Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza
Incluso para los más grandes imperios la geografía es a menudo destino. Sin embargo, esto no se lo enseñarán en Washington. Las elites políticas, de seguridad nacional y de política exterior estadounidenses siguen ignorando los fundamentos de la geopolítica que han conformado el destino de los imperios mundiales en los últimos 500 años. En consecuencia, no han entendido el sentido y la importancia de los rápidos cambios globales que se han producido en Eurasia y que están socavando la ambiciosa estrategia de Washington para dominar el mundo de las últimas siete décadas.
Una mirada superficial a lo que actualmente se entiende por «sabiduría» interna en Washington revela una concepción del mundo sorprendentemente insular. Fíjense por ejemplo en el científico político de Harvard Joseph Nye Jr., conocido por haber creado el concepto de «poder blando». Proporcionando una simple lista de las maneras en que él cree que el poder militar, económico y cultural de Estados Unidos sigue siendo único y superior, recientemente sostenía que no existe ninguna fuerza, interna o global, capaz de eclipsar el futuro de Estados Unidos como principal potencia mundial.
A quienes señalan la emergente economía de Beijing y proclaman este «el siglo chino», Nye les ofreció un listado de inconvenientes: la renta per cápita de China «tardará décadas (si es que lo logra) en alcanzar» la de Estados Unidos; de manera miope, ha «enfocado sus políticas principalmente en su región»; no ha «desarrollado ninguna capacidad significativa para la proyección de la fuerza global». Sobre todo, declaró Nye, China sufre «desventajas geopolíticas en el equilibrio de poder dentro de Asia, si se compara con Estados Unidos».
O dicho de otro modo (y en esto Nye es representativo de todo un mundo de pensamiento en Washington): con más aliados, barcos, combatientes, misiles, dinero, patentes y películas taquilleras que ninguna otra potencia, Washington gana definitivamente.
Si el profesor Nye dibuja el poder con números, el último mamotreto del ex secretario de Estado Henry Kissinger, modestamente titulado World Order [Orden mundial] y aclamado en las reseñas como nada menos que una revelación, adopta una perspectiva nietzscheana. El eterno Kissinger presenta la política mundial como si fuera plástico, es decir, sumamente susceptible de ser modelada por grandes líderes con deseos de poder. Según este criterio, siguiendo la tradición de los grandes diplomáticos europeos Charles de Talleyrand y el príncipe [Klemens von] Metternich, el presidente Theodore Roosevelt fue un intrépido visionario que impulsó «el papel estadounidense en la gestión del equilibrio Asia-Pacífico». Por otro lado, el sueño idealista de Woodrow Wilson de la autodeterminación nacional le volvió un inepto en geopolítica, mientras que Franklin Roosevelt estuvo ciego ante la inflexible «estrategia global» del dictador soviético Joseph Stalin. Harry Truman, por el contrario, superó la ambivalencia nacional para comprometer a «Estados Unidos en la conformación de un nuevo orden internacional», una política sabiamente seguida por los siguientes 12 presidentes.
Entre los más «valientes», insiste Kissinger, estuvo el líder del «coraje, la dignidad y la convicción», George W. Bush, cuya apuesta firme por la «transformación de Iraq de uno de los estados más represivos de Oriente Medio en una democracia multipartidista» habría tenido éxito de no ser por el «implacable» empeño de Siria e Irán en subvertir su trabajo. Desde esa perspectiva, no hay lugar para la geopolítica; lo único que realmente importa es la visión audaz de los «hombres de Estado» y los reyes.
Y quizá esa sea una perspectiva reconfortante en Washington en un momento en el que la hegemonía de Estados Unidos está desmoronándose en medio de un desplazamiento tectónico del poder mundial.
Con unos consagrados visionarios en Washington tan sorprendentemente obtusos en cuestiones de geopolítica, quizá haya llegado el momento de volver a los principios básicos. Eso significa regresar al texto fundacional de la geopolítica moderna, el cual sigue siendo una guía indispensable pese a haber sido publicado en una oscura revista de geografía británica hace más de un siglo.
