La invasión de Ucrania está dando un nuevo impulso a un proceso que viene de lejos: la reescritura de la historia europea en unos términos impensables hasta hace bien poco.
Entro en una librería de Barcelona repleta de libros sobre el conflicto de Ucrania. La mayoría en la ortodoxia atlantista. Autores anglosajones que psicoanalizan la criminal mente de Putin, y cosas por el estilo, para explicar la crisis bélica más peligrosa desde la tensión nuclear de 1962 con motivo de Cuba. Son raros los libros no hostiles, como la semblanza del presidente ruso del periodista alemán Hubert Seipel (Putin, el poder visto desde dentro. Ed. Almuzara). En literatura, la librería recomienda Orfanato, del escritor ucraniano Serhiy Zhadan.
Zhadan fue premiado hace poco en Alemania. En la Paulskirche de Frankfurt, “cuna de la democracia alemana”, pues allí se reunieron en 1848 los delegados de la primera representación electa de la nación, el escritor ucraniano recibió el “premio de la paz” del gremio de libreros alemanes, cosa que, seguramente, debe impresionar a los libreros españoles. Zhadan trata en sus libros a los rusos de “criminales”, “horda”, “bestias” y “basura”. No es la primera vez. En 2012, ese mismo premio se lo dieron a un exaltado escritor chino, Liao Yiwu, que en su discurso ante las autoridades alemanas describió a su país como “imperio inhumano y montaña de basura que debe desintegrarse para la tranquilidad del mundo”. Es, podríamos decir, la modesta contribución de los libreros alemanes al entendimiento y la paz entre los pueblos.
En la Europa de hoy, trátese de los Nobel o del gremio de libreros alemanes, cualquier galardón suele estar enfocado a la promoción de la imagen de enemigo que exige el ambiente bélico. Parece que la primera condición para recibir un premio, en materia de paz, derechos civiles o literatura, es ser un opositor radical de cualquier régimen adversario, sobre todo Rusia, China o Bielorrusia. Repasen la lista. No se trata de los desmanes contra los derechos humanos de esos países, que son tan conocidos como flagrantes. De lo que se trata es de la política de derechos humanos occidental, es decir, del selectivo uso político de ese recurso, tradicional ariete contra el adversario geopolítico. Viene de muy lejos.
En la actual situación europea, son los países de Europa del Este, particularmente Polonia, las repúblicas bálticas y últimamente Ucrania, quienes marcan la pauta. Por iniciativa polaca, el Parlamento Europeo aprobó en septiembre de 2019 la infame resolución que responsabilizaba por igual a la Alemania nazi y a la Unión Soviética del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Este año, el 23 de noviembre, la Cámara ha dado un paso más al declarar a Rusia país “patrocinador del terrorismo”, citando sus estrechas relaciones con toda una serie de países, entre ellos Cuba, víctima del terrorismo donde las haya. Pocos días después, el 30 de noviembre, el Bundestag declaró como “genocidio”, es decir, como un acto deliberado y planificado de aniquilación contra un grupo nacional concreto, la terrible hambruna sucedida en Ucrania entre 1932 y 1933 en el contexto de la colectivización agraria estalinista.
“Holodomor”
La tesis del “holodomor” –una matanza deliberada de campesinos ucranianos– formaba parte de la narrativa antirrusa del exilio ucraniano en Canadá. Esa narrativa fue muy popular entre autores de la derecha y se ha ido imponiendo como oficial en Ucrania desde finales de los años noventa, incluso en los libros de texto, junto con la reivindicación y rehabilitación de las personalidades y acciones de la extrema derecha nacionalista de Ucrania Occidental de los años treinta y cuarenta, aliados y colaboradores de los nazis y luego de la CIA. Los protagonistas de aquel colaboracionismo dan nombre hoy a muchas calles y avenidas de todo el país, sustituyendo a menudo a Tolstoi, Lermontov o Chéjov en el callejero. La del “holodomor” es una tesis muy funcional para la consolidación y promoción de la nueva identidad ucraniana antirrusa y prooccidental abrazada en Kiev, a la que la criminal invasión rusa ha dado un espaldarazo quizás definitivo, por lo menos en gran parte del país. Pero, ¿qué decir de su verosimilitud histórica?
