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En la medida en que crecen, las migraciones imponen nuevos parámetros para la dignidad humana: acceso igualitario a las riquezas para quien vive en el Sur y ciudadanía internacional para quien va o viene

Inmigrantes: Fuera de lugar

Fuentes: Jornal dos Engenheiros

Estimaciones de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) hablan de 175 millones de inmigrantes alrededor del mundo -algo como todo Brasil migrando. El número creció abruptamente: en 1960 eran 76 millones. Fenómeno tal vez sea tan antiguo como la propia humanidad, la migración de fines del siglo XX e inicios del XXI, tiene características […]

Estimaciones de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) hablan de 175 millones de inmigrantes alrededor del mundo -algo como todo Brasil migrando. El número creció abruptamente: en 1960 eran 76 millones. Fenómeno tal vez sea tan antiguo como la propia humanidad, la migración de fines del siglo XX e inicios del XXI, tiene características particulares. En primer lugar, denota un camino inverso al de las migraciones de fines de 1800. El flujo se da principalmente, del Sur hacia el Norte. Europa, antes exportadora de mano de obra, se tornó el destino de latinoamericanos, africanos y asiáticos que huyen del desempleo, miseria o conflictos violentos. Estados Unidos sigue siendo una especie de El Dorado para todos. Sólo allí, viven cerca de 40 millones, gran parte oriunda de América Latina, especialmente de México.

Otro punto característico de la actualidad es la xenofobia de quien prueba suerte en tierras extranjeras. «Nunca hubo una resistencia tan grande a los inmigrantes. Eso se da por el nivel de desigualdad al cual llegamos, que lleva a que los países que acumularon ventajas con el sistema actual busquen defender su situación privilegiada», analiza el obispo Don Luiz Demétrio Valentim, presidente del Servicio Pastoral de los Inmigrantes de Brasil (SPM por sus siglas en portugués).

Ciudadanía Universal

Este abismo existente entre las condiciones de vida en las naciones centrales y en las periféricas y la falta de solidaridad que lo perpetúa, fue uno de los aspectos señalados por Don Demetrio durante el Foro Social de las Migraciones, realizado por el SPM en Porto Alegre, en enero, en las vísperas de la quinta edición del Foro Social Mundial. En contraposición, defiende la «ciudadanía internacional». «Es necesaria una postulación ética que reconozca a todos, independientemente de donde se haya nacido, como miembros de la humanidad, ciudadanos del mundo. Esa será la base para que los inmigrantes puedan exigir su dignidad y sus derechos», propone. Más que un llamado a la tolerancia, él sugiere una base de comparación bastante práctica: «Existe el libre derecho de circulación de los capitales. ¿Por qué no se establece una relación mínima entre eso y la circulación de los trabajadores?. Quien emite una moneda que es aceptada en todo el mundo, como Estados Unidos, debería abrir las puertas de su economía.»

También concuerda con la tesis, Luiz Bassegio, de la Secretaría Continental del Grito de los Excluidos y uno de los organizadores del evento del SPM. «El fenómeno migratorio señala la necesidad de repensar el mundo, ya no basado en la competitividad, sino en la solidaridad; no en base a la concentración, sino en la redistribución; no en el cierre de las fronteras, sino en una ciudadanía universal. En fin, un mundo basado no en el consumo desenfrenado, sino en una sociedad sostenible, donde haya lugar y vida digna para todos», pondera él en un artículo publicado en Planeta Porto Alegre.

El sociólogo George Martine va mas allá y, más que un derecho, ve a las migraciones como un hecho positivo y una forma de buscar el desarrollo. «Eso es visto como problema por una inconsistencia entre el discurso y la práctica liberal. Todos los años, los inmigrantes remiten US$ 100 billones a sus países. En 2003, según el BID ( Banco Interamericano de Desarrollo), sólo los de América Latina y el Caribe enviaron US$ 38 billones para sus países de origen», informó. Teniendo en cuenta la relevancia de esa ganancia para las naciones que la reciben, él propone que éstas contribuyan para que el así llamado mundo sin fronteras, lo sea también para las personas.

La dominicana Mónica Santanta, miembro del Centro de Trabajadores Latinos, de Nueva York, hace eco de la defensa de la libre circulación de los ciudadanos. «La movilidad humana nunca va a terminar, es parte de la historia. Por eso, es necesario trabajar para que haya leyes que eliminen la explotación del trabajo y combatan el racismo». Ella recuerda la contradicción de los países que viven la escasez de mano de obra, pero temen la «invasión» de los extranjeros, y los discriminan. » En Estados Unidos, el promedio de edad de la población, ya alcanzó los 50 años. El derecho a jubilación subió de 62 a 65 años; y puede ser aumentado a 70 años. Eso demandará trabajo de inmigrantes que deben tener las mismas condiciones ofrecidas a los nativos.»

