La política bolivariana del presidente Rafael Correa, al parecer honesta y sentida, ya cuenta en Ecuador con enemigos declarados: la poderosa plutocracia separatista de Guayaquil, y los dirigentes políticos tradicionales que en el pasado cuarto de siglo administraron o gobernaron el país de espaldas a la sociedad real. Si bien muy desacreditados y poco articulados […]
Si bien muy desacreditados y poco articulados entre sí, todos ellos ofician de comensales de la embajada de Washington en Quito, o de la Internacional Demócrata Cristiana que dirigen personajes de probado «espíritu bolivariano» en versión Bush: Vicente Fox y Manuel Espino, de México; Osvaldo Hurtado, de Ecuador; Eduardo Fernández, de Venezuela; el castellano José María Aznar y el historiador Enrique Krauze, contratado para recordarles el ejemplo patriótico del yucateco Lorenzo de Zavala, primer vicepresidente de la efímera república de Texas (1836-45).
Dios los cría y ellos tratan de cuadrar el círculo del llamado «desencanto con la democracia», fenómeno que los hace bolas. ¿Cómo le dicen ahora al «intercambio desigual» entre regiones y países? ¿Asimetrías?
«Autonomía política», «racionalización administrativa», «rechazo al centralismo» (que sus tatarabuelos diseñaron) son los nuevos eufemismos de la globalización facciosa que recluta políticos con espíritu de campanario. Política que ayer les permitió balcanizar el continente, y hoy les sirve para boicotear procesos de integración en marcha como la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba) y el Mercosur.
En el caso de Ecuador, el alcalde Jaime Nebot y el ex presidente León Febres Cordero (1984-88), del Partido Social Cristiano, acaudillan la causa independentista de Guayaquil, importante puerto del Pacífico que así como los nacionalicidas de Zulia (Venezuela), Santa Cruz y Tarija (Bolivia) y Loreto (Perú) sueñan convertirlo en enclave neocolonial «tipo Hong Kong».
Y en sintonía con esa agenda del Banco Mundial, dirigentes de aldea que emplean el término «autonomía» para evitar la explosiva palabra «independencia»: Humberto Espinel (Fuerza Ecuador), Jorge Gallardo (ex ministro de Economía y Finanzas de los presidentes Rodrigo Borja y Gustavo Noboa) y los alcaldes socialcristianos y de Izquierda Democrática, que el 26 de enero de 2006 firmaron un Manifiesto «autonomista», publicado en los diarios El Universo y Expreso de Guayaquil.
Pero resulta curioso que el alcalde Nebot y quienes por ignorancia o temor califican de «caduco» el pensamiento de Bolívar (para la derecha «posmoderna» y la izquierda «posmarxista» lo de mañana ya está caduco) se hayan tomado la molestia de cambiarle el nombre al aeropuerto internacional de Guayaquil, ahora llamado José Joaquín de Olmedo (1780-1847), en lugar de Simón Bolívar.
¿Quién fue Olmedo? La victoria del mariscal José Antonio de Sucre en la batalla de Pichincha (Quito, 24 de mayo de 1822) permitió la liberación de los pueblos al sur del virreinato de Nueva Granada y su incorporación a la Gran Colombia bolivariana. Sin embargo, los comerciantes y terratenientes de Guayaquil dudaban. ¿A quien pertenecería la ciudad puerto? ¿Al Perú? ¿A Colombia?
Por su intenso comercio marítimo e integración sociocultural con Lima y Quito, ambas posiciones guardaban coherencia. Olmedo (presidente de la Junta patriótica que el 9 de octubre de 1820 había proclamado la independencia en Guayaquil) sostenía que el dilema era falso. Entendía que Guayaquil había alcanzado la libertad con su propio esfuerzo y su tesis era que los pueblos del sur (Quito incluido) debían constituir una nación plenamente autónoma.
Olmedo era civil, hombre de letras, odiaba el espíritu de secta. Mas en momentos que las guerras de la independencia atravesaban gran complejidad militar, el prócer no pudo comprender que la plena soberanía de Ecuador escapaba del terreno de lo posible hasta que Perú alcanzase su completa liberación de los españoles. De un modo cordial, su admirado Bolívar le escribió: «Usted sabe, amigo, que una ciudad con un río no puede formar una nación».
En efecto, si Guayaquil declaraba la independencia total, la «patria» difícilmente hubiese resistido la contraofensiva española. Guayaquil fue incorporada a Colombia y en carta explícita a Bolívar, Olmedo aceptó los hechos. Pero se exilió en Lima y, desde entonces algunos ecuatorianos lo califican injustamente de «peruanófilo», en tanto nacionalismos estrechos como los de Nebot y Febres Cordero manipulan su memoria como inspirador de su causa: Guayaquil independiente.
Aquella derecha «posmoderna» y su revés, la izquierda «posmarxista» de pacotilla, sostienen que la historia sirve de poco para comprender los conflictos del presente. No obstante, quien revise las memorias de William Tudor (1799-1830), embajador de Estados Unidos en Lima (1824-27) reconocerá la plena vigencia de la voz imperial.
Cuando las miopes castas localistas festejaron la desmembración de la Gran Colombia, Tudor escribió: «La esperanza de que los proyectos de Bolívar estén ahora efectivamente destruidos es una de las más consoladoras».