No tengáis miedo. Juan Pablo II Dice Piersilvio Berlusconi, vicepresidente de Mediaset, que no producirán más reality shows porque el mercado está sobresaturado, lo que es cierto, pero no sirve para explicar el caso del todo. El problema está en que, agotada la novedad del formato, para que un reality funcione, ha de prever una […]
No tengáis miedo.
Juan Pablo II
Dice Piersilvio Berlusconi, vicepresidente de Mediaset, que no producirán más reality shows porque el mercado está sobresaturado, lo que es cierto, pero no sirve para explicar el caso del todo. El problema está en que, agotada la novedad del formato, para que un reality funcione, ha de prever una respuesta física y real por parte de los telespectadores. Es la incoherencia entre ficción y realidad lo que provoca el fracaso del formato. Pongamos un ejemplo: el jueves 31 de marzo, cebados los telespectadores globales con las agonías de Terry Schiavo y Rainieri, tuvo lugar por la noche el cierre de campaña electoral de Su Emitencia Silvio Berlusconi en el salón televisivo de Bruno Vespa, o sea, la tercera cámara política italiana. Eran las 23:00. Un letrero apareció en pantalla al cabo de un cuarto de hora de entrevista advirtiendo que la entrevista había sido grabada a las 18:00. Al cambiar de canal, el telespectador venía a saber que las condiciones de salud del Papa se habían agravado ulteriormente hacia las 20:00 extraoficialmente, a las 22:00 oficialmente. El Papa estaba muriendo, pero la entrevista pregrabada no fue interrumpida. Los periodistas del telediario de RAI 3 revelaron al día siguiente que habían sido obligados a interrumpir su cobertura de la agonía del Papa para dejar espacio a otro programa, que nada tenía que ver con el asunto candente del Papa, y que, para más inri, era una repetición.
Fue la guinda del pinchazo total de ese reality show titulado Una historia italiana, que dura desde el 26 de enero de 1994, cuando se produjo el «descenso al campo» de Silvio Berlusconi y la formación de una nueva fuerza político-futbolística: Forza Italia. Ahora, vista la hecatombe nuclear de los resultados de las últimas elecciones regionales, que no sólo han provocado que Berlusconi se viera forzado a aparecer en un verdadero debate televisivo en directo ¡nueve años después! de la última vez que lo hiciera, sino que también parece que forzarán al Pinocho de Arcore a convocar nuevas elecciones en octubre, muchos coinciden en decir que es erróneo afirmar que la televisión tenga tantísima influencia en las votaciones. Lo dicen como si no hubieran pasado 10 años en los que el berlusconismo ha dictado el orden del día de la política italiana (y aún no ha terminado). La razón verdadera del fracaso berlusconiano está, a mi juicio, en la incoherencia entre la ficción televisiva y la realidad. Berlusconi firmó un contrato televisivo con los italianos que no se ha cumplido en la realidad.
Sucede que el primer acontecimiento mediático global no fue Gran Hermano, sino Gran Papá, el reality show que tiene como objeto el Papado. Nunca la televisión había saltado las fronteras de esa manera. Sólo el fútbol, religión laica global, puede rivalizar en audiencia y seguidores con este complejo reality show que estamos viviendo. Mucho se ha insistido en la dimensión mediática de este papado, casi siempre centrando el mérito del fenómeno en el carisma y las tablas del que fue actor en Cracovia, un hombre políglota apto para saltar de país a país protagonizando el mismo programa. En cambio, el mérito está en la modernización de la liturgia, en el ofrecimiento de un format televisivo dirigido a una «joven» audiencia. El Presidente de la República italiana afirmó que habíamos perdido un padre. La audiencia mundial se ha quedado huérfana.
