El mito: la guerra en Lejano Oriente solo terminó en verano de 1945 cuando el presidente de Estados Unidos y sus asesores consideraron que para obligar a los fanáticos japoneses a rendirse incondicionalmente no tenían otra opción que destruir con bombas atómicas no una, sino dos ciudades, Hiroshima y Nagasaki. Esta decisión salvó las vidas de una inmensa cantidad estadounidenses y japoneses que habrían muerto si hubiera continuado la guerra y requerido la invasión de Japón.
La realidad: Hiroshima y Nagasaki fueron destruidas para impedir que los soviéticos contribuyeran a la victoria contra Japón, lo que habría obligado a Washington a permitir a Moscú participar en la ocupación y reconstrucción de posguerra del país. También se pretendía intimidar a los dirigentes soviéticos para arrancarles concesiones respecto a los acuerdos de posguerra en Alemania y Europa del Este. Por último, lo que hizo que Japón se rindiera no fue la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, sino la entrada de la Unión Soviética en la guerra contra Japón.
La guerra en Europa terminó con la capitulación de Alemania a principios de mayo de 1945. Los vencedores, los Tres Grandes [1] se enfrentaban ahora al complejo y delicado problema de la reorganización de la Europa de posguerra. Estados Unidos había entrado bastante tarde en la guerra, en diciembre de 1941, y solo con el desembarco de Normandía en junio de 1944, esto es, menos de un año antes del fin de las hostilidades en Europa, había empezado a contribuir de forma significativa a la victoria sobre Alemania. Con todo, cuando acabó la guerra contra Alemania, el Tío Sam ocupó un lugar en la mesa de los vencedores dispuesto a defender sus intereses (y ansioso por hacerlo) y a cumplir lo que se podría denominar los objetivos de guerra estadounidenses (es un mito que los supuestamente muy aislacionistas estadounidenses solo quisiera retirarse de Europa: los dirigentes políticos, militares y económicos del país tenían razones urgentes para mantener una presencia en el viejo continente). Las otras grandes potencias victoriosas, Gran Bretaña y la Unión Soviética, también querían defender sus intereses. Estaba claro sería imposible que una de las tres «lo tuviera todo», que habría que llegar a un acuerdo mutuo. Desde el punto de vista estadounidense, las aspiraciones británicas no suponían demasiado problema, pero las soviéticas eran motivo de preocupación. Así pues, ¿cuáles eran los objetivos de guerra de la Unión Soviética?
Al ser el país que, con diferencia, más había contribuido a la victoria común sobre la Alemania nazi y había sufrido enormes pérdidas al hacerlo, la Unión Soviética tenía dos objetivos principales. Primero, que Alemania pagara indemnizaciones cuantiosas en compensación por la enorme destrucción que había provocado la agresión nazi, una exigencia similar a las exigencias francesas y belgas de pago de indemnizaciones por parte del Reich tras la Primera Guerra Mundial. Segundo, seguridad ante futuras amenazas potenciales provenientes de Alemania. Esta preocupación por la seguridad también se refería a Europa del Este, especialmente a Polonia, un trampolín potencial de una agresión alemana contra la USSR. Moscú quería asegurarse de que en Alemania, Polonia y otros países de la Europa del Este no volvían a llegar al poder regímenes hostiles a la Unión Soviética. Los soviéticos también esperaban que los aliados occidentales certificaran que la Unión Soviética había recuperado los territorios perdidos por la Rusia revolucionaria durante la Revolución y la guerra civil, como «Polonia Oriental», y que reconocieran la transformación de los tres Estados bálticos, que habían pasado de ser países independientes a ser repúblicas autónomas dentro de la Unión Soviética. Por último, ahora que había terminado la pesadilla de la guerra, los soviéticos esperaban poder reanudar la tarea de construir una sociedad socialista. Es bien sabido que el principal líder soviético, Stalin, creía firmemente en la idea de que era posible e incluso necesario crear el «socialismo en un solo país», de ahí la hostilidad entre él y Trotsky, un apóstol de la revolución mundial. Menos sabido es el hecho de que cuando terminó la guerra Stalin no planeaba instalar regímenes comunistas en Alemania ni en ninguno de los países de la Europa del Este liberados por el Ejército Rojo y que incluso disuadió de intentar llegar al poder a los partidos comunistas de Francia, Italia y otros países de Europa liberados por los estadounidenses y sus aliados. Stalin ya había dejado de promover oficialmente la revolución mundial en 1943, cuando disolvió el Komintern [la Internacional Comunista], la organización comunista internacional que Lenin había creado con ese fin en 1919. Esta política molestaba a muchas personas comunistas de fuera de la Unión Soviética, pero agradaba a los aliados occidentales de Moscú, especialmente a Estados Unidos y Gran Bretaña. Stalin ansiaba tener buenas relaciones con ellos porque necesitaba su buena voluntad y su cooperación para lograr los objetivos que hemos mencionado antes destinados a proporcionar a la Unión Soviética indemnizaciones, seguridad y la oportunidad de reanudar la tarea de construir una sociedad socialista. Sus socios estadounidense y británico nunca habían indicado a Stalin que consideraban poco razonables esas expectativas, al contrario, en Teherán, Yalta y otros lugares se había reconocido en repetidas ocasiones, explícita o implícitamente, la legitimidad de estos objetivos de guerra soviéticos.