Vaya por delante que la URSS de los años treinta y cuarenta bajo Stalin y, aún antes, la Rusia soviética posrevolucionaria y de la guerra civil de la década de los veinte, fue un espacio de crímenes, violencia y barbarie verdaderamente extraordinario, contemplado incluso en el marco general de la historia moderna universal de los siglos XIX y XX. Sin embargo, la evidencia histórica no sostiene la tesis de un genocidio nacional contra los ucranianos.
En los años 1932 y 1933, la mortandad por hambre fue espantosa en Ucrania y así lo refleja la estadística demográfica. En 1933, por ejemplo, nacieron 359.000 y murieron 1,3 millones de personas en Ucrania. Esas cifras incluyen mortalidad natural, pero está claro que la primera causa de muerte esos años fue el hambre. Forzando la confiscación de grano y determinando el sacrificio –por razones de subsistencia de los propios confiscados– de la cabaña nacional, que no se recuperó hasta bien entrados los años cincuenta, el Estado cometió un crimen contra todos los campesinos, independientemente de su nacionalidad. Si las cifras de hasta tres millones de muertes directas e indirectas por hambre en Ucrania son correctas, su marco general son los siete millones de muertos atribuidos a la hambruna en el conjunto de la URSS. Es decir, la mayoría de las muertes por hambre de aquellos años tuvieron lugar fuera de Ucrania; en el curso medio del Volga, en Bashkiria, en el Kubán, en la región del Ural, el Extremo Oriente, zonas geográficamente aún mayores que Ucrania, o en territorios como Kazajstán, con 1,5 millones de muertos, lo que representa una proporción “nacional” de muertes (más del 30% de la población kazaja) muy superior a la de Ucrania. Esos años también hubo escasez y grandes estrecheces campesinas en Galitzia, hoy Ucrania occidental, que entonces ni siquiera pertenecía a la URSS, e incluso problemas en la región polaca de Cracovia, lo que sugiere un panorama de cosechas fallidas (“neurozhai”, un término muy familiar en la historia agraria de la Rusia zarista) que la brutalidad de las decisiones políticas agravó monstruosamente en la URSS.
La evidencia histórica muestra, por tanto, que por dolorosa y grave que fuera, la situación no fue solo ucraniana. Pero, ¿fue “planificada”, como sugiere el propio término “holodomor” y la calificación de “genocidio”?
En la URSS de Stalin, como en la Alemania nazi, o en la reacción de los jóvenes turcos al ocaso imperial otomano, hay evidencia documental de matanzas planificadas. Por ejemplo, en enero de 1942 la Conferencia del Wannsee, al lado de Berlín, decidió la “solución final” de los nazis para los judíos. En 1941, con su invasión de la URSS, los militares alemanes aplicaron una política de hambruna inducida, documentada en el llamado “Generalplan Ost”. Lo mismo podemos decir de la acción de los jóvenes turcos para exterminar a la población armenia en 1915, precisamente la situación que creó el término de genocidio. ¿Y qué decir del “gran terror” de Stalin de 1937? También ahí hay documentos que prueban una voluntad y acción planificadas para eliminar oponentes políticos y “sectores superfluos”, fueran campesinos opuestos a la colectivización, delincuentes comunes, la vieja guardia bolchevique, la oposición de izquierdas, anarquistas, socialrevolucionarios o mencheviques, pero no hay nada –y los archivos han sido rastreados a conciencia– referido a una matanza étnica de ucranianos ejecutada, además, por el propio Partido Comunista Ucraniano. Todo eso nos lleva a algo diferente: una colosal y feroz represión política, en el caso del “gran terror” de 1937 (800.000 fusilados), y una política agraria, unida seguramente a otros factores, de una dimensión criminal extraordinaria, pero no a una acción planificada para aniquilar ucranianos, que es la tesis que el genocidio supone.