A esa propuesta, se opone en el caso específico de Estados Unidos, el pensamiento conservador, hoy más en boga que nunca, con la reelección de George W. Bush. «En el ámbito político, existe la percepción de que el inmigrante es un invasor, que viene a destruir el medioambiente, que es un delincuente. Ese pensamiento siempre existió, pero ahora es muy fuerte. Y, aún más peligroso, se comienza a legislar de acuerdo a este ideario: en 2001, la ley de inmigración fue todavía más endurecida», constata Mónica. Los defensores de la «América para los Americanos», como si el continente ya les perteneciera, alegan también que los inmigrantes representan gastos para el Estado. «Eso no es verdad por que los indocumentados no tienen acceso a los servicios públicos, excepto al atención medica de emergencias. Un estudio hecho en un Estado de la Costa Oeste mostró que ellos aportaban a los cofres públicos US$ 90 millones y recibían en servicios US$ 9 millones. Pero la retórica es que son saqueadores, que las mujeres van al país para tener hijos».

Ella también señala la gran ironía que permea esa intolerancia: «Diversos políticos del Partido Republicano, que ocupan puestos importantes en la actual administración, tuvieron que renunciar porque en sus fichas constaba la contratación de mano de obra ilegal, lo que es una infracción. Eso muestra la hipocresía de un país que necesita del inmigrante, pero que lo rechaza».

Islas de Prosperidad

El discurso es ciertamente incontestable, pero no elimina otros aspectos de la inmigración, que no siempre es voluntaria. «No ayuda mucho cuando tratamos este fenómeno como algo natural. Debemos explicarlo a partir de la sociedad en la cual vivimos, el capitalismo caracterizado por el economicismo real», teoriza el filósofo alemán Robert Kurz. De esta forma, resalta, los flujos de mano de obra se dan entre países o dentro de una misma nación – como el tradicional flujo del Nordeste brasilero hacia el Sudeste o las enormes olas migratorias de China en dirección a los lugares donde se desarrolla el agro-negocio exportador – porque las personas se ven obligadas a buscar su sustento en las «islas de prosperidad rodeadas de océanos de economías desvastadas». Agrega, que la tragedia es que el capitalismo de la era de los micro-electrónicos no absorbe más esa mano de obra y no tiene condiciones de garantizarles la subsistencia. «Aquello que fue la tercera revolución industrial terminó con diversos puestos de trabajo y generó lo que se llama desempleo estructural en Europa. En todos los países del mundo, regiones enteras se vuelven zonas muertas». Por lo tanto, advierte, hay poco que hacer a favor de los inmigrantes si se mantiene el sistema que genera tal situación.

La explosión de las migraciones en las últimas décadas, concuerda Mónica Santana, acompaño la implementación de políticas neoliberales. «Esos flujos se agudizaron cuando se dio la globalización de los mercados y la libre circulación de los capitales financieros. Por eso, existe la urgencia de tener políticas que combatan la pobreza y la dependencia en el continente», defiende.

Los Sin papeles

Mientras que no se encuentran salidas para la miseria en la que viven las poblaciones que nacieron en la parte errada del mundo y tampoco se escucha el llamado ético para que los seres humanos tengan derechos reconocidos en cualquier parte, se mantiene el siniestro cuadro de la clandestinidad. La víctima de esa situación es el inmigrante ilegal, como lo denomina el status quo, o indocumentado, como quieren las organizaciones que lo asisten. Completamente vulnerable, se convierte en fuente de lucro fácil para una red articulada, que incluye los coyotes, aquellos que ponen a los inmigrantes del otro lado de la frontera, las autoridades policiales que se dejan corromper y los empleadores que los explotan. «En ese caso, los problemas son generalmente la falta de pago, jornada excesiva de trabajo y acoso sexual en el lugar de trabajo», cuenta Mónica, que orienta a los inmigrantes en Estados Unidos. Pero también hay otros que se aprovechan de la situación. «Hay abusos por parte de los que alquilan departamentos, que cobran más de lo debido, no hacen mantenimiento de los edificios, no proveen calefacción.»

Dicha situación, no es un privilegio de aquellos que cruzan la frontera de México, sino que se repite también dentro de América Latina. Sufren, por ejemplo, nicaragüenses en Costa Rica, y como fue destacado recientemente por los medios brasileros, los bolivianos en Brasil. Reclutados generalmente en la región de El Alto, en La Paz, ellos van, en gran medida hacia la ciudad de São Paulo y ya se tornaron una imprescindible fuerza de trabajo en la industria textil de la metrópolis. «Existe todo un campo minado en São Paulo, que es el de la explotación. Quien mira las vitrinas de Bras, Bom Retiro o Pari, no se da cuenta del sudor, sangre y sacrificio, dolor que fue necesario para producir aquellas ropas. El mundo del glamour de la Fashion Week que mueve millones de dólares, esconde frecuentemente la explotación de la mano de obra boliviana», atestigua el Padre Roque Patussi, del Servicio Pastoral de los Inmigrantes, en la capital paulista.

Esclavitud Fashion

Ellos se concentran en los barrios centrales e invariablemente realizan jornadas de trabajo que comienzan a las 7 horas y van hasta las 22 horas, de lunes a viernes. Los sábados, el trabajo termina al medio día. Por tanto esfuerzo, quien «trabaja bien», consigue facturar R$ 800 por mes. Casa y oficina de costura están en el mismo lugar, para disminuir costos y evitar la dispersión. A lo largo del día, hay tres cortos intervalos para desayuno, almuerzo y cena.