Los estadounidenses y sus socios británicos, canadienses y de otros lugares habían liberado la mayor parte de Europa Occidental para finales de 1944 y se habían asegurado de que en Italia, Francia y otros lugares se establecían regímenes que congeniaban con ellos, aunque no siempre con la población en general. Por lo general esto significaba que se marginaba completamente a los comunistas locales y, en caso de que fuera imposible, como en Francia, se les negaba la cuota de poder acorde con el importante papel que habían desempeñado en la Resistencia o con el considerable apoyo popular que tenían. Y aunque los acuerdos entre aliados habían estipulado que los «Tres Grandes» iban a colaborar estrechamente en la administración y reconstrucción de los países liberados, los estadounidenses y los británicos impidieron a sus aliados soviéticos participar en los asuntos de Italia, por ejemplo, el primer país que fue liberado, ya en 1943. En este país los estadounidenses y los británicos marginaron a los comunistas, muy populares debido al papel que habían desempeñado en la Resistencia, a favor de antiguos fascistas como Badoglio y no permitieron participar a los soviéticos. Este modus operandi iba a establecer un precedente fatídico. Stalin no tuvo más opción que aceptar ese acuerdo, pero, como ha observado el historiador estadounidense Gabriel Kolko, «los rusos aceptaron la “formula” sin mucho entusiasmo, aunque tomaron nota cuidadosamente del acuerdo para futuras referencias y como precedente» [2] (los soviéticos tenían sin lugar a dudas derecho a tener voz en los asuntos de Italia, porque las tropas italianas habían participado en la Operación Barbarroja).
En Europa Occidental los liberadores estadounidenses y británicos habían actuado en 1943-1944 ad libitum, ignorando no sólo los deseos de gran parte de la población local sino también los intereses de su aliado soviético, y Stalin había aceptado ese acuerdo. En 1945, en cambio, se dio la vuelta a la tortilla: los soviéticos tenían clara ventaja en una Europa del Este liberada por el Ejército Rojo. Aun así, los aliados occidentales podían esperar tener la posibilidad de participar también de algún modo en la reorganización de esta parte de Europa, donde todavía todo era posible. Como es obvio, los soviéticos habían favorecido a los comunistas locales, pero todavía no habían creado ningún hecho consumado. Y los aliados occidentales sabían muy bien que Stalin anhelaba su buena voluntad y su cooperación, y, por consiguiente, estaría dispuesto a hacer concesiones. Los dirigentes políticos y militares en Washington y Londres también esperaban que Stalin fuera indulgente porque, de no serlo, tenía motivos para temer las consecuencias. El dirigente soviético era muy consciente de que ya era un logro enorme para su país haber salido victorioso de una lucha a vida o muerte con el gigante nazi. Pero también sabía que muchos dirigentes estadounidenses y británicos, ejemplificados por Patton y Churchill, odiaban a la Unión Soviética e incluso estaban considerando emprender la guerra contra ella en cuanto fuera derrotado el enemigo común alemán, preferiblemente en una marcha sobre Moscú junto con lo que quedara de la hueste nazi; ese plan, llamado Operación Impensable, había sido urdido por Churchill. Stalin tenía motivos para tratar de evitar semejante posibilidad.
Las aspiraciones de los soviéticos respecto a las indemnizaciones y la seguridad, descritas anteriormente, eran razonables y los dirigentes estadounidenses y británicos habían reconocido explícita o implícitamente su legitimidad durante una reunión de los Tres Grandes en Yalta en febrero de 1945. Pero a Washington y Londres no les hacía ninguna gracia la posibilidad de que la Unión Soviética recibiera aquello a lo que tenía derecho después de haber hecho unos esfuerzos y sacrificios tan extraordinarios por la causa común antinazi. Los estadounidenses en particular tenían sus propias ideas respecto tanto a la Alemania de posguerra como a Europa Oriental y Occidental. Por ejemplo, las indemnizaciones permitirían a los soviéticos reanudar, posiblemente con éxito, el proyecto de una sociedad comunista, un sistema contrario al sistema capitalista internacional del que Estados Unidos se había convertido en el gran campeón.
Fundamentalmente, el Tío Sam quería en Polonia y en otros lugares de Europa del Este gobiernos, democráticos o no, que siguieran una política económica liberal que supusiera una «puerta abierta» para los productos y el capital de inversión estadounidenses. Roosevelt había mostrado cierta empatía respecto a los soviéticos, pero tras su muerte el 12 de abril de 1945 su sucesor, Harry Truman, tenía poca o ninguna simpatía o comprensión del punto de vista soviético. Truman y sus asesores se resistían a la idea de que la Unión Soviética recibiera importantes indemnizaciones de Alemania porque probablemente eso impediría que Alemania fuera un mercado potencialmente lucrativo para los productos y capital de inversión estadounidenses. Y también les parecía abominable que con toda seguridad los soviéticos utilizaran ese capital alemán para construir un sistema socialista, una forma indeseable de competencia para el capitalismo.
Las aspiraciones soviéticas eran razonables y los dirigentes soviéticos, incluido Stalin (del que se suele afirmar erróneamente que tomaba todas las decisiones él solo) estaban dispuestos sin lugar a dudas a hacer importantes concesiones. Se podía discutir con ellos, pero ese diálogo también requería paciencia y entender el unto de vista soviético, y se debía llevar a cabo sabiendo que la Unión Soviética no estaba dispuesta a dejar la mesa de negociación con las manos vacías. Truman, sin embargo, no tenía el menor deseo de entablar ese diálogo (se iba a ver que Stalin estaba interesado en el diálogo y que podía ser muy razonable en la manera que tuvo de abordar los acuerdos de posguerra referentes a Finlandia y Austria: el Ejército Rojo se iba a retirar a su debido tiempo de ambos países sin dejar atrás ningún régimen comunista).