Sir Halford inventa la geopolítica
En una fría tarde londinense de enero de 1904, Sir Halford Mackinder, el director de la London School of Economics, «cautivó» a las personas reunidas en el auditorio de la Real Sociedad Geográfica (Londres) en [el número 1 de] Savile Row, mientras pronunciaba una conferencia con el atrevido título «The Geographical Pivot of History» [«El pivote geográfico de la historia»] [1]. Esta conferencia evidenció, a decir del presidente de la institución, «una brillantez descriptiva […] rara vez igualada en esta sala».
Mackinder sostuvo que el futuro del poder mundial no radicaba, como imaginaba la mayoría de los británicos, en controlar las vías marítimas mundiales sino una vasta masa de tierra que él denominó «Euro-Asia». Apartando la atención de Estados Unidos para colocar a Asia Central en el epicentro del globo, e inclinando a continuación el eje de la Tierra un poquito más hacia el norte de lo que lo hace la proyección de Mercator, Mackinder redibujó y, por lo tanto, reconceptualizó la cartografía mundial.
Su nuevo mapa mostraba África, Asia y Europa no como tres continentes separados, sino como una masa de tierra unitaria, una auténtica «isla mundial». El ancho y profundo «heartland» («corazón continental») -6.437 km desde el golfo Pérsico hasta el mar de Siberia Oriental- era tan enorme que solo podría ser controlado desde sus «rimlands» («márgenes continentales» [2]) en Europa Oriental o lo que él denominó «marginal» marítimo en los mares circundantes.
El «descubrimiento de la ruta que, pasando por el Cabo de Buena Esperanza, conducía hasta la India» en el siglo XVI, escribió Mackinder, «dotó a la cristiandad de la movilidad de poder más amplia que se conoce […] envolviendo con su influencia al poder terrestre euroasiático que hasta entonces había amenazado su propia existencia». Esta enorme movilidad, explicó más adelante, dio a los navegantes europeos «superioridad durante aproximadamente cuatro siglos sobre la gente de tierra de África y Asia».
Sin embargo, el «heartland» de esta vasta masa de tierra, una «región pivote» que se extiende desde el golfo Pérsico hasta el río Yantzé en China, sigue siendo nada menos que el punto arquimédico del poder mundial futuro. «Quien gobierne el Corazón Continental dominará la Isla Mundial», resumió más adelante Mackinder. «Quien gobierne la Isla Mundial dominará el mundo» [3]. Más allá de la vasta masa de esa isla mundial, que conforma el 60% de la superficie terrestre del planeta, se encontraba un hemisferio de menor importancia cubierto de grandes océanos y unas pocas «islas más pequeñas» lejanas. Se refería, por supuesto, a Australia y las Américas.
Para la generación anterior, la apertura del Canal de Suez y el transporte marítimo a vapor habían «incrementado la movilidad del poder marítimo [con relación] al poder terrestre». Pero los futuros ferrocarriles podían tener «un papel muy destacado en la estepa», afirmaba Mackinder, disminuyendo los costes del transporte marítimo y desplazando el centro neurálgico del poder geopolítico tierra adentro. Con el tiempo, el «Estado pivote» de Rusia podría, aliado con otra potencia como Alemania, expandirse «por las tierras marginales de Eurasia», permitiendo «el uso de amplios recursos continentales para la construcción de una flota, y un imperio de alcance mundial estaría a la vista».
Durante las dos horas siguientes, según iba leyendo un texto denso con la sintaxis enrevesada y las referencias clásicas esperadas de un antiguo catedrático de Oxford, su audiencia supo que estaba teniendo conocimiento de algo extraordinario. Varias personas se quedaron después para realizar extensos comentarios. Por ejemplo, el reconocido analista militar Spenser Wilkinson, el primero en ocupar una cátedra de historia militar en Oxford, se declaró poco convencido de la «moderna expansión de Rusia», insistiendo en que el poder naval británico y japonés continuaría la histórica función de mantener «el equilibrio entre las fuerzas dividas […] en la región continental».
