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La contención de China

Fuentes: Znet

Traducido del inglés para Rebelión y Tlaxcala por Bárbara Maseda y revisado por Caty R.

Lenta pero certeramente está siendo desvelada la gran estrategia de la administración Bush. Una estrategia que no está precisamente dirigida a la derrota del terrorismo mundial, ni a la desactivación de «Estados villanos», o a esparcir la democracia en el Medio Oriente. Puede que estos puntos dominen el escenario retórico y sean el centro de preocupación inmediata, pero no determinan las decisiones clave respecto a la asignación a largo plazo de recursos militares. El objetivo verdaderamente imponente, la razón oculta de los presupuestos y despliegues de tropas, es la contención de China. Este objetivo determinó la planificación de la Casa Blanca durante los primeros siete meses de la administración Bush en el poder y se puso a un lado sólo por la obligación adquirida de resaltar el antiterrorismo después del 11 de septiembre; pero ahora, a pesar de la obsesión de Bush con Iraq e Irán, la Casa Blanca está también recalcando su primordial interés en China, arriesgándose en una nueva carrera armamentista asiática con consecuencias potencialmente catastróficas.

El presidente Bush y sus principales ayudantes ingresaron en la Casa Blanca a principios de 2001 con un objetivo estratégico claro: resucitar la doctrina de la dominación permanente explicada detalladamente en la Orientación de Planificación de la Defensa (DPG) para los años fiscales 1994-99, la primera declaración formal de objetivos estratégicos estadounidenses en la era post-soviética. Según la versión oficial inicial de este documento, según se filtró en la prensa a principios de 1992, el objetivo primario de la estrategia estadounidense sería obstruir el surgimiento de cualquier competidor futuro que pudiera desafiar la aplastante superioridad militar de Estados Unidos.

«Nuestro primer objetivo es prevenir el resurgimiento de un nuevo rival… que represente una amenaza del tipo que anteriormente fue la Unión Soviética», planteaba el documento. Por lo tanto, «intentaremos [es obligatorio] por todos los medios impedir que ningún poder hostil domine una región cuyos recursos, bajo un control consolidado, fueran suficientes para proporcionarles poder global.»

Cuando esta doctrina fue hecha pública inicialmente, recibió la condena de los aliados de Estados Unidos y de muchos líderes nacionales, por ser inaceptablemente imperial e imperiosa, lo cual obligó al primer presidente Bush a suavizarla; pero la meta de perpetuar el estatus de Estados Unidos como superpotencia exclusiva nunca ha sido rechazada por los estrategas de la administración. De hecho, se volvió inicialmente al abarcador principio de la política militarista estadounidense cuando el Bush más joven asumió la presidencia en febrero de 2001.

El objetivo: China

Cuando la doctrina de dominación permanente fue enunciada por primera vez en 1992, no se especificaba en ella la identidad de los futuros retadores cuyo levantamiento debía ser prevenido mediante acciones coercitivas. En ese momento, los estrategas estadounidenses se preocupaban por una mezcla de rivales potenciales, que incluía a Rusia, Alemania, la India, Japón y China; cualquiera de éstos, se pensaba, podría surgir en décadas venideras como posibles superpotencias, y por lo tanto habría que disuadir a todos de tomar tal dirección. Sin embargo, cuando la segunda administración Bush asumió el poder, en el pensamiento élite el grupo de rivales potenciales se había reducido a sólo uno: la República Popular China. Sólo China, se determinó, poseía la capacidad económica y militar para desafiar a Estados Unidos en calidad de aspirante a superpotencia; y por lo tanto, la perpetuación del predominio global de EEUU dependía de la contención del poder chino.

El imperativo de frenar a China fue expuesto por primera vez en detalle de una manera sistemática por Condoleezza Rice cuando ejercía como asesora de política exterior del entonces Gobernador George W. Bush, durante la campaña presidencial del año 2000. En un artículo hipercitado en las Relaciones Exteriores, ella sugirió que la RPCh, como un ambicioso poder en ascenso, desafiaría inevitablemente los intereses vitales de EEUU «China es una gran potencia con intereses vitales irresueltos, particularmente en lo que respecta a Taiwán», escribió. «A China también le molesta el papel de Estados Unidos en la región Asia-Pacífico.»