Truman y sus asesores esperaban poder obligar a los soviéticos a renunciar a las indemnizaciones alemanas y a retirarse no solo de la parte oriental del territorio alemán, sino también de Polonia y del resto de Europa del Este, de modo que los estadounidenses y sus socios británicos pudieran operar allí como ya habían hecho en Europa Occidental. Truman incluso esperaba que se pudiera hacer que los soviéticos pusieran fin a su experimento comunista, que seguía siendo una fuente de inspiración para los «rojos», y otros radicales y revolucionarios en todo el mundo, incluso en el propio Estados Unidos.
A principios de la primavera de 1945 Churchill había promovido la idea de que las tropas estadounidenses y británicas marcharan hacia Moscú junto con lo que quedaba de las fuerzas nazis. Pero hubo que abandonar el plan, llamado Operación Impensable, sobre todo debido al mismo tipo de oposición tenaz de soldados y civiles que había llevado a abortar la intervención armada en la guerra civil rusa. Truman debió de sentirse decepcionado, lo mismo que Patton, que había esperado desempeñar un papel importante en la «Operación Barbarroja Bis». Pero el 25 de abril de 1945, solo unos días después de la capitulación de Alemania, el presidente estadounidense recibió una noticia fascinante: se le informó acerca del altamente secreto Proyecto Manhattan o S-1, el nombre en código para la construcción de la bomba atómica. Esta nueva y poderosa arma en la que los estadounidenses habían estado trabajando durante años estaba casi lista y si las pruebas tenían éxito, pronto se iba a poder utilizar. Truman y sus asesores cayeron así bajo el hechizo de lo que el reconocido historiador estadounidense William Appleman Williams ha denominado una «revelación de omnipotencia». Se convencieron a sí mismos de que la nueva arma les iba a permitir imponer su voluntad a la Unión Soviética. La bomba atómica era «un martillo», como dijo el propio Truman, que él iba a blandir sobre las cabezas de «esos chicos del Kremlin» [3].
Gracias a la bomba ahora sería posible obligar a Moscú a retirar al Ejército Rojo de Alemania y impedir que Stalin participara en los asuntos de posguerra. Ahora también parecía factible instalar regímenes prooccidentales e incluso anticomunistas en Polonia y otros lugares de Europa del Este, e impedir que Stalin ejerciera influencia alguna en ellos. Incluso se hizo concebible que la propia Unión Soviética pudiera abrirse tanto al capital de inversión estadounidense como a la influencia política y económica de Estados Unidos, y que este hereje comunista pudiera volver así al seno de la iglesia capitalista universal. «Existen pruebas», escribe el historiador alemán Jost Dülffer, de que Truman creía que el monopolio de la bomba nuclear sería «una llave maestra para implementar las ideas de Estados Unidos de un nuevo orden mundial» [4]. En efecto, con el arma nuclear en su poder el presidente estadounidense consideraba que no tendría que tratar tratar como iguales a «los chicos del Kremlin», que carecían de esa superarma. «Los dirigentes estadounidenses se sintieron moralmente superiores y vituperaron a Rusia», escribe Gabriel Kolko, «y se negaron a negociar con seriedad simplemente porque Estados Unidos sentía que dado que poseía fuerzas económicas y militares en última instancia podía definir el orden mundial» [5].
La posesión de una nueva y poderosa arma también abría todo tipo de posibilidades respecto a la guerra que se estaba librando en Lejano Oriente y a los acuerdos de posguerra a los que se iba a llegar respecto a esa parte del mundo, de gran importancia para los dirigentes de Estados Unidos. Sin embargo, solo se podía jugar esa poderosa carta una vez que se hubiera probado con éxito la bomba y estuviera lista para ser utilizada. Truman tenía que esperar a que llegara el momento oportuno, de modo que hizo caso omiso del consejo de Churchill de discutir con Stalin acerca del destino de Alemania y de la Europa del Este lo antes posible, «antes de que se desvanezcan los ejércitos de la democracia», es decir, antes de que las tropas estadounidenses salieran de Europa. Finalmente Truman accedió a celebrar una cumbre de los Tres Grandes en Berlín, pero no antes del verano, cuando se suponía que la bomba iba a estar preparada.
La reunión de los Tres Grandes tuvo lugar, no en el bombardeado Berlín, sino en la cercana ciudad de Potsdam, del 17 de julio al 2 de agosto de 1945. Fue ahí donde Truman recibió la muy esperada noticia de que el 16 de julio la bomba atómica se había probado con éxito en Nuevo México. El presidente estadounidense se sentía ahora lo suficientemente fuerte como para actuar. Ya no se molestó en presentar propuestas a Stalin, sino que planteó todo tipo de exigencias innegociables al tiempo que rechazaba de plano todas las propuestas de la parte soviética, por ejemplo, las relativas a los pagos de las indemnizaciones alemanas. Pero Stalin no capituló, ni siquiera cuando Truman trató de intimidarlo susurrándole al oído que Estados Unidos había adquirido una nueva arma que era increíblemente poderosa. El dirigente soviético, a quien sin lugar a dudas sus espías ya habían informado del Proyecto Manhattan, escuchó en un silencio sepulcral. Truman llegó a la conclusión de que solo una demostración real de la bomba atómica podría persuadir a los soviéticos de ceder. En Postdam, por consiguiente, no se pudo llegar a ningún acuerdo general sobre temas trascendentes [6].
