En principio, cabe señalar que cualquier invasión y uso de la fuerza militar, justificadas o no, son destructivas y, por tanto, condenables por suponer crímenes de lesa humanidad. De igual manera lo son los despliegues de imperialismo de cual signo, sea desde los Estados Unidos, Rusia, Alemania, Francia, China, o desde cualquier gobierno que pretenda romper con el ejercicio de la diplomacia tras ejercer el argumento infundado de lo bélico.
De ahí nuestra solidaridad con los pueblos y los ciudadanos de a pie que en cualquier región del mundo son víctimas de esas luchas por el control del territorio y de las relaciones económicas y políticas internacionales.
Lejos del festín mediático, apologético y denigrador que tergiversa la historia y se repliega hacia una de las partes en conflicto, reconocemos que la verdad es la principal víctima y que la guerra tiene alcances simbólicos y psicológicos donde el control de la metaconciencia adquiere alcances relevantes como escenario donde se disputa el poder y la dominación desde el rumor, la mentira, la desinformación y la intimidación. El control sobre los cuerpos y las conciencias es una de las principales aspiraciones de la propaganda bélica. El mayor impacto se gesta desde la cíber-guerra a través de dispositivos de información y comunicación orientados a domesticar y controlar las facultades cognitivas de las audiencias, de tal manera que se incida en el pensamiento y cursos de acción de los sujetos receptores que son incentivados a través de la pulsión del miedo y las emociones primarias. Sí el cerebro humano es el principal escenario de confrontación, entonces se instala en él el conflicto y nociones maniqueistas donde afloran “buenos” y “malos” hasta polarizar el debate público y las interpretaciones de los acontecimientos. Nublar el entendimiento y entumecer el ejercicio del pensamiento crítico son los objetivos de esta guerra cognitiva, que tiene como epicentro a mass media como la televisión y las redes sociodigitales.
Lapidar y doblegar la capacidad de discernimiento y de análisis, y fragmentar las miradas en torno a la trastienda del conflicto, es la finalidad de la guerra cognitiva tras inocular una narrativa preñada de una ideología o de otra. Polarizado el ambiente, es endeble el paso a la atomización y la ruptura o inhibición de la cohesión social. Hacer que aflore el sentimiento de angustia entre los individuos, abre paso a tomar partido por alguna de las ideologías difundidas. Entonces, si se controla el inconsciente, toda imagen, todo discurso, todo estímulo –por falsos que sean– se tornan creíbles, fiables, verdaderos.
Las significaciones en torno a los conflictos internacionales no se dirimen en el campo de batalla, sino mucho antes a través de las disputas en torno a las narrativas y las representaciones mediáticas. Sí se lleva la delantera en estas construcciones, la legitimidad de la conflagración está al alcance de la mano. En este punto hacen acto de presencia las identidades, sean nacionalistas, regionales, étnicas o religiosas. Al exacerbarlas se construye mediáticamente a un “otro”, en tanto “imperio del mal” o “criminal de guerra” para cultivar las percepciones. Mediáticamente se inventa una “realidad” por encima del mismo mundo de lo fáctico, y desde allí se dispara al cerebro de las audiencias y de los líderes políticos a quienes se pretende alinear en uno u otro bando. La mentira se impone a la verosimilitud en tiempos de guerra –o en su preámbulo–, y desde allí las noticias falsas (fake news) adquieren vida propia apelando a su misma tergiversación de la realidad.
Las narrativas instaladas masivamente posicionan a un villano (“el locuaz, malvado y criminal de Vladimir Putin”, en este caso; los talibanes, Osama Bin Laden, o Saddam Hussein, entre otros) y a un héroe imaginario (el llamado “Fantasma de Kiev”, que por sí solo fue capaz de derribar varios aviones y helicópteros rusos en el transcurso de una noche). La guerra cognitiva se vale lo mismo de vídeo juegos y simuladores de vuelo para representar la existencia de ese “Fantasma de Kiev”; a su vez, se recurre a imágenes de otros procesos bélicos para evidenciar el proceder ruso sobre Ucrania. Se viralizaron en las redes sociodigitales, por ejemplo, imágenes de bombardeos perpetrados por Rusia sobre Ucrania antes de la invasión del día 24 de febrero cuando esas imágenes corresponden a explosiones de estaciones nucleares acaecidas en Siberia a mediados del año 2021.