Por estas razones declaró: «China no es una potencia «statu quo», sino una que desearía alterar el equilibrio de fuerzas en Asia en su propio favor. Solamente eso la convierte en un competidor estratégico, no es un ‘compañero estratégico’ como la definió la administración Clinton en una ocasión.» Era esencial, argumentó ella, adoptar una estrategia que previniese el surgimiento de China como poder regional. En particular, «Estados Unidos debe profundizar la cooperación con Japón y Corea Sur y debe mantener su dedicación a una férrea y robusta presencia militar en la región. Washington también debe prestar mayor atención al papel de la India en el equilibrio regional», e involucrar a ese país en un sistema de alianza anti-china.

Si se mira hacia atrás, es sorprendente cómo este artículo transformó esa doctrina de no-permitir-competidores, introducida en el DPG de 1992, en la mismísima estrategia que actualmente implementa la administración Bush en el Pacífico y en el sur de Asia. Muchas de las políticas específicas por las que aboga en su artículo, desde el fortalecimiento de los lazos con Japón hasta los acercamientos hacia la India, se están llevando a cabo hoy.

Sin embargo, durante la primavera y el verano de 2001, el saldo más significativo de este centro de atención estratégico fue la distracción de Rice y de otros altos funcionarios de la administración respecto a la amenaza creciente de Osama bin Laden y Al Qaeda. Durante sus primeros meses en la oficina como asesora principal del presidente en asuntos de seguridad nacional, Rice se dedicó a llevar a cabo el plan que había expuesto en Relaciones Exteriores. Sus principales prioridades en esa primera etapa fueron disolver el Tratado de Misiles Antibalísticos con Rusia y reunir a Japón, Corea del Sur y Taiwán en un sistema conjunto de defensa antimisiles que, se esperaba, evolucionaría finalmente hacia una alianza anti-china afín al Pentágono.

Richard A. Clarke, el asesor mayor de la Casa Blanca en la guerra contra el terrorismo alegó que esta preocupación de Rice por Rusia, China, y otros países poderosos, acarreó la subvaloración de los avisos de un posible ataque de Al Qaeda contra Estados Unidos y así descuidó el inicio de acciones defensivas que podrían haber evitado los hechos del 11 de septiembre. Aunque Rice sobrevivió al duro interrogatorio de la Comisión 11/9 sin admitir cuan exactas eran las acusaciones de Clarke, cualquier historiador cuidadoso en busca de respuestas acerca del inexcusable fracaso de la administración Bush en la toma de atención a las alertas sobre un potencial ataque terrorista en ese país, debe empezar por su gran atención dedicada a la contención de China durante ese período crítico.

China en segundo plano

Después del 11 de septiembre, habría sido inapropiado para Bush, Rice y otros altos funcionarios de la administración precipitar sus planes sobre China y entonces cambiaron el centro de atención rápidamente hacia un objetivo largamente abrazado por los neoconservadores: el derrocamiento de Saddam Hussein y la proyección del poder estadounidense a lo largo del Medio Oriente. Así la «guerra global contra el terrorismo» (o GWOT, en jerga del Pentágono) se volvió su principal punto de discusión y la invasión a Iraq su primordial centro de atención. Pero la administración nunca perdió de vista completamente su interés estratégico en China, incluso cuando había poco que pudiera hacer respecto al asunto. De hecho, la guerra relámpago contra Iraq y la posterior proyección del poder estadounidense en el Medio Oriente fueron pensadas, al menos en parte, como una advertencia a China del abrumador poderío del ejército estadounidense y de la inutilidad de desafiar la supremacía de EEUU.

Durante los dos años siguientes, mientras tantos esfuerzos se dedicaban a reconstruir Iraq a imagen y semejanza de EEUU y a aplastar una inesperada y potente insurrección iraquí, no se pasaba por alto el incremento de la inversión china en modernas capacidades militares y su creciente alcance económico en el Sudeste Asiático, África y América Latina, la mayor parte de éste vinculado a la obtención de petróleo y otros artículos vitales.

