«Vi a estas tropas de la Guardia Nacional en una esquina normal de una calle de Washington (…) me recuerda a las zonas de guerra que vi en Bagdad, Mosul o Faluya», tuiteaba la estrella de la CNN Wold Blitzer cuando los días anteriores a la investidura de Joe Biden la capital de los EE.UU. se llenó de reservistas que debían asegurar una transición pacífica del poder presidencial.
Comparaciones como esta, la equiparación de los males estéticos del primer mundo con el horror de la guerra, tristemente se han vuelto normales en una sociedad occidental demasiado infantilizada como para discernir entre problemas menores, preocupantes y el puro horror. Una trivialización de la barbarie triste, porque esconde una mentalidad perversa: no hay más víctima que el verdugo.
Imaginen pensar que un policía o un soldado haciendo su trabajo en su país es mínimamente comparable a una fuerza invasora levantando ‘checkpoints’ con licencia para matar. Imaginen que puede haber parecido alguno entre solo tener que preocuparse por llevar la documentación encima en un momento de excepcionalidad y cargar a diario con síndrome de estrés postraumático tras dos décadas de violencia incesante. Que un estadounidense tenga miedo de su propio sistema y contrato social, no es ni remotamente equiparable a ser un iraquí que ve cómo la aviación de un país extranjero destruye su ciudad, cómo las bombas mutilan a sus familiares, cómo cada bala acaba con sus proyectos vitales y cómo toda una generación venidera nace con problemas y malformaciones por el uranio utilizado por EE.UU. durante la invasión. Es triste, pero también miserable, igualar un Estado ejerciendo el monopolio del poder en su territorio con una invasión salvaje que destruya la vida de sus nativos. Pero sobre todo es mezquino hacer esta trivialización del dolor de la víctima cuando tu país es el verdugo y tú quien justifica los crímenes.
Decía Edward Said que el orientalismo permite, mediante los prejuicios eurocéntricos, justificar la dominación de los árabes y musulmanes durante el colonialismo, pero también después. Hoy, dentro del falso progresismo occidental todavía perdura ese orientalismo que además adopta formas más perversas. Y así, todos los males endémicos de nuestra sociedad decadente, individual y apática tienen que encontrar su reflejo en Oriente. El autoritarismo, la corrupción o la violencia en los países occidentales siempre tienen que encontrar su reflejo en Oriente. Los males de Reino Unido encuentran su reflejo en Irak, los de Francia en Siria, los de EE.UU. en Afganistán… y esto no es algo ajeno a España, donde hay quienes buscan el reflejo de todos sus males en Oriente, borrando todo el contexto y la historia que hay detrás.
Y así, hoy en España hay quienes tienen la poca vergüenza de comparar a sus rivales político-ideológicos no con líderes corruptos o autoritarios, sino directamente con ISIS, responsable del genocidio yazidí y crímenes tan aberrantes como asesinar a más de 1.400 chiíes en un único día. Hay quienes comparando a sus rivales político-ideológicos con ISIS, tienen la poca vergüenza de equiparar su activismo de teclado, café y sofá con la guerra, con el sacrificio de miles de hombres y mujeres que regaron con su sangre el camino que condujo a la destrucción del califato.
Pero esta equiparación, además, es sangrante porque iguala problemas minoritarios que se gestan y desarrollan en Europa con problemas graves en Oriente Medio que se gestan por contradicciones propias, pero cobran fuerza con la intervención extranjera. Porque ISIS no aparece de repente. Porque ISIS no son cuatro fanáticos con discursos de odio. ISIS cobra fuerza cuando Reino Unido, EE.UU. y España –sí, la España de Jose María Aznar– destruyen Irak dejando un Estado ingobernable en el que la insurgencia suní y la vieja guardia del baaz cobran fuerza. Una insurgencia que salta a Siria cuando por intervención extranjera el país queda arrasado. Comparar los males endémicos de una sociedad occidental desnortada con los males de una sociedad destruída por las bombas de quienes en Occidente llegan a creerse víctimas de sus propias fantasías es algo para lo que no hay calificativo positivo alguno.
El mundo ya se ha convertido en un teatro en el que la realidad a menudo es ajena a la función. Una función escrita por una sociedad tan acomodada en la seguridad de Occidente que es incapaz de asumir que tiene contradicciones internas y males endémicos, propios, y que la existencia de estos no se deben a un mundo de buenos y malos ni a la importación de ideas perversas; se debe a la existencia misma de la sociedad. Y en este espectáculo de lo grotesco, los verdugos osan presentarse como víctimas frente a un público encerrado en una burbuja que le impide ver el mundo a su alrededor. Pero el teatro no es más que una quimera. Ni el ejército en las calles es equiparable a la realidad de Faluya, ni ISIS es como un enemigo político, y es que quienes repiten esta mentira y se creen luchadores de algo, carecen de la dignidad, el coraje y la entereza de quienes en zona de guerra miran –a diario– a la muerte de frente.