Una foto. Dos hombres se saludan. Es el 2 de julio de 1996. Están en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Participan en el foro especial para la reforma del Estado. Uno de ellos, el anfitrión, tiene un pasamontañas y una pipa y, además de dar la mano derecha, toma el codo de su interlocutor […]
Hoy, la imagen se ha desgarrado. Los dirigentes políticos ya no se dan más la mano. El vocero del EZLN ha hecho fuertes críticas al precandidato presidencial del PRD. El tabasqueño ha guardado silencio.
La instantánea resumía no un encuentro circunstancial, sino una convergencia de largo aliento. Los zapatistas estimaron que era posible impulsar con el cardenismo y las fuerzas que se agruparan en torno suyo un proceso de transformación que incluyera los 11 puntos que ha-bían levantado junto a las demandas de los pueblos indios. Y buscaron formalizar esa concurrencia. Por eso estaban presentes en esa reunión no sólo López Obrador, sino también Cuauhtémoc Cárdenas.
La distancia entre los rebeldes y el cardenismo comenzó, sin embargo, no nueve años después del encuentro en el que se tomó la fotografía, sino a las pocas horas. El día del retrato los zapatistas se reunieron con una delegación amplia del PRD y pactaron el inicio de una «relación formal fundada en la solidaridad y el respeto mutuo». Alejandro Encinas y Jesús Ortega firmaron un comunicado con el anuncio. Momentos después, Porfirio Muñoz Ledo, presidente del partido del sol azteca, desautorizó el pacto. Desde ese instante los desencuentros fueron cada vez más frecuentes y graves.
La ruptura en curso rebasa la personalidad de los dirigentes. El pleito no es una ocurrencia de Marcos ni el producto de un enojo. Mucho menos una cuestión de rivalidad personal. Un enorme foso se ha abierto entre el partido político y la fuerza político-militar e impide que caminen juntos. Sus diferencias se han vuelto inconciliables. El zapatismo no cree ya, como creyó en 1994, que alrededor del lopezobradorismo sea factible construir un movimiento de transformación política y social. Desde su punto de vista, el triunfo electoral de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997 abrió dentro del sol azteca un daño profundo e irreparable. Un camino que desembocó, cuatro años más tarde, en la apuesta de la dirección del partido por impedir que el EZLN saliera triunfante a hacer política abierta en todo el territorio nacional. Una ruta que condujo a grupos de paramilitares chiapanecos a las filas perredistas.
Sin embargo, los reproches de los rebeldes no se circunscriben al sol azteca ni a López Obrador. Sus críticas tocan al conjunto de la clase política. «No es cierto -han dicho- que nomás estamos en contra del PRD: la otra geometría era clara en contra del PRI y del PAN.» Desde su punto de vista, la degradación de los políticos profesionales es tan grande que no hay nada que hacer allí. El momento de quiebre entre la clase política y la sociedad se consuma en abril de 2001, cuando los partidos votaron por unanimidad en el Senado la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas que traicionó los acuerdos de San Andrés. El proyecto de decreto de los cambios a la Carta Magna fue firmado por cuatro legisladores perredistas: Lázaro Cárdenas, Jesús Ortega, Demetrio Sodi y Daniel López Nelio.
Los zapatistas se han propuesto construir junto con otros grupos y organizaciones sociales un frente capaz de organizar la resistencia y desarrollar capacidad de veto a las reformas neoliberales. Quieren reconstruir la izquierda y refundar desde abajo la política. Gane quien gane las próximas elecciones federales, se necesitará una fuerza de estas características. En ello son fieles a su origen.
Lo que es profundamente original en el zapatismo, ha dicho el ensayista Tomás Segovia, es que una rebelión armada siga teniendo fielmente los rasgos de una protesta social y no los de una revolución política. Esa protesta ha puesto en entredicho la legitimidad del poder. Ha evitado la ideologización, convertirse en partido político y quedar atrapada entre las redes de la política institucional.
El diagnóstico rebelde sobre la descomposición de la clase política es acertado en lo general. Los estudios sobre la percepción pública acerca de los políticos profesionales no dejan lugar a dudas: ocupan los últimos lugares en la estima de la población, junto a los policías. El alto porcentaje de abstencionismo electoral es un termómetro de esta debacle.
Sin embargo, esta visión deja de lado el efecto López Obrador en sectores muy importantes de la sociedad urbana. Para ellos el antiguo jefe de Gobierno de la ciudad de México es distinto a los políticos tradicionales. En su imaginario, El Peje representa no sólo la posibilidad de que la izquierda electoral triunfe en los próximos comicios, sino la posibilidad de una política decente, cercana a los pobres, sin vínculos con el narcotráfico, incluyente. La ofensiva de los grupos de interés y de la Presidencia de la República para desaforarlo e inhabilitarlo políticamente, así como la movilización social para frenar el atropello, le proporcionaron enorme legitimidad política.
Para muchos de quienes tomaron las calles de la ciudad de México en contra del desafuero, la descalificación zapatista a López Obrador es incomprensible e inoportuna. Es expresión de un sectarismo inadmisible que divide a las fuerzas progresistas. Pero el EZLN asegura que su crítica proviene de consideraciones éticas («queremos voltear a ver nuestros muertos y no sentir vergüenza», han dicho), de la trayectoria seguida por el PRD y de su convicción de que el precandidato presidencial no es de izquierda.
Mejor acostumbrarse. Ambas lógicas son incompatibles. No se producirá alianza de facto. No habrá reconciliación. Se ha abierto una etapa de conflictos y lucha de ideas. La foto del saludo de Marcos y López Obrador en julio de 1996 se ha roto. No habrá a corto plazo fuerza capaz de pegarla.