Ante la presión de su entendida audiencia para que tuviera en cuenta otros hechos y factores, incluyendo el «aire como medio de locomoción», Mackinder respondió: «Mi objetivo no es predecir un gran futuro para este o aquel país, sino establecer una fórmula geográfica que usted pueda aplicar a cualquier equilibrio político». En lugar de explicar hechos específicos, Mackinder estaba elaborando una teoría general sobre la relación causal entre geografía y poder mundial. «El futuro del mundo», repetía, «depende del mantenimiento de [un] equilibrio de poder» entre las potencias marítimas como Gran Bretaña y Japón situados en el marginal marítimo y «las fuerzas internas expansivas» dentro del heartland euro-asiático que pretendían contener.
Mackinder no solo expresó una visión del mundo que influiría en la política exterior británica durante varias décadas, sino que en aquel momento acababa de crear la ciencia moderna de la «geopolítica»: el estudio de cómo la geografía, bajo determinadas circunstancias, puede conformar el destino de pueblos, naciones e imperios enteros.
Aquella noche en Londres fue, por supuesto, hace muchísimo tiempo. Era otra época. Inglaterra todavía estaba de duelo por la muerte de la reina Victoria. Teddy Roosevelt era presidente. Henry Ford acababa de abrir una pequeña fábrica de automóviles en Detroit para fabricar su Modelo A, que tenía una velocidad punta de 45,06 km/h. Solo un mes antes, el «Flyer» de los hermanos Wright realizó su primer vuelo, alcanzando una altura de 36,57 m, para ser exactos.
Y aún así, durante los siguientes 110 años las palabras de Sir Halford Mackinder ofrecerían un prisma de excepcional precisión para entender la a menudo oscura geopolítica detrás de los conflictos mundiales más importantes: dos guerras mundiales, una Guerra Fría, las guerras de Estados Unidos en Asia (Corea y Vietnam), dos guerras en el golfo Pérsico e incluso la interminable pacificación de Afganistán. La pregunta hoy es: ¿Cómo puede ayudar Sir Halford a entender no solo los siglos pasados, sino el próximo medio siglo?
Britania gobierna las olas
En la época del poder marítimo, que duró más de 400 años -desde 1602 hasta la Conferencia de Desarme de Washington en 1922- las grandes potencias competían por controlar la isla mundial euroasiática a través de las vías marítimas que se extendían a su alrededor a lo largo de 15.000 millas desde Londres hasta Tokio. El instrumento del poder era, por supuesto, el barco: primero buques de guerra, luego acorazados, submarinos y portaviones. Mientras los ejércitos terrestres avanzaban trabajosamente por el barro de Manchuria o Francia en batallas con cantidades estremecedoras de bajas, las armadas imperiales se deslizaban por el mar, maniobrando por el control de costas y continentes enteros.
En la plenitud de su poder imperial, alrededor de 1900, Gran Bretaña gobernaba las olas con una flota de 300 buques capitales y 30 bastiones navales, bases que rodeaban la isla mundial desde Scapa Flow en el Atlántico Norte, a través del Mediterráneo en Malta y Suez, hasta Bombay, Singapur y Hong Kong. Al igual que el Imperio Romano cercaba el Mediterráneo convirtiéndolo en Mare Nostrum («Nuestro Mar»), la potencia británica convertiría el océano Índico en su propio «mar cerrado», asegurando sus flancos con ejércitos en la frontera noroeste de la India e impidiendo a los persas y los otomanos construir bases navales en el golfo Pérsico.