Mientras tanto, los japoneses seguían luchando en Lejano Oriente, aunque su situación era totalmente desesperada. De hecho, estaban dispuestos a rendirse, pero no incondicionalmente como exigían los estadounidenses. Según la mentalidad japonesa, una capitulación incondicional comportaba la máxima humillación, esto es, que el emperador Hirohito podía ser obligado a dejar el cargo y posiblemente sería acusado de crímenes de guerra. Los dirigentes estadounidenses lo sabían y, como escribe el historiador Gar Alperovitz, algunos de ellos, por ejemplo, el Secretario de la Armada James Forrestal, creían «que una declaración que garantizara a los japoneses que la rendición incondicional no significaba el destronamiento del emperador probablemente pondría fin a la guerra» [7].
La exigencia de rendición incondicional en realidad estaba lejos de ser sacrosanta: en el cuartel general de Eisenhower en Reims se había aceptado el 7 de mayo una condición alemana, es decir, su petición de que el alto el fuego solo se implementara tras un plazo de no menos de 45 horas, lo suficientemente largo como para permitir a gran parte de sus tropas escabullirse del frente oriental para no acabar cautivos de los soviéticos, sino de los estadounidenses o británicos; incluso en esta tardía fase muchas de estas unidades iba a seguir preparadas (en uniforme, armadas y bajo el mando de sus propios oficiales) para un posible uso contra el Ejército Rojo, como Churchill iba a admitir después de la guerra [8]. Por consiguiente, era bastante posible lograr la capitulación de Japón a pesar de la demanda de inmunidad para Hirohito. Además, la condición de Tokio estaba lejos de ser esencial: una vez que se acabó imponiendo a los japoneses una rendición incondicional, los estadounidense nunca se molestaron en presentar cargos contra Hirohito y fue gracias a Washington que este pudo seguir siendo emperador todavía durante muchas décadas.
¿Por qué creían los japoneses que todavía podían permitirse el lujo de añadir una condición a su oferta rendición? La razón era que en China permanecía intacta la principal fuerza de su ejército. Creían que podrían utilizar este ejército para defender al propio Japón y hacer pagar así un alto precio a los estadounidenses por su sin duda inevitable victoria final. Sin embargo, este plan solo iba a funcionar si la Unión Soviética no se implicaba en la guerra en Lejano Oriente e inmovilizaba así a las fuerzas japonesas en el interior de China. En otras palabras, la neutralidad soviética permitió a Japón una leve esperanza, no en la victoria, por supuesto, sino en que Washington aceptara la condición referente a su emperador. Hasta cierto punto la guerra con Japón se alargó porque la URSS todavía no se había involucrado en ella. Pero Stalin ya había prometido en 1943 declarar la guerra a Japón tres meses después de la capitulación de Alemania y el 17 de julio de 1945 había reiterado su promesa en Potsdam. Por consiguiente, Washington contaba con un ataque soviético a Japón a principios de agosto, de modo que los estadounidenses sabían de sobra que la situación de los japoneses era desesperada. «Fini japos cuando eso ocurra», escribió Truman en su diario refiriéndose a la esperada intervención soviética en la guerra de Lejano Oriente [9].
Además, la Armada estadounidense aseguró a Washington que podía impedir que los japoneses trasladaran su ejército desde China para defender su patria de una invasión estadounidense. Por último, era discutible que fuera necesaria una invasión estadounidense de Japón puesto que la poderosa Armada estadounidense también podía simplemente bloquear esta nación isla y obligarle a elegir entre capitular o morir de hambre.
De modo que Truman contaba con una serie de opciones atractivas para terminar la guerra contra Japón sin tener que hacer más sacrificios: podía aceptar la trivial condición japonesa (la inmunidad para su emperador), también podía esperar hasta que el Ejército Rojo atacara a los japoneses en China y obligara así a Tokio a aceptar una rendición incondicional después de todo y podía haber impuesto un bloqueo naval que tarde o temprano habría obligado a Tokio a pedir la paz. Pero Truman y sus asesores no eligieron ninguna de estas opciones, sino que decidieron noquear a Japón con la bomba atómica.
Esta aciaga decisión, que iba a costar la vida de cientos de miles de personas, la mayoría civiles, ofrecía a los estadounidenses considerables ventajas. En primer lugar, la bomba todavía podía obligara a Tokio a rendirse antes de que los soviéticos entraran en la guerra en Asia y en ese caso no sería necesario permitir a Moscú opinar sobre de las futuras decisiones referentes al Japón de posguerra, a los territorios ocupados por Japón (como Corea y Manchuria) ni a Lejano Oriente y la zona del Pacífico en general. Estados Unidos tendría una hegemonía total sobre esa parte del mundo, lo que era el verdadero, aunque no confeso, objetivo de guerra de Washington en el conflicto con Japón. Por ese motivo se rechazó también la opción del bloqueo, porque en ese caso los japoneses solo habrían capitulado muchos meses después de que la Unión Soviética entrara en guerra.
