, que ya había estado en Filipinas organizando las matanzas contra la guerrilla comunista, era un tipo siniestro, agente de la CIA, asesor de los franceses en Vietnam, reclutador de asesinos y mercenarios para llevarlos a Vietnam a combatir a las fuerzas del Viet Minh.

Francia se retiró de Indochina en 1955, tras la derrota de Dien Bien Phu, y dejó a Estados Unidos el camino libre para levantar un estado títere en el sur de Vietnam, incumpliendo el compromiso de convocar elecciones en julio de 1956 porque hubieran dado la victoria a los comunistas. Entonces, tras la salida de los franceses, Greene preparó una compleja operación para entrar en contacto con Ho Chi Minh en Hanói y entregarle una carta. En la entrevista, Ho Chi Minh le dio a Greene una película, que ha desaparecido. Greene, como se aprecia en su novela, desconfiaba de los propósitos estadounidenses. A partir de 1954, con los franceses derrotados, Estados Unidos hizo que el gobierno fantoche de Ngô Đình Diệm lanzase una ofensiva feroz, con matanzas en Chí Thạnh, Mỏ Cày, Bình Thạnh, Ngân Sơn, Châu Đốc y Cu Chi (donde existían los túneles de la guerrilla). Washington no le agradeció a Ngô sus servicios: fue asesinado en noviembre de 1963 durante el golpe de Estado organizado por la CIA. La Legación norteamericana estaba en Saigón en el 39 de Hàm Nghi, un edificio amarillo que albergó a los diplomáticos y espías estadounidenses de 1950 a 1967, hasta que el atentado con un coche bomba en 1965, los llevó a instalar la embajada en el bulevar Thống Nhất (hoy, Lê Duẩn): ese es el lugar de Saigón (ahora, ciudad Ho Chi Minh) que en abril de 1975 fue el escenario de la derrota y de la retirada final de Estados Unidos, con sus hombres y los colaboracionistas colgando de los patines de aterrizaje de los helicópteros para llevarlos a los barcos anclados en altamar.

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A Green le gustaba recordar los años de Indochina, el peligro de la vida en Vietnam. Es en el puente de Dakow donde aparece ahogado el cuerpo de Pyle, el americano impasible; la vida transcurría entre Đông Khởi, el bulevar Lê Lợi, el fumadero de opio de la rue d’Ormay, la calle Nguyễn Huệ, y el fascinante barrio chino de Cholón, que había visto a la pequeña Marguerite Duras esperando a su amante veinte años atrás. Es probable que Greene estuviera caminando durante años en el filo de la navaja, atrapado entre su vieja camaradería con los miembros del MI6 y sus inclinaciones políticas, y que no dejase nunca de colaborar con el servicio secreto británico, como Somerset Maugham y Compton Mackenzie. Su amistad con Maurice Oldfield, que fue el jefe del MI6 en los años setenta, así parece indicarlo: es difícil pensar que no compartieran confidencias, chismorreos, informaciones, análisis. Es probable también que el MI6 desconfiara de Greene pero valorase sus opiniones.

Con Philby había sido amigos desde la Segunda Guerra Mundial. Greene era un hombre de izquierda y Philby era comunista, y su huida a la Unión Soviética no rompió su amistad. Amigos en la distancia durante tantos años, el viejo sueño de Philby se cumplió en Moscú: “Tener a Graham Greene sentado frente a mí y, entre los dos, una botella de vino.” No se despidieron en una estación, pero no importaba. En el cuaderno que alimentaba Yvonne Cloetta, el carnet rouge, Greene escribió: “Es en las estaciones de ferrocarril donde te das cuenta de las personas que aman. Siempre son las últimas que quedan en los andenes, despidiéndose con sus pañuelos blancos cuando arranca el tren que se lleva a sus seres queridos.”

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.