No es la contradicción con el Evangelio sino su dimensión lo novedoso de estas largas colas romanas. La coherencia de la respuesta pública real al estímulo televisivo de un público papado cuyo colofón ha sido un público martirio, ha puesto en peligro tan mágico encantamiento catódico. Hemos observado que, tanto o más que los 220 jefes de estado, la masa de fieles era la causa mayor de inseguridad. Un calvario. Son demasiados, hay que dispersarlos. Hay que improvisar nuevos templos para no dejar ningún feligrés fuera de la casa del Padre, pero bastan 25 pantallas gigantes y una conexión en directo con San Pedro para convertir una plaza en catedral. La magnificencia de la Basílica, más la plaza del Bernini con la columnata, más la contigua plaza Pio IX, más la prolongación mussoliniana de Via della Conciliazione resulta minúscula. A las 22:22 de anteayer, se pusieron dos barreras que indicaban el límite de fieles que tendrían la oportunidad de entrar en la basílica. Hubo disgusto, malestar, llantos y ruegos de quienes se habían quedado fuera. Con varios autobuses de polacos que habían llegado más tarde, hubo clemencia y les dejaron entrar. Sumemos al sitio de la basílica, el de la ciudad entera (cerrados museos, escuelas, universidades, oficinas), dentro de la cual sólo se podrá circular en moto o en bicicleta durante casi un día, y no olvidemos -el zumbido de helicópteros y reactores nos lo impide- tampoco el sitio del espacio aéreo.
Esta apoteosis fúnebre mundial produce preocupación, pues viene a la luz una deriva fanática. El «yo-también-estuve-allí» que justifica la presencia de muchos individuos de esta multitud tiene poco de oración y mucho de morbo histórico fetichista. ¿Recuerdan la muchedumbre en catarsis a la salida de la casa del Gran Hermano? ¿Tienen presente la catarsis comunitaria de una final de Champions League? La necesidad de presenciar el evento, quizá sirve para explicar por qué éste ha sido el funeral más concurrido de la historia. Entrando en ella y llevándose a casa dentro del teléfono móvil una reliquia en píxels, la comunicación es comunión.
Sucede también que la sucesión del Papa presenta varias concomitancias con los reality shows de verdad. Como en el Gran Hermano, el detonante dramático es un concurso de supervivencia. Como en el Gran Hermano, el precio que hay que pagar es la dignidad pues la cruz que comporta lleva incluidas microcámaras que todo lo filman, agonía y restos mortales incluidos. Como en el Gran Hermano, o como en The Truman Show, cuando la realidad irrumpe en el formato, crea problemas de verosimilitud por lo que hay que controlarla. La transmisión -en tiempo real- dura las 24 horas. El público meta es la juventud. Presenta una serie de acontecimientos encadenados que enganchan al espectador (enfermedad, agonía, muerte, testamento, sínodo, nuevo Papa). Los candidatos se encierran y no tienen contacto con el exterior. Los candidatos pueden tener hasta club de fans (ver http://www.ratzingerfanclub.com/). Las apuestas se multiplican. Al telespectador se le enseña el alojamiento en el que se encerrarán los candidatos, la Domus Sanctae Marthae, sita en el Vaticano. El programa tiene como colofón el nombramiento y presentación del ganador. Sólo faltan las cámaras en la Capilla Sixtina y el democrático televoto, que no tardarán, a juzgar por las novedades que han supuesto la filmación de la capilla ardiente así como el envío de sms a todo buen cristiano. Así rezaba uno enviado por la Protección Civil: «Si vas a Roma para el homenaje al Papa, usa el transporte público. Prepárate para colas organizadas pero muy largas. Calor de día y fresco de noche. Para más información, ISORADIO 103.3».
Ahora bien: no conviene olvidar que estos montajes mediáticos -el Gran Papá y Terry Schiavo y Una historia italiana– distraen nuestra atención de los problemas reales.
La tarde del viernes 1 de abril, penúltimo día de vida de Juan Pablo II, sucedió un hecho al que las televisiones no dieron importancia: el cardenal Joseph Ratzinger, se dirigió al Monasterio de Subiaco para recibir el premio San Benedetto por su promoción de la vida y la familia en Europa. Allí pronunció una conferencia titulada «Europa en la crisis de las culturas», que ha pasado a formar parte de los dossieres que consultan los cardenales del sínodo, y que habla de miedo, terrorismo, seguridad, conflicto de culturas, crítica del pacifismo, crítica del laicismo, raíces cristianas… En una palabra, de más oscuro oscurantismo. Hoy, que vemos al cardenal Ratzinger pastoreando el rebaño, ¿se imaginan los efectos de un reality show con esos ingredientes? ¿No tienen miedo?