Para la primavera de 2005, la Casa Blanca ya estaba retornando a la gran estrategia global de Rice. El 4 de junio de 2005, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld dio un muy publicitado discurso en un congreso en Singapur, donde marcó lo que vendría a ser un nuevo énfasis en la formulación de políticas de la Casa Blanca, al condenar la acumulación militarista china en proceso y advirtió de la amenaza que esto representaba para la paz y la estabilidad regional.

China, declaró, estaba «expandiendo sus misiles, permitiéndoles alcanzar objetivos en muchas áreas del planeta (y) perfeccionando sus capacidades para proyectar poderío» en la región de Asia-Pacífico. Entonces, con una falta de candidez sublime, agregó: «Ya que ninguna nación amenaza a China, uno debe preguntarse: ¿Por qué esta inversión creciente? ¿Por qué estas grandes y continuas compras de armas? ¿Por qué estos fuertes despliegues continuos?» Aunque Rumsfeld no dio respuesta a sus preguntas, era obvia la inferencia: China estaba andando en una ruta que la llevaría a ser un poder regional, y por tanto amenazaba con representar un día un desafío para Estados Unidos en Asia, en inaceptables condiciones de igualdad.

Esta primera señal dada por un aumento de la retórica anti-china vino acompañada por actos de una naturaleza más concreta. En febrero de 2005, Rice y Rumsfeld organizaron un encuentro en Washington con altos funcionarios japoneses en el cual fue firmado un acuerdo para mejorar la cooperación en asuntos militares entre los dos países. Conocido como «Declaración Conjunta del Comité Consultivo de Seguridad EEUU-Japón», el acuerdo instaba a una mayor colaboración entre las fuerzas estadounidenses y japonesas en la conducción de operaciones militares en el área que se extiende desde el nordeste de Asia hasta el Mar de China Meridional. También apelaba a estrechas consultas sobre las políticas respecto al Taiwán, una indirecta implícita de que Japón estaba listo para ayudar a Estados Unidos si se diera un enfrentamiento militar con China, que se desataría en caso de una declaración de independencia por parte de Taiwán.

Esto sucedió en un momento en que Pekin ya estaba expresando su considerable alarma acerca de movimientos pro-independentistas en Taiwán, y acerca de lo que China consideró como una reanimación del militarismo en Japón, evocando así recuerdos dolorosos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón invadió China y cometió enormes atrocidades contra los civiles chinos. Entonces, como es comprensible, el acuerdo sólo podría interpretarse por parte de la dirigencia china como una expresión de la determinación de la administración Bush de edificar un sistema de alianza anti-china.

El Nuevo Gran Tablero de Ajedrez

¿Por qué la Casa Blanca escogió este momento en particular para revivir su esfuerzo de contener a China? Sin duda muchos factores influyeron en este viraje, pero ciertamente el más significativo fue la percepción de que China había emergido finalmente como un poder regional mayor por derecho propio y había empezado a competir con la prolongada supremacía de EEUU en la región de Asia-Pacífico. Hasta cierto punto esto fue manifestado -así lo señaló el Pentágono- en términos militares cuando Pekin empezó a reemplazar las armas tipo soviético de la guerra-vendimia coreana por modelos rusos más modernos (pero aún lejos de ser de última generación).

No fueron sin embargo, los movimientos del ejército chino los que alarmaron realmente a los políticos estadounidenses -la mayoría de los analistas profesionales es perfectamente consciente de la calidad todavía inferior del armamento chino- sino el éxito de Pekin para establecer lazos amistosos con tradicionales aliados de EEUU, tales como Tailandia, Indonesia y Australia a través del uso de su poder adquisitivo y voracidad de recursos. Debido a que la administración Bush había hecho poco para enfrentarse a esta tendencia mientras estaba centrada en la guerra en Iraq, los rápidos progresos de China en el Sudeste Asiático comenzaron finalmente a hacer sonar señales de alarma en Washington.

