Es posible que este año de 2008 recién iniciado vea el nacimiento de un nuevo Estado independiente en Europa. Buena parte de quienes dirigen la política internacional, sea en Estados Unidos, la Unión Europea o las Naciones Unidas, dan por hecho que es la única solución, o simplemente la menos mala, al conflicto que afecta […]
Es posible que este año de 2008 recién iniciado vea el nacimiento de un nuevo Estado independiente en Europa. Buena parte de quienes dirigen la política internacional, sea en Estados Unidos, la Unión Europea o las Naciones Unidas, dan por hecho que es la única solución, o simplemente la menos mala, al conflicto que afecta a Kosovo. Teóricamente es una región de Serbia; en la práctica y desde hace años un protectorado internacional separado de facto del Estado del que formaba parte.
Lo incómodo del asunto es que, con arreglo al derecho internacional, la razón está de parte de quienes se oponen a la independencia, es decir, Serbia y Rusia. La integridad territorial está garantizada por diversas normas. Entre ellas, la Resolución 2625 (XXV), de 24 de octubre de 1970, de la Asamblea General de la ONU sobre principios de Derecho Internacional que afirma solemnemente que «todo intento de quebrantar parcial o totalmente la unidad nacional y la integridad territorial de un Estado o país o su independencia política es incompatible con los propósitos y principios de la Carta» (de las Naciones Unidas), o que «la integridad territorial y la independencia política del Estado son inviolables«.
Para los miembros de la Unión Europea partidarios de reconocer la independencia de Kosovo y que están tentando a Serbia a pasar por el aro con la promesa de una futura adhesión, resulta espinoso aplicar a otros lo que no quieren para sí. El artículo 3 bis del Tratado de la Unión, tal como queda tras el Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de 2007 (y que no hace sino recoger el contenido del artículo I-5 de la nonata Constitución europea) dispone que la Unión «respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial«.
Se trata de un caso más entre tantos que ponen de manifiesto la crisis del paradigma que ha presidido las relaciones internacionales. Relaciones denominadas así, precisamente, porque se basan en la idea nacional. La concepción de que la humanidad se organiza naturalmente en diversas naciones soberanas, independientes, indisolubles y con un territorio propio inviolable. Idea que se manifiesta, por decirlo en forma simplificada, en dos tipos de nacionalismos.
De un lado, los nacionalismos estatales que, de acuerdo con el modelo de la Revolución Francesa, consideran como nación a la comunidad humana organizada en un Estado soberano, al margen de si esa comunidad está dotada de unidad lingüística, cultural, religiosa o étnica. Estos nacionalismos son básicamente los que han elaborado el Derecho Internacional y los que están más interesados en garantizar la integridad territorial de los Estados. El caso de Kosovo pone en solfa las normas internacionales y resulta un peligroso precedente porque en el futuro puede ser invocado por los nacionalismos secesionistas que existen en la mayoría de los Estados. Se trata de un caso extremo donde el pragmatismo, la constatación de que la permanencia de Kosovo dentro de Serbia aboca casi inevitablemente a la prolongación de las guerras étnicas que han asolado la antigua Yugoslavia los últimos lustros, aconseja renunciar a los principios. La realidad invita a plegarse a lo que desea la mayoría de la población kosovar y a hacer la vista gorda a que las resoluciones de las Naciones Unidas que han establecido una administración internacional en Kosovo lo hacían reafirmando el principio de integridad territorial y la soberanía de la antigua Yugoslavia (sucedida por la actual República de Serbia).
Pero aunque ya hay algunos nacionalistas, de los que se autodenominan de «naciones sin Estado», saltando de alegría ante la posibilidad de que se abra la puerta al nacimiento de un nuevo Estado europeo, el caso de Kosovo también supone la negación de los principios defendidos por los nacionalismos secesionistas. Éstos suelen justificar el derecho a la independencia en la previa existencia de una nación. Su concepto de nación no se basa, como en los nacionalismos estatales, en una comunidad humana organizada en un Estado soberano, sino en una comunidad que «debe» organizarse en un Estado soberano en razón de determinadas características étnicas, lingüísticas, culturales o históricas. Es su naturaleza previa como nación la que fundamenta la exigencia de contar con un Estado propio (aunque conseguido éste reclamará también su derecho a la integridad territorial o, como lo denominan algunos por aquí, a «la territorialidad»).
Pues bien, de ninguna de las maneras puede defenderse que Kosovo sea una «nación sin Estado». Kosovo nunca ha sido una nación. Ha sido un territorio fronterizo carente de unidad étnica, lingüística, cultural o religiosa (y de ahí vienen sus problemas). Tampoco ha constituido nunca un territorio soberano; su unidad política, como una provincia autónoma, sólo existió dentro de Yugoslavia a partir de 1945. No ha existido (hasta ahora, nunca es tarde para crearlo) un nacionalismo kosovar. La mayoría de los habitantes de Kosovo se han considerado a sí mismos como serbios o como albaneses, parte de la nación serbia o de la nación albanesa.
No creo que las ideas nacionalistas que han presidido la construcción de los Estados en los últimos dos siglos vayan a desaparecer en breve. Pero el caso de Kosovo no es sino una de las muchas quiebras del paradigma vigente que, antes o después, llevarán a formular otros principios en las relaciones internacionales. Principios no basados en la soberanía y la independencia, sino en la codependencia y en la cooperación. No en la integridad territorial inviolable como límite al derecho de autodeterminación, sino en la libre determinación de las comunidades humanas como fundamento de la unidad política. No en la homogeneidad nacional o étnica sino en la pluralidad en el seno de los Estados. No en la nacionalidad de cada persona como base de sus derechos, sino en la igualdad de derechos de todos los ciudadanos del mundo en cualquier lugar de éste.