Una intervención soviética en la guerra en Lejano Oriente amenazaba con proporcionar a los soviéticos la misma ventaja que les había proporcionado a los estadounidenses su relativamente tardía intervención en la guerra en Europa, es decir, un lugar en la mesa de los vencedores que iban a imponer su voluntad al derrotado enemigo, a decidir sobre las fronteras, a determinar las estructuras socioeconómicas y políticas de posguerra y, por lo tanto, a lograr enormes benéficos y prestigio. Washington no quería en absoluto que la Unión Soviética disfrutara de este tipo de beneficios. Los estadounidenses habían eliminado a su gran rival imperialista en esa parte del mundo y no les hacía ninguna gracia la idea de tener que cargar con un nuevo rival potencial, un rival, además, cuya odiada ideología comunista ya se estaba volviendo peligrosamente influyente en muchos países asiáticos, China incluida. Al utilizar la bomba atómica los dirigentes estadounidenses esperaban acabar rápidamente con los japoneses y empezar a reorganizar Lejano Oriente sin un potencialmente molesto socio soviético.
La bomba atómica parecía ofrecer a los dirigentes estadounidenses una importante ventaja adicional. La experiencia de Truman en Postdam le había convencido de que solo una demostración real de su nueva arma haría flexible a Stalin. Utilizar la bomba para destruir totalmente una ciudad japonesa parecía ser la estratagema perfecta para intimidar a los soviéticos y obligarles a hacer importantes concesiones respecto a los acuerdos de posguerra en Alemania, Polonia y otros lugares de Europa Central y del Este. Se afirma que el Secretario de Estado de Truman, James F. Byrnes, dijo después que se había utilizado la bomba porque era probable que esa demostración de poder hiciera que los soviéticos fueran más acomodadizos en Europa.
Para causar la impresión aterradora que buscaban provocar a los soviéticos (y al resto del mundo), la bomba tenía que ser lanzada, obviamente, sobre una gran ciudad. Probablemente fue esa la razón de que Truman rechazara la propuesta que le hicieron algunos científicos del Proyecto Manhattan de demostrar el poder de la bomba arrojándola en alguna isla deshabitada del Pacífico, porque no habría causado suficiente muerte y destrucción. También habría sido extremadamente embarazoso si el arma no hubiera obrado su magia mortífera, pero si fracasaba un bombardeo atómico sin previo aviso de una ciudad japonesa, nadie lo sabría y nadie se sentiría avergonzado. Había que elegir una gran ciudad japonesa, pero la capital, Tokio, no servía porque ya estaba arrasada por los anteriores bombardeos convencionales, de modo que un daño adicional probablemente no iba a resultar lo suficientemente impresionante. De hecho, muy pocas ciudades cumplían los requisitos de ser un objetivo «virgen». ¿Por qué? A principios de agosto de 1945 solo diez ciudades de más de 100.000 habitantes seguían relativamente indemnes de los bombardeos y bastantes de ellas estaban fuera del alcance de los bombarderos (como no existían defensas aéreas japonesas, los bombarderos ya habían empezado a arrasar ciudades de menos de 30.000 habitantes). Pero Hirosima y Nagasaki tuvieron la mala suerte de cumplir los requisitos [10].
La bomba atómica estuvo lista justo a tiempo de ser utilizada antes de que la URSS tuviera la oportunidad de involucrarse en Lejano Oriente. Hiroshima fue arrasada el 6 de agosto de 1945, pero los dirigentes japoneses no reaccionaron inmediatamente con una capitulación incondicional. La razón era que el daño fue grande, pero no mayor que el causado por los anteriores bombardeos sobre Tokio, donde un ataque de miles de bombarderos los días 9 y 10 de marzo de 1945 había causado más destrucción y matado a más personas que en el objetivo «virgen» de Hiroshima. Esto arruinó el delicado escenario de Truman, al menos en parte. Tokio no se había rendido todavía cuando el 8 de agosto de 1945 (exactamente tres meses después de la capitulación de Alemania en Berlín) la URSS declaró la guerra a Japón y al día siguiente el Ejército Rojo atacó a las tropas japonesas estacionadas en China. Ahora Truman y sus asesores querían acabar la guerra lo antes posible para limitar el «daño» (desde su punto de vista) hecho por la intervención soviética.
El 9 de agosto de 1945 se lanzó una segunda bomba, esta vez sobre la ciudad de Nagasaki. Fue el mismo día en que las fuerzas armadas de la Unión Soviética entraron en la guerra en Lejano Oriente tras una declaración formal de guerra por parte de la Unión Soviética el día anterior. Un excapellán del ejército estadounidense afirmó después acerca de este bombardeo, en el que murieron muchas personas japonesas católicas: «Esa es una de las razones por las que creo que lanzaron la segunda bomba. Para meter prisa. Para hacer que se rindieran antes de que llegaran los rusos» [11] (este capellán puede o no haber sabido que entre los 75.000 seres humanos que fueron «incinerados, carbonizados y evaporados instantáneamente» en Nagasaki había tanto muchas personas católicas japonesas como una cantidad desconocida de prisioneros de un campo de prisioneros de guerra aliados, de cuya presencia se había sido informado en vano al comando aéreo [12]).