Al mismo tiempo, los estrategas republicanos aumentaban su preocupación respecto a la creciente presencia china en el Golfo Pérsico y en Asia Central -áreas consideradas de importancia geopolítica vital para Estados Unidos debido a las inmensas reservas de petróleo y gas natural allí localizadas-. Estos estrategas perseguían contrarrestar los avances chinos, siguiendo mayormente las ideas de Zbigniew Brzezinski cuyo libro de 1997, The Grand Chessboard: American Primacy and Geostrategic Imperatives (El Gran Tablero de Ajedrez: la primacía Norteamericana e Imperativos geoestratégicos) señalaba en primer lugar la importancia suprema de Asia Central. Aunque el mismo Brzezinski ha sido excluido ampliamente de los círculos de elite Republicanos debido a su asociación con la muy despreciada administración Carter, su concepción de un avance coordinado de EEUU para dominar los territorios orientales y occidentales fronterizos de China, ha sido aplaudida por los principales estrategas de la administración.

De esta forma, la preocupación de Washington por la influencia china en aumento en el Sudeste Asiático, ha venido a entrelazarse con el esfuerzo estadounidense por la hegemonía en el Golfo Pérsico y Asia Central. Esto ha dado a la política de China una significación aún mayor en Washington, y contribuye a explicar su apasionada reaparición a pesar de las aparentemente abrumadoras preocupaciones de la guerra en Iraq.

Cualquiera que sea el equilibrio exacto de factores, la administración Bush está ahora evidentemente inmersa en un esfuerzo sistemático coordinado por contener el poder chino e influir en Asia. Este esfuerzo parece tener tres amplios objetivos: convertir las relaciones existentes con Japón, Australia, y Corea Sur en un fuerte e integrado sistema de alianza anti-china, atraer a otras naciones, sobre todo a la India, a este sistema y extender las capacidades militares estadounidenses en la región Asia-Pacífico.

Desde que la campaña de la administración para reforzar los lazos con Japón comenzó hace un año, los dos países han estado reuniéndose continuamente con el objetivo de crear protocolos para la aplicación de su acuerdo estratégico de 2005. En octubre, Washington y Tokio lanzaron el Informe de Transformación y Reordenación de la Alianza, que guiará la venidera extensa integración de las fuerzas estadounidenses y japonesas en el Pacífico y la reestructuración simultánea del sistema de bases estadounidenses en Japón. (Algunas de estas bases, sobre todo las de Okinawa, se han vuelto una fuente de fricción en las relaciones EEUU-Japón, por lo que ahora el Pentágono está considerando la manera de reducir las instalaciones más perturbadoras). Funcionarios japoneses y estadounidenses también están comprometidos en un estudio conjunto de «interoperabilidad», dirigido a allanar el camino a la interfaz de los sistemas de comunicación y combate entre EEUU y Japón. «Una cercana colaboración para la defensa antimisiles también está en marcha», informó el almirante William J. Fallon, Comandante en Jefe del Comando Norteamericano del Pacífico (PACOM).

También se han dado pasos en la campaña actual para anexionar a Corea del Sur y a Australia más sólidamente a la alianza EEUU-Japón. Corea del Sur ha estado durante largo tiempo renuente a trabajar junto a Japón debido a la brutal ocupación por parte de ese país de la península coreana entre 1910 y 1945 y a persistentes temores hacia el militarismo japonés; ahora, sin embargo, la administración Bush está promoviendo lo que denomina «cooperación militar trilateral» entre Seúl, Tokio, y Washington. Como indicó el almirante Fallon, esta iniciativa tiene una dimensión explícitamente anti-china. Los vínculos de EEUU con Corea del Sur deben adaptarse al «variable ambiente de seguridad» que representa la «modernización del ejército de China», expresó Fallon al Comité de Servicios Armados del Senado el 7 de marzo. Al cooperar con EEUU y Japón, continuó, Corea del Sur cambiará su atención fijada en Corea del Norte hacia «una visión más regional de seguridad y estabilidad».

Incluir a Australia en esta red anti-china en construcción ha sido una prioridad esencial de Condoleezza Rice, quien pasó varios días allí a mediados de marzo. Aunque diseñada mayormente para reafirmar los lazos EEUU-Australia (enormemente descuidados por Washington en los últimos años), el propósito principal de su visita era organizar una reunión con altos funcionarios de Australia, EEUU y Japón para desarrollar una estrategia común que frenara la influencia creciente de China en Asia. No se anunció ningún resultado formal, pero Steven Weisman del New York Times informó el 19 de marzo que Rice convocó el encuentro para «profundizar una alianza regional de tres direcciones dirigida en parte a equilibrar el aumento de la presencia china.»