Tierras de sangre
En la sección de Historia de la misma librería barcelonesa, encuentro el libro Bloodlands (Tierras de sangre, en su título castellano), del profesor de Yale Timothy Snyder, aparecido en 2011, gran éxito de ventas y aclamado por la crítica liberal. El título del libro refleja el hecho histórico de la enorme carnicería que tuvo por escenario la Europa central/oriental en los años treinta y cuarenta del siglo XX. La confluencia y contacto de los regímenes hitleriano y estalinista en ese escenario sirve para presentar un paralelismo entre ambos regímenes que contiene el catálogo casi completo del revisionismo histórico de la guerra y el periodo entreguerras en el Este de Europa llevado a cabo por la derecha y extrema derecha de Polonia, Ucrania y Alemania con el fin de introducir un signo de igualdad entre ellos que ignora aquella consideración de Raymond Aron (¿quedan aún autores conservadores de tal calidad en la Europa de hoy?) según la cual “hay diferencia entre una filosofía cuya lógica es monstruosa, y otra que puede dar lugar a una monstruosa interpretación”.
En busca de ese signo de igualdad, Snyder afirma que la política racista del Tercer Reich “no era muy diferente” de la situación en la URSS, donde la nacionalidad de cada cual figuraba en el documento de identidad. Como si el antisemitismo ruso, claramente resurgido con Stalin, fuera comparable con el judeicidio nazi. También presenta como “étnica” la masacre estalinista de polacos, cuando la simple realidad es que Stalin mató polacos por el mismo motivo que mató comunistas y opositores en general: en su calidad de adversarios políticos reales o potenciales, incluidos en esa categoría los comunistas polacos cuyo partido había sido muy crítico con la línea de Stalin. Como recuerda Clara Weiss en su extensa crítica del libro de Snyder, “es un hecho histórico que alrededor del 90% de los judíos polacos que sobrevivieron al Holocausto (y solo el 10% de la población de 3,5 millones de judíos polacos de preguerra sobrevivieron) lo hicieron en la Unión Soviética”.
Snyder afirma textualmente algo tan estrambótico como que “la revolución bolchevique fue un efecto colateral de la política exterior alemana de 1917”, una tesis que la propia ultraderecha rusa hace suya. Su libro de 500 páginas (en la edición inglesa) ni siquiera menciona el genocidio de entre 250.000 y medio millón de gitanos europeos. La matanza de prisioneros de guerra soviéticos, entre 3 millones y 3,5 millones, se presenta como “resultado de la interacción de los dos sistemas”, pero lo que más llama la atención es su tratamiento solapadamente exculpatorio para los nazis de la enorme carnicería (alrededor del 20% de la población) perpetrada en Bielorrusia. El autor defiende una linea argumental cercana a la de los exnazis en la Alemania de la posguerra, según la cual su violencia en Bielorrusia fue una consecuencia y respuesta a la actividad partisana, cuando la realidad es que esta fue respuesta a la brutalidad de la masacre nazi con sus famosos “Einsatzgruppen”, como explica el historiador suizo Hans Christian Gerlach en Calculated Murders, una obra que ha sido criticada por los historiadores de la derecha alemana. Sin embargo, Snyder escribe enormidades como que “la guerra partisana fue un perverso esfuerzo interactivo de Hitler y Stalin, cada cual ignorando las leyes de la guerra y escalando el conflicto detrás de las líneas del frente”.