Japón capituló no debido a las bombas atómicas sino debido a la entrada en guerra de los soviéticos. Después de que la mayoría de las grandes ciudades del país hubieran sido arrasadas, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, por muy horrible que fuera, no cambiaba demasiado las cosas desde un punto de vista estratégico. La declaración de guerra soviética, en cambio, supuso un golpe fatal porque eliminaba la última esperanza de Tokio de poner algunas condiciones menores a la inevitable capitulación. Además, incluso después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki los dirigentes japoneses sabían que iba a costar muchos meses antes de que las tropas estadounidenses pudieran desembarcar en Japón, pero el Ejercito Rojo ya estaba avanzando tan rápido que se calculaba que en diez días entraría en territorio japonés. En otras palabras, debido a la intervención rusa Tokio se quedó sin tiempo y sin opciones que no fueran la rendición incondicional. Japón capituló debido a la declaración de guerra de la Unión Soviética, no debido a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Incluso sin las bombas atómicas, la entrada de los soviéticos en la guerra habría provocado la rendición de Japón [13]. Pero los dirigentes japoneses se tomaron su tiempo. Su capitulación formal se produjo el 14 de agosto de 1945.
Para gran disgusto de Truman y sus asesores, el Ejército Rojo pudo hacer considerables progresos durante esos últimos días de guerra. Los soviéticos incluso empezaron a expulsar a los japoneses de su colonia coreana y lo hicieron en colaboración con el movimiento coreano de liberación de Corea dirigido por Kim Il-sung, que resultó ser inmensamente popular y, por lo tanto, pudo llegar al poder tras la liberación de todo el país del horrible yugo colonial japonés. Pero la posibilidad de una Corea socialista e independiente no encajaba en los planes estadounidenses para el Lejano Oriente de posguerra, por lo que Washington envió rápidamente tropas a ocupar el sur de la península y los soviéticos accedieron a una división del país que se suponía iba a ser solo temporal, pero que ha durado hasta nuestros días [14].
Parecía que, después de todo, los estadounidenses iban a tener que cargar con un socio soviético en Lejano Oriente, pero Truman se aseguró de que no fuera así. Actuó como si la anterior cooperación de las tres grandes potencias en Europa no hubiera sentado un precedente cuando el 15 de agosto de 1945 rechazó la petición de Stalin de una zona de ocupación soviética en el derrotado País del Sol Naciente. Y cuando el 2 de septiembre de 1945 el general MacArthur aceptó oficialmente la rendición japonesa en el acorazado estadounidense Missouri anclado en la bahía de Tokio, a los representantes de la Unión Soviética y de otros aliados en Extremo Oriente, incluidos Gran Bretaña y los Países Bajos, solo se les permitió estar presentes como insignificantes figurantes. No se dividió Japón en zonas de ocupación, como se había hecho con Alemania. El derrotado rival de Estados Unidos iba a ser ocupado en su totalidad únicamente por los estadounidenses y como virrey de Estados Unidos en Tokio el general MacArthur se iba a asegurar de que que ninguna otra potencia tuviera voz en los asuntos de posguerra de Japón, sin tener en cuenta las contribuciones que habían hecho a la victoria común.
Los conquistadores estadounidenses recrearon el País del Sol Naciente según sus ideas y según su conveniencia. En septiembre de 1951 un Estados Unidos satisfecho firmaría un tratado de paz con Japón, pero la URSS, cuyos intereses nunca se habían tenido en cuenta, no cofirmó este tratado. Los soviéticos se retiraron de las partes de China y Corea que habían liberado, pero se negaron a evacuar territorios japoneses como Sajalín y las Kuriles, que habían sido ocupados por el Ejército Rojo durante los últimos días de la guerra. Posteriormente serían criticados despiadadamente por ello en Estados Unidos, como si la actitud del propio gobierno estadounidense no tuviera nada que ver con este asunto.
Los dirigentes estadounidenses creían que después de que Japón violara China y humillara a potencias coloniales tradicionales como Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos, y después de la propia victoria estadounidense sobre Japón, solo habría que elimina a la URSS de Lejano Oriente (una mera formalidad, al parecer) para cumplir su sueño de hegemonía absoluta en esa parte del mundo. Su decepción y disgusto fueron aún mayores cuando China se «perdió» a manos de los comunistas de Mao después de la guerra. Para empeorar las cosas la mitad norte de Corea, una antigua colonia japonesa que Estados Unidos había esperado reducir a la condición de vasallo junto con el propio Japón, optó por una idiosincrásica vía al socialismo y en Vietnam también resultó que un movimiento popular de independencia bajo el liderazgo de Ho Chi Minh tenía unos planes que demostraron ser incompatibles con las grandes ambiciones asiáticas de Estados Unidos. No es de extrañar, por lo tanto, que se llegara a la guerra en Corea y Vietnam, y casi a un conflicto armado con la «China Roja».