Aunque asombre a quien tiene empleo con derechos laborales garantizados, ese no es el peor de los mundos para los bolivianos, que, en muchos casos, viven en condición de esclavos. Traficantes de mano de obra los traen por la frontera de Corumbá respondiendo a los pedidos de los dueños de los talleres en São Paulo – la mayoría también bolivianos, que venden las piezas listas a los coreanos propietarios de los negocios. «En esos casos, primero ellos toman los documentos de la persona. Después, seis meses de salario por haberlos traído. Y son obligados a otro período igual de trabajo sin recibir pago, para descontar el alquiler de la máquina, alojamiento, comida, luz, agua y teléfono», cuenta el Padre Roque.

Cerca de 10% de los bolivianos en São Paulo viven sometidos al cautiverio y esclavitud, según la asesora jurídica de la Pastoral, Ruth Camacho, que estima el contingente paulista en no más de 50 mil – estadísticas inciertas señalan hasta 200 mil. En esos casos, el horror va mucho más allá de la super-explotación del trabajo. «Los lugares de trabajo y alojamiento son minúsculos e insalubres. Cada uno ocupa poco más de un metro, separados por biombos. Tienen una colchoneta, sobre la cual duermen cuando termina el trabajo. Se respira polvo las 24 horas, lo que genera problemas de salud como la tuberculosis, que ya es común entre los bolivianos», describe el Padre Roque. Entre las escenas más ultrajantes está la que le relató un miembro del Ministerio Público. «Esta persona entró en la casa en la cual habría trabajo esclavo según denuncias, pero estaba todo en perfecto orden. Buscó todo y no encontró nada. Cuando estaba por salir, sintió mal olor saliendo del piso y vio como una puerta. Al abrirla vio a más de 40 personas trabajando, hirviendo allí abajo. No había baño, y la comida, así como las piezas a ser cosidas bajaban por una cuerda. Estaban literalmente atrapados».

Discriminación

Cuando la policía federal descubre estas situaciones, a los responsables se les establece una demanda, y los bolivianos son deportados. Por eso mismo, obviamente, las denuncias son raras y el miedo es constante. La solución para los inmigrantes, está en la legalización, lo que en Brasil sólo es posible por medio del casamiento o con un hijo nacido en el país – siendo esta última la opción más frecuente ya que raramente hay uniones con brasileros. Eso genera otro drama, atestigua el Padre Roque. «Luego de conseguir los documentos, los padres se miran el uno al otro y se dicen: ‘que vamos a hacer con este niño?’. La mujer termina siendo abandonada con el niño que sólo le interesaba al padre para legalizarse». A causa de esto, y también por la difícil integración con los brasileros, que, a pesar de su propio mestizaje, frecuentemente ridiculizan los trazos indígenas de los bolivianos, los jóvenes extranjeros viven a un paso de la marginalidad. «No son aceptados, no pueden frecuentar escuelas, no tienen perspectiva. Terminan rebelándose y formando bandas, que son agresivas para la propia comunidad.»

Una forma menos complicada de permanecer legalmente en Brasil son las amnistías, eventualmente concedidas por el Gobierno. Júnior*, que está hace seis años en Brasil, se benefició de esa opción, después de haber cruzado la frontera con visa de turista. Técnico dentario en su tierra natal, decidió partir cuando escuchó decir que ganaría más en los talleres de costura. «Conseguí el dinero del pasaje y vine con la mochila y la esperanza en la espalda», contó, mientras que aprovechaba sus pocas horas de ocio en la Plaza Kantuta, punto de encuentro dominical de los bolivianos. A pesar de que ya tiene su Registro Nacional del Extranjero, no pretende quedarse en tierras brasileras; volver a Bolivia, en una situación política y económica cada día más crítica tampoco es una opción. «Aquí ya hay demasiados inmigrantes y los precios están cayendo. Pretendo ir a Londres, para donde ya fueron otros colegas», declara preparándose para encarar otra saga para sobrevivir.

En «Sin noticias de Dios», producción de 2001 dirigida por Agustín Diaz Yanes, cielo e infierno disputan las almas de los pobre humanos cuya muerte es inminente. A las tierras del diablo, se destinan evidentemente aquellos que en la vida cometieron grandes pecados. Así, es inevitable que vaya a golpear las puertas del vice-presidente del Fondo Monetario Internacional. Para pagar por sus errores, él es condenado a pasar la eternidad como un inmigrante ilegal. «Sin documentos, sin empleo…» le advierte el representante de Satanás. Aún sin el currículo del poderoso tecnócrata (ejemplarmente castigado en la comedia española), millones de trabajadores alrededor del mundo enfrentan en la vida real esas condiciones. Conocen el suplicio de la discriminación, la ausencia de derechos básicos, la super-explotación de su mano de obra y el temor de ir presos, deportados y enviados de vuelta para una realidad aún más miserable.

Traducción de Maité Llanos