La invención mediática de la guerra supone ningunear y silenciar a “el otro”, encubrir las causas profundas de los conflictos internacionales, y opacar la perspectiva histórica sobre los mismos. En la era de la post-verdad importa instalar el miedo a partir de una imagen maniqueista del enemigo inventado a partir de la noción de que es la encarnación del mal. Se crea un victimario (Rusia) y un grupo de víctimas a la defensiva (Ucrania, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, los Estados Unidos). Si se arraiga masivamente –desde la CNN y Fox News– la idea de que “Putin es el Mal” (esbozada por la legisladora estadounidense Liz Cheney), entonces se justifica la persecución rusa a través de maniobras chauvinistas que rememoran el macartismo de mediados del siglo XX: se amenaza con sanciones a deportistas rusos desde asociaciones como la FIFA y el Comité Olímpico Internacional (COI); la cancelación de cursos impartidos por académicos rusos en universidades de Europa y Estados Unidos; el despido de directores de orquestas filarmónicas; la prohibición de las partituras de Pyotr Ilyich Tchaikovsky en otras orquestas (https://bit.ly/3qmOLot); la solicitud de congresistas estadounidenses como Eric Swalwell y Rubén Gallego para que fuesen deportados todos los rusos que habitan la Unión Americana; o el atrevimiento de Adam Kizinger al sugerir el derribo de los aviones rusos que sobrevuelan el espacio aéreo de Ucrania. No son pocos los que blasfeman la eliminación física de Vladimir Putin arguyendo acabar con el mal. La corporación digital Meta (anteriormente llamada Facebook) autorizó en países como Polonia, Ucrania, Armenia, Rumania, Hungría, entre otros, llamar a la violencia contra los rusos e incluso a incitar el asesinato del mismo Presidente Putin. Es la expresión del régimen cibercrático global (https://bit.ly/38tELk9 y https://bit.ly/3BRiPLE) que toma partido abiertamente en esta guerra cognitiva. Cabe preguntarse entonces: ¿por qué no condenar esta rusofobia?
La invención de la guerra atraviesa por asumir que lo viral es verosímil, y que la censura se extiende hacia aquello que no coincida con esas imágenes y narrativas. El conflicto avanza a través de imágenes que corresponden a otro tiempo y espacio; a la vez que se asfixia la narrativa del contrario censurando sus medios y agencias oficiales (Russia Today, Sputnik News, etc.). El algoritmo de las redes sociodigitales hace el resto a partir de la imbricación del poder corporativo con los intereses geoestratégicos, y entonces la otra versión sobre el conflicto es omitida, censurada o “quitada del aire”. Las influencers ucranianas portando armas para una supuesta defensa de su tierra hacen el resto de la trama sin contrapesos.
La pretensión de otorgar verosimilitud a información falsa capitaliza las debilidades cognitivas de la población. Especialmente se aprovecha la ansiedad provocada por el miedo diseminado entre las poblaciones objetivo de esas campañas (des)informativas. En la formación de la opinión pública subyacen pretensiones de desestabilizar a las sociedades, sin necesidad de luchas armadas, frente a frente. El sueño de Sun Tzu expresado en su obra El arte de la guerra se materializa 2 500 años después de redactadas las tablillas de bambú.
El control del pensamiento es fundamental, pero también lo es controlar la forma de construirlo y de proceder a la acción a partir de él. Entonces la dominación comienza por la influencia en el sistema nervioso central a través de estereotipos predeterminados que también prefiguran actitudes, conductas y comportamientos. Si se ataca a Serbia, Afganistán, Irak, Libia, Siria, Yemen, o Ucrania, ello se justifica en nombre de la libertad, el progreso y la democracia; muletillas que funcionan como mecanismos de anestesiamiento ante el dolor humano que pueden suscitar las invasiones o las “guerras preventivas”.
La guerra cognitiva propagada por la OTAN a través del informe Innovation for Defence Excellence and Security (IDEaS) no es nada nueva (https://bit.ly/3J7s6Uk). La experiencia acumulada a lo largo de miles de años en conflictos bélicos potenciados con la fusión de las relaciones públicas inventadas por Edward Bernays –sobrino de Sigmund Freud–, de la psicología y las tecnologías digitales, alcanza una relevancia inédita al coincidir con una era de anestesiamiento masivo del pensamiento crítico que también se funde con la indiferencia, el individualismo hedonista y el social-conformismo. La dominación se fusiona con la docilidad del ciudadano ante el enaltecimiento de la cíber-psicología.