Un logro aún mayor desde el punto de vista de Washington, sería la integración de la India en este emergente sistema de alianza, una posibilidad sugerida por primera vez en el artículo de Rice sobre Relaciones Exteriores. Este movimiento había sido largamente frustrado por las objeciones del Congreso al programa de armas nucleares de la India y por su negativa de suscribir el Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT). Bajo la ley estadounidense, las naciones que como la India se niegan a cooperar con las medidas de no proliferación, pueden ser excluidas de varios tipos de ayuda y cooperación. Para superar este problema, el presidente Bush se reunió con los oficiales indios en Nueva Delhi en marzo y negoció un acuerdo nuclear que abriría los reactores civiles de la India a la inspección de la Organización Internacional de Energía Atómica, dando así un ligero barniz de «cooperación con la no proliferación» al programa armamentista nuclear de la India. Si el Congreso aprobase el plan de Bush, Estados Unidos sería libre de proporcionar ayuda nuclear a la India y, en el proceso, expandir significativamente sus ya considerables lazos militares.

En la firma del pacto nuclear con la India, Bush no hizo alusión al programa anti-chino de su administración, sólo dijo que el acuerdo fijaría los cimientos para unas duraderas «relaciones defensivas». Pero pocos se han dejado engañar por esta imprecisa caracterización. Según Weisman del [NY] Times, la mayoría de los legisladores estadounidenses ve el acuerdo nuclear como una expresión del deseo de la administración de convertir a la India en «el contrapeso de China».

El Comienzo de la Escalada China

Acompañando a todas estas iniciativas diplomáticas ha estado un vigoroso, aunque grandemente imprevisto, esfuerzo del Departamento de Defensa (DoD) para reforzar las capacidades militares estadounidenses en la región Asia-Pacífico.

El amplio alcance de la estrategia estadounidense fue desvelado por primera vez en la más reciente valoración de política del Pentágono, el Resumen Cuatrienal de Defensa (QRD), dado a conocer el 5 de febrero de 2006. En la discusión sobre las amenazas a largo plazo para la seguridad de EEUU, el QRD comienza reafirmando el abarcador precepto articulado en el DPG de 1992: que Estados Unidos no permitirá el surgimiento de una superpotencia que le haga la competencia. Este país «intentará disuadir a cualquier contendiente militar de desarrollar capacidades perjudiciales o que pudieran generar un poder hegemónico regional o una acción hostil contra Estados Unidos», plantea el documento. Y acto seguido identifica a China como el competidor más peligroso de esta clase. «De las mayores potencias en surgimiento, China tiene el potencial mayor para competir militarmente con Estados Unidos y para desplegar tecnologías militares perjudiciales que podrían con el tiempo equipararse a las tradicionales ventajas tecnológicas de EEUU» -añadiendo entonces la sorprendente «ausencia de una ‘contraestrategia’ estadounidense.»

Según el Pentágono, la tarea de contrarrestar las futuras capacidades chinas, implica en gran medida el desarrollo y adquisición de un enorme sistema armamentista que aseguraría el éxito de los EEUU en cualquier confrontación militar de envergadura. «Estados Unidos desarrollará capacidades que enfrentará a cualquier adversario con desafíos complejos y multidimensionales y consolidará esfuerzos de planificación ofensiva», explica el QDR. Esto comprende el incremento sostenido de dichas «duraderas ventajas de EEUU» así como «un ataque de largo alcance, sigiloso, maniobras y mantenimiento de las fuerzas de aire, mar y tierra a distancias estratégicas, dominación aérea y guerra submarina.»