No era necesario utilizar la bomba atómica para obligar a Japón a doblegarse. Como reconocería categóricamente un minucioso estudio estadounidense sobre la guerra en el aire, US Strategic Bombing Survey, «sin duda Japón se habría rendido antes del 31 de diciembre de 1945 aunque no se hubiera arrojado las bombas atómicas, aunque Rusia no hubiera entrado en guerra y aunque no se hubiera planeado o contemplado una invasión» [15]. Varios dirigentes militares estadounidenses lo han reconocido públicamente, incluidos Henry «Hap» Arnold, Chester Nimitz, William «Bull» Halsey, Curtis LeMay y un futuro presidente, Dwight Eisenhower. Truman, sin embargo, quería utilizar las bombas por varios motivos y no solo para lograr que los japoneses se rindieran. Esperaba que arrojar la bomba mantendría a los soviéticos fuera de Lejano Oriente y aterrorizaría a los dirigentes de ese país, de modo que Washington pudiera imponer en el Kremlin su voluntad respecto a los asuntos europeos. Y así se pulverizó Hisohima y Nagasaky. Muchos historiadores estadounidenses son muy conscientes de ello. Sean Dennis Cashman escribe: «Con el paso del tiempo muchos historiadores han llegado a la conclusión de que la bomba se utilizó en gran parte por razones políticas […]. Vannevar Bush [director de la Oficina de Investigación Científica y Desarrollo de Estados Unidos] afirmó que la bomba «también se entregó a tiempo, para que no hubiera necesidad de hacer ninguna concesión a Rusia al final de la guerra». El Secretario de Estado bajo el presidente Truman James F. Byrnes nunca negó unas declaraciones que se le atribuyeron en las que afirmaba que se había utilizado la bomba para demostrar la Unión Soviética el poder de Estados Unidos con el fin de hacer que los soviéticos fueran más manejables en Europa [16].
El propio Truman, sin embargo, declaró hipócritamente en aquel momento que el objetivo de los dos bombardeos nucleares había sido «traer a los chicos a casa», es decir, acabar rápidamente la guerra sin más pérdida de vidas humanas en el lado estadounidense. Los medios de comunicación estadounidenses difundieron de forma acrítica esta explicación y así nació un mito que tanto ellos como la corriente dominante de historiadores estadounidense y del mundo occidental en general (y, por supuesto, Hollywood) han difundido con entusiasmo.
El mito de que dos ciudades japonesas fueron bombardeadas con armas nucleares para obligar a Tokio a rendirse, y acortar así la guerra y salvar vidas se elaboró Estados Unidos, pero iba a ser secundado con entusiasmo por Japón, cuyos dirigentes de posguerra, vasallos de Estados Unidos, lo encontraron extremadamente útil por varias razones, como ha señalado War Wilson en su excelente artículo sobre la bomba atómica. En primer lugar, al emperador y a sus ministros, que en muchos sentidos eran responsables de una guerra que había causado tanto sufrimiento al pueblo japonés, les pareció extremadamente conveniente culpar de su derrota «a un increíble avance científico que nadie podía haber previsto», como afirma Wilson. La cegadora luz de las explosiones atómicas impidió, por así decirlo, ver sus «equivocaciones y errores de cálculo». Se había mentido al pueblo japonés acerca de lo mal que estaba realmente la situación y de cómo se había prolongado su sufrimiento únicamente para salvar al emperador, pero la bomba proporcionó la excusa perfecta para haber perdido la guerra. No hubo necesidad de repartir culpas ni tampoco de crear un tribunal de investigación. Los dirigentes japoneses pudieron afirmar que habían hecho cuanto habían podido, de modo que en general la bomba sirvió para alejar la culpa de los dirigentes japoneses.
En segundo lugar, la bomba hizo que Japón se ganara la simpatía internacional. Lo mismo que Alemania, Japón había emprendido una guerra de agresión y había cometido todo tipo de crímenes de guerra. Ambos países buscaron la forma de mejorar su imagen tratando de cambiar la condición de responsable por la de víctima. En ese contexto la Alemania (occidental) de posguerra inventó el mito sobre el Ejército Rojo que se describía como una segunda horda de mongoles racialmente inferiores que tomó Berlín al asalto, violó a rubias Fräuleins y saqueó pacificas ciudades camino de Berlín. De forma similar Hiroshima y Nagasaki permitieron a Japón hacerse pasar por «una nación castigada, que había sido injustamente bombardeada con un instrumento de guerra cruel y horrible».
En tercer lugar, a los gobernantes supremos estadounidenses del Japón de posguerra sin duda les complacía hacerse eco de la idea estadounidense de que la bomba había puesto fin a la guerra. Estos gobernantes protegieron a la clase alta de Japón frente a las demandas de cambio social radical provenientes de elementos radicales, incluidos los comunistas, cuyo evangelio «tenía eco entre las personas pobres de Japón y amenazaba el gobierno plutocrático» [17]. Pero durante un tiempo la élite temió que los estadounidenses abolieran la figura del emperador y llevaran a juicio por crímenes de guerra a muchos altos cargos del gobierno, banqueros e industriales, de modo que se consideró útil complacer a los estadounidenses y, como ha señalado un historiador japonés, «si querían creer que la bomba había ganado la guerra, ¿por qué decepcionarlos?». El hecho de que Japón aceptara el mito estadounidense de Hiroshima complació a los estadounidenses porque sirvió para difundir en Japón, en otros lugares de Asia y en todo el mundo la idea de que Estados Unidos era todopoderoso desde el punto de vista militar aunque amante de la paz y que solo quería utilizar su monopolio de la bomba atómica cuando fuera absolutamente necesario. Ward Wilson continúa y concluye el artículo de la siguiente manera: «Si, por otra parte, la entrada de los soviéticos en la guerra fue lo que provocó la rendición de Japón, entonces los soviéticos podrían afirmar que pudieron hacer en cuatro días lo que Estados Unidos no había podido hacer en cuatro años, y la impresión del poder militar soviético y de la influencia diplomática soviética se vería reforzada. Y una vez que empezara la Guerra Fría, afirmar que la entrada soviética había sido el factor decisivo habría equivalido a proporcionar ayuda y consuelo al enemigo» [18].