Snyder separa ese espacio geográfico centroeuropeo de su marco mundial, lo que excluye de la observación matanzas que se inscriben de pleno derecho en el mismo ciclo histórico: desde la invasión italiana de Abisinia (1935/1936), una guerra fascista con más de 250.000 víctimas civiles y uso de armas químicas que fue puente entre el decimonónico colonialismo imperial y el expansionismo nazi, hasta los 350.000 judíos asesinados de propia iniciativa en la Rumanía de la Garda de fier, el medio millón de muertos de la Guerra Civil Española y la represión franquista (entre el 2% y el 2,5% de la población total española de la época), los centenares de miles de serbios masacrados por los ustachas croatas, o los 24 millones de víctimas chinas del imperialismo japonés en Asia del periodo 1937-1945.
La pregunta metodológica que el libro de Snyder presenta al historiador es si es posible separar la violencia de aquel periodo en Europa central oriental de su contexto general europeo y mundial marcado por la lucha contra el fascismo y el imperialismo. La respuesta es que tal ejercicio es necesario siempre y cuando lo que se busca sea el mencionado signo de igualdad entre los dos regímenes examinados.
Snyder conoce perfectamente –dedicó un libro a ese tema– el papel del nacionalismo ucraniano en las masacres de judíos, su colaboracionismo con los nazis y su encuadramiento en la división “Galichina” de las SS, cuyos jefes, con Pavlo Shandruk al frente, son honrados hoy en los sellos de correos del país. También conoce el hecho, ahora incómodo de recordar, de que la mayoría de los dos mil o tres mil matarifes de los campos de exterminio que ayudaban a los nazis en Treblinka, Belzec y Sobibor, los famosos “travniki”, eran ucranianos occidentales. Snyder no menciona nada de todo eso en su libro. Tampoco menciona la complicidad polaca en el Holocausto y solo muy de pasada el protagonismo báltico, pese a la enormidad del judeicidio cometido en Lituania (95% de la población judía local), fundamentalmente a manos de lituanos, aspecto que aun hoy se oculta en ese país.
Desde este balance es fácil comprender el cúmulo de honores y condecoraciones polacas, bálticas y alemanas recibidas por Snyder desde la publicación de Bloodlands (en Wikipedia figuran hasta una docena). Lo que es más difícil de comprender es el considerable aplauso académico y mediático recibido por esta obra, cuyo principal mérito es dar argumentos históricos a la actual expansión atlantista hacia las fronteras rusas.
En su último libro (The Road to Unfreedom: Russia, Europe, America, 2018), Snyder se retrata como un vulgar propagandista de la nueva guerra fría que responsabiliza directamente a Putin no solo de la leyenda de haber “escoltado” a Trump hasta la presidencia, sino también del brexit, del referéndum independentista de Escocia, de la salida masiva de refugiados sirios hacia Europa, del ascenso de la extrema derecha en Europa y hasta de la hostilidad hacia los negros de la policía en Estados Unidos. Solo falta imputarle la muerte de Manolete.
Surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, el consenso antifascista de posguerra fue descrito por el historiador Ian Buruma como “la ola de idealismo y de determinación colectiva de construir un mundo más igual, pacífico y seguro”. La izquierda había liderado la resistencia al fascismo, mientras que los conservadores estaban frecuentemente manchados por el colaboracionismo con regímenes fascistas. La democracia social y la creación de la ONU fueron resultado de aquel clima. Su deconstrucción comenzó en los años ochenta con el neoliberalismo de los Reagan y Thatcher, que la socialdemocracia fue abrazando paulatinamente. El colapso de aquella mezcla de socialismo y dictadura en el Este de Europa y de la socialdemocracia en el Oeste hizo emerger concepciones que se creían extinguidas o definitivamente marginalizadas. Hoy están en el centro de la narrativa del establishment, en las resoluciones de los parlamentos europeos y en la sección de éxitos de nuestras librerías.
Con la inestimable colaboración de la invasión rusa, la guerra de Ucrania está dando un preocupante nuevo impulso al revisionismo histórico y a las más negras tendencias revanchistas.