Prepararse para la guerra contra China es, en otras palabras, la futura gallina de los huevos de oro para las corporaciones fabricantes de armas del complejo militar industrial. Será, por ejemplo, la justificación primaria para la adquisición de costosos nuevos sistemas de armas, como el F-22A Raptor, el Joint Strike Fighter, el destroyer DDX, el submarino nuclear de ataque clase Virginia y un bombardero penetrador intercontinental, armas que sólo serían útiles en un encuentro extremo con otro adversario de gran poder, de una clase a la que sólo China podría llegar algún día.

Además de estos programas armamentistas, el QDR también aboga por el fortalecimiento de las unidades de combate estadounidenses en Asia y el Pacífico, con un énfasis particular en la Marina (la rama del ejército menos utilizada en la presente ocupación y guerrea en Iraq). «La flota tendrá una presencia mayor en el Océano Pacífico», señala el documento. Para lograr esto, «la Marina planea ajustar la postura de sus fuerzas y bases militares para abastecer por lo menos seis portaviones operacionalmente disponibles y sustentables y el 60% de sus submarinos en el Pacífico para sustentar su compromiso, su presencia y el desaliento». Ya que cada uno de estos portaviones no es más que el núcleo de un despliegue de grandes de naves de apoyo y aeronaves de protección, este paso traerá consigo un aumento verdaderamente significativo de las capacidades navales estadounidenses en el Pacífico Occidental y requerirá, naturalmente, la expansión sustancial del complejo de bases militares estadounidenses en la región, un requisito que ya cuenta con la cuidadosa atención del almirante Fallon y su personal del PACOM. Para cubrir las demandas operacionales de dicha escalada, este verano la Marina estadounidense efectuará las mayores maniobras en el Pacífico Occidental desde que finalizó la Guerra en Vietnam, con cuatro grupos de combate con portaaviones, y se espera que participen muchas naves de apoyo.

Súmese todo esto y la estrategia resultante no puede verse más que como una campaña sistemática de contención. Ningún alto funcionario de administración puede decir esto en tantas palabras, pero es imposible interpretar los recientes movimientos de Rice y Rumsfeld de cualquier otra manera. Desde la perspectiva de Pekin, la realidad debe ser inequívoca: un aumento estable del poder militar estadounidense a lo largo de las fronteras este, sur y oeste de China.

¿Cómo responderá China a esta amenaza? Por ahora, parece estar confiada en sus encantos y halagüeños beneficios económicos como medio para aflojar los lazos australianos, surcoreanos e incluso los lazos indios con los Estados Unidos. Hasta cierto punto, esta estrategia está teniendo éxito, ya que estos países buscan beneficiarse de la extraordinaria explosión económica que está teniendo lugar en China -propulsada en gran medida por el petróleo, el gas, el hierro, la madera, y otros materiales proporcionados por los vecinos de China en Asia-. Una versión de esta estrategia también está siendo empleada por el Presidente Hu Jintao durante su actual visita a Estados Unidos. Como el dinero de China está esparcido liberalmente entre empresas influyentes como Boeing y Microsoft, Hu está recordándole al ala corporativa del Partido Republicano que hay todavía inmensos beneficios económicos que obtener si se sigue en una posición no amenazante hacia China.

China, sin embargo, siempre ha respondido a las amenazas de cerco con un estilo vigoroso y resuelto, por lo que debemos asumir que Pekin complementará todo ese encanto con su propia escalada militar. Tal actitud no llevará a China a la igualdad militar con los Estados Unidos -ésa no es una condición a la que puede aspirar en términos reales durante las próximas décadas-, pero dará justificaciones adicionales a aquellos que en Estados Unidos buscan acelerar la contención de China, y por tanto generarán un bumerán de desconfianza, competencia y crisis. Esto hará que el amigable convenio a largo plazo del problema de Taiwán y del programa nuclear de Corea del Norte sea más difícil, y aumente el riesgo de una escalada imprevista de la guerra generalizada en Asia. No podrá haber vencedores en una conflagración tal.

Michael T. Klare es profesor de Estudios sobre paz y seguridad mundial en el Hampshire College. Autor de Blood and Oil: The Dangers and Consequences of America’s Growing Dependency on Imported Petroleum (Owl Books, 2005).

Bárbara Maseda es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística. Caty R. es miembro del colectivo de traductores de Rebelión. Esta traducción es copyleft.