La guerra cognitiva es una guerra ideológica, una guerra mediática, una guerra contra la conciencia y el disernimiento. En los tiempos que corren es una ciberguerra que aprovecha la trivialización y lapidación de la palabra en el debate público (https://bit.ly/3aDAs7x). Desterrado el pensamiento crítico (https://bit.ly/3HFOL9g), los individuos y las sociedades –en medio del conflicto internacional– no logran observar de manera acabada la crisis sistémica y ecosocietal anidada en el colapso civilizatorio contemporáneo. Lo superficial o lo aparente –aunque grave y condenable, hay que decirlo de nuevo– es la invasión de Ucrania por parte de Rusia. La esencia, invisibilizada y soterrada, es la reconfiguración del tablero geopolítico global que deja atrás el mundo unipolar trazado desde la caída del Muro de Berlín. Predominan entonces las miradas fragmentarias que relativizan los acontecimientos (ataques, bombardeos, muerte de población civil inocente, desplazamientos forzados, refugiados). Si la polarización siembra el odio, la posibilidad de hurgar en el análisis de las causas profundas y en el contexto histórico y geográfico es visto como tomar partido por alguno de los agentes que protagonizan el conflicto.
La evidencia contundente del extravío del pensamiento crítico en medio de esta guerra cognitiva es el hecho de que sectores autodenominados progresistas no condenaron la invasión de Ucrania por asumir que sería hacerle el juego al imperialismo estadounidense. Pierden de vista el carácter conservador y reaccionario del gobierno de Vladimir Putin y sus alianzas con Donald J. Trump, Jair Bolsonaro, Marine Le Pen o con el partido Vox de España. Ideológicamente se apoya sin dosis de crítica todo planteamiento que es contrapuesto al imperialismo estadounidense; al tiempo que estos sectores caen en la trampa al pensar que la actual Rusia guarda similitudes con la antigua Unión Soviética.
Ucrania sintetiza conflictos de larga duración, que remiten a causas inmediatas y a pactos o acuerdos que no se cumplieron para resguardar el área de influencia y seguridad rusa. En Ucrania se anudan las alianzas estratégicas entre China y Rusia, así como la impotencia de los Estados Unidos de cara al poder acumulado por el gigante asiático en las relaciones económicas y políticas internacionales contemporáneas.
El conflicto entre Rusia (China) y Ucrania (OTAN, Unión Europea y Estados Unidos) acentuará las contradicciones en el sistema de relaciones internacionales, y se atizará la polarización entre Estados Unidos y China en el mediano y largo plazo. Más todavía: conforme se acelere el declive hegemónico de los Estados Unidos, más peligroso será su proceder en la geopolítica global con el fin de asegurar áreas de influencia y cercar a China. Esto es, el objetivo geoestratégico de los Estados Unidos y la OTAN –con la necesario subordinación de la Unión Europea– no es Rusia per se, sino China y su activismo y protagonismo en la relaciones económicas y políticas internacionales. Debilitar a Rusia supone debilitar el cinturón protector nuclear y militar que esta potencia eslava le asegura a China con sus alianzas estratégicas.
A su vez, el déficit institucional se hace evidente con el desfase de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ante la crisis en Ucrania. No solo continúa subordinada a los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos, sino que su colapso de legitimidad y su descrédito se aceleran conforme se extravían sus objetivos fundacionales.
Es necesario considerar estos argumentos para problematizar y contextualizar geopolítica e históricamente lo que ocurre en Europa del Este. A la guerra cognitiva solo es posible enfrentarla y contrarrestarla con el ejercicio del pensamiento complejo que nos ayuda a diseccionar el carácter histórico y geográfico de los fenómenos y a comprender sus causas profundas y las megatendencias que adquieren más allá de la coyuntura y la narrativa mediática. La guerra contemporánea es una guerra con, por y en el mundo de las ideas. De ahí la relevancia del pensamiento crítico para reivindicar el carácter complejo de lo que se presenta como hechos fragmentarios desde el complejo militar/comunicacional/cinematográfico/digital. Ahora es Ucrania, pero realmente en el ojo del huracán se encuentra todo el mundo y la reconfiguración del tablero geopolítico global.
Isaac Enríquez Pérez. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México, escritor, y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
Twitter: @isaacepunam
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