Con los años el mito de que el «bombardeo nuclear» de dos ciudades japonesas estaba justificado ha perdido gran parte de su atractivo a ambos lados del Pacífico. En 1945 un abrumador 85 % de los estadounidenses lo consideraba así, pero este porcentaje se redujo al 63 % en 1991 y al 29 % en 2015; en cuanto a la población japonesa, solo el 29 % lo aprobaba en 1991 y en 2015 apenas el 14 % [19]. Era obvio que el mito necesitaba un espaldarazo y se lo dio debidamente uno de los sucesores de Truman, el presidente Barack Obama.
Obama visitó Hiroshima en mayo de 2016. En un discurso público calificó fríamente la pulverización de la ciudad por medio de la bomba atómica en 1945 de «muerte caída del cielo», como si hubiera sido una granizada o algún otro fenómeno natural con el que su país no tuviera nada que ver y omitió pronunciar una sola palabra de arrepentimiento, por no hablar de una disculpa, en nombre del Tío Sam. En un entusiasta reportaje sobre esta actuación presidencial, el New York Times, uno de los principales periódicos de Estados Unidos, escribió que «muchos historiadores creen que los bombardeos sobre Hiroshima y luego sobre Nagasaki, que juntos se cobraron la vida de más de 200.000 personas, a fin de cuentas salvaron vidas, ya que una invasión de las islas habría provocado un derramamiento de sangre mucho mayor» [20]. No se mencionó en absoluto que hay muchos hechos que contradicen esta «creencia» ni que muchos historiadores creen justo lo contrario. Así es como se mantienen vivos los mitos, incluso los que se vienen abajo.
Este artículo es una adaptación de un capítulo del libro de Jacques R. Pauwels que se editará próximamente sobre los grandes mitos de la historia moderna (la editorial Boltxe liburuak lo publicará en castellano a principios de diciembre de 2021).
Jacques R. Pauwels es historiador y autor de The Great Class War: 1914-1918. Su último libro es Le Paris des san-sculottes: Guide du Paris révolutionnaire 1789-1799, Éditions Delga, París, marzo de 2021.
Referencias:
Alperovitz, Gar, Atomic Diplomacy: Hiroshima and Potsdam. The Use of the Atomic Bomb and the American Confrontation with Soviet Power, nueva edición, Harmondsworth, Middlesex, 1985 (edición original de1965).
Cashman, Sean Dennis, Roosevelt, and World War II, Nueva York y Londres, 1989.
Cummings, Bruce, The Korean War: A History, Nueva York, 2011.
Dülffer, Jost, Jalta, 4. Februar 1945: Der Zweite Weltkrieg und die Entstehung der bipolaren Welt, Múnich, 1998.
Gowans, Stephen, Patriots, Traitors and Empires: The Story of Korea’s Struggle for Freedom, Montreal, 2018.
Harris, Gardiner, “At Hiroshima Memorial, Obama Says Nuclear Arms Require ‘Moral Revolution’”, The New York Times, 27 de mayo de 2016
Hasegawa, Tsuyoshi, Racing the Enemy: Stalin, Truman, and the Surrender of Japan, Cambridge, MA, 2005.
Kohls, Gary G, “Whitewashing Hiroshima: The Uncritical Glorification of American Militarism,” http://www.lewrockwell.com/orig5/kohls1.html
Kolko, Gabriel, The Politics of War: The World and United States Foreign Policy, 1943-1945, Nueva York, 1968.
Kolko, Gabriel, Main Currents in Modern American History, Nueva York, 1976.
Pauwels, Jacques R, The Myth of the Good War: America in the Second World War, edición revisada edition, Toronto, 2015. [en castellano, traducido por José Sastre, El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002].
Stokes, Bruce, “70 years after Hiroshima, opinions have shifted on use of atomic bomb”, Factank, 4 de agosto de 2015, https://www.pewresearch.org/fact-tank/2015/08/04/70-years-after-hiroshima-opinions-have-shifted-on-use-of-atomic-bomb.
Terkel, Studs, “The Good War”: An Oral History of World War Two, Nueva York, 1984.
Williams, William Appleman, The Tragedy of American Diplomacy, edición revisada, Nueva York, 1962.
Wilson, Ward. “The Bomb Didn’t Beat Japan … Stalin Did. Have 70 years of nuclear policy been based on a lie?”, F[oreign]P[olicy], 30 de mayo de 2013, https://foreignpolicy.com/2013/05/30/the-bomb-didnt-beat-japan-stalin-did.
Notas:
[1] Francia se iba a unir a este trío más tarde y lo convirtió así en los Cuatro Grandes.
[2] Kolko (1968), pp. 50-51.
[3] Williams, p. 250.
[4] Dülffer, p. 155.
[5] Kolko (1976), p. 355.
[6] Alperovitz, p. 223.
[7] Alperovitz, p.156.
[8] Pauwels (2015), pp. 178-79.
[9] Citado en Alperovitz, p. 24.
[10] Wilson.
[11] Citado en Terkel, p. 535.
[12] Kohls.
[13] Hasegawa, pp. 185-86, 295-97; Wilson.
[14] Para una historia libre de mitos de la tragedia de la división de Corea, véase los libros de Cummings y Gowans (2018).
[15] Citado en Horowitz, p. 53.
[16] Cashman, p. 369.
[17] Según se cita en Gowans (2018), p. 106, a la historiadora estadounidense Sarah C. Paine.
[18] Wilson.
[19] Stokes.
[20] Harris.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.