En el discurso cumbre que pronunció antes de su designación como Papa, Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, lanzó una diatriba muy singular contra lo que llamó «la dictadura del relativismo». No he visto que esa requisitoria haya merecido las exégesis necesarias.»La dictadura del relativismo» es un concepto absurdo. Es una pura contradictio in terminis. Por […]
En el discurso cumbre que pronunció antes de su designación como Papa, Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, lanzó una diatriba muy singular contra lo que llamó «la dictadura del relativismo». No he visto que esa requisitoria haya merecido las exégesis necesarias.»La dictadura del relativismo» es un concepto absurdo. Es una pura contradictio in terminis. Por las mismas podía haberse metido con el dogma del antidogmatismo. O con la libertad opresora.O con la oligarquía democrática. El relativismo es el alma viva del conocimiento científico. Sólo quien duda de la exactitud de sus ideas puede sentirse impelido a ponerlas a prueba y, llegado el caso, a descartarlas, o a restringir su campo de validez, abriendo paso a ideas nuevas, ellas mismas igualmente cuestionables. El elogio general del dogmatismo que hizo el nuevo Papa -al que, por cierto, ignoro por qué llamamos por aquí Benedicto, en vez de Benito, que es lo mismo, pero más fácil- no resulta sólo llamativo por lo que tiene de hostil a la esencia misma del pensamiento científico, sino también porque desdeña la propia experiencia de la Iglesia católica, tan abundante en errores, a veces muy aparatosos, e incluso sangrientos, cometidos en nombre de tales o cuales dogmas. El dogmatismo es esencialmente excluyente y agresivo; el relativismo, de natural pacífico y tolerante. Nadie de espíritu relativista habría montado la Santa Inquisición, ni las Cruzadas. Ningún relativista habría propiciado el asalto de Béziers, en el que los soldados adictos al Vaticano pasaron a cuchillo a 20.000 personas, incluyendo mujeres y niños, en nombre de la ortodoxia católica. Las personas propensas al relativismo renuncian a considerar las ideas y los comportamientos de los humanos conforme a un patrón universal único. Saben que muchos fenómenos que les resultan extravagantes, o incluso aberrantes, se explican -aunque no se justifiquen- a partir de su vinculación con tradiciones culturales que les son ajenas. Benedicto XVI debería sentirse agradecido a los progresos del relativismo cultural. Porque, de no ser por ellos, sería imposible entender que las sociedades civilizadas modernas acepten la pervivencia de un Estado como el que él ha pasado a encabezar: un Estado que niega la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, que proscribe las libertades de expresión, de asociación y de culto, que rechaza el sufragio universal y elige a sus mandatarios por cooptación… Y paro, que tampoco es cosa de recorrer toda la Declaración Universal de Derechos Humanos. «Hay que entender que el Vaticano es un Estado, sí, pero que responde a unas pautas muy especiales», replican algunos. Sí, a las pautas de la teocracia. Que sólo valen para quienes creen que algunos mandan «por la gracia de Dios». ¡Ah, si la democracia fuera dogmática!