Con esa maniobra, Gran Bretaña también se aseguraba el control sobre Arabia y Mesopotamia, territorio estratégico al que Mackinder denominó «el paso terrestre de Europa a las Indias» y la puerta de entrada al «heartland» de la isla mundial. Desde esta perspectiva geopolítica, el siglo XIX fue, en el fondo, una rivalidad estratégica, a menudo llamada «el Gran Juego», entre Rusia «dominando casi por completo el Corazón Continental […] golpeando las puertas interiores de las Indias», y Gran Bretaña «avanzando hacia tierra firme desde las entradas marítimas de la India para enfrentar la amenaza procedente del noroeste». En otras palabras, Mackinder llegó a la conclusión de que «las realidades geográficas finales» de la edad moderna eran el poder marítimo versus el poder terrestre o «la Isla Mundial versus el Corazón Continental»[4].
Las intensas rivalidades, primero entre Inglaterra y Francia y más tarde entre Inglaterra y Alemania, sirvieron para impulsar en Europa una incesante carrera de armamento naval que elevó el coste del poder marítimo hasta niveles insostenibles. En 1805, el buque insignia del Almirante [Horatio] Nelson, el HMS Victory, con su casco de roble de 3.500 toneladas, navegó a una velocidad de 9 nudos hacia la batalla de Trafalgar contra la armada de Napoleón, sus cañones de ánima lisa de 100 mm disparando balas de 19,05 kg a una distancia que no superaba los 360 m.
Un siglo después, en 1906, Gran Bretaña creó el primer buque de guerra moderno del mundo, el HMS Dreadnought, con un casco de acero con un grosor de 30,5 cm y 20.000 toneladas de peso, turbinas de vapor que permitían alcanzar una velocidad de 21 nudos y cañones de repetición mecanizados de 12 pulgadas capaces de disparar proyectiles de 385 kg con un alcance de 19 km. El coste de este leviatán fue de 1,8 millones de libras esterlinas, equivalentes a casi 300 millones de dólares actuales. En la siguiente década media docena de potencias habían vaciado sus tesoros para construir flotas enteras de estos letales y costosísimos acorazados.
Gracias a la combinación de la superioridad tecnológica, el alcance mundial y las alianzas navales con Estados Unidos y Japón, la Pax Britannica duraría un siglo entero, desde 1815 hasta 1914. Al final, sin embargo, este sistema mundial estuvo marcado por una acelerada carrera de armamento naval, una volátil diplomacia entre grandes potencias y una feroz competición por el imperio de ultramar que acabó en la salvaje carnicería de la Primera Guerra Mundial, dejando 16 millones de muertos para 1918.
El siglo de Mackinder
Como señaló una vez el prestigioso historiador Paul Kennedy, especializado en asuntos internacionales, «en lo que quedaba del siglo XX quedó demostrada la tesis de Mackinder», con dos guerras mundiales por el control de sus «rimlands» que se extendieron desde Europa Oriental hasta Asia a través de Oriente Medio. De hecho, la Primera Guerra Mundial fue, como el propio Mackinder explicó, «un duelo directo entre el poder terrestre y el poder marítimo». Al final de la guerra, en 1918, las potencias marítimas -Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón- enviaron expediciones navales a Arcángel, el mar Negro y Siberia para contener la revolución rusa dentro del «heartland» de Rusia.
Constatando la influencia de Mackinder en el pensamiento geopolítico alemán, Adolf Hitler arriesgaría su Reich en un intento descabellado de apropiarse del heartland ruso como Lebensraum, o espacio vital, para su «raza superior». El trabajo de Sir Halford fue determinante en el ideario del geógrafo alemán Karl Haushofer, fundador de la Zeitschrift für Geopolitik , impulsor del concepto de Lebensraum y asesor de Adolf Hitler y de su brazo derecho, Rudolf Hess. En 1942 el Führer envió un millón de hombres, 10.000 piezas de artillería y 500 tanques para quebrar el frente del río Volga en Stalingrado. Al final, el Ejército alemán tuvo 850.000 víctimas, entre heridos, muertos y capturados, en un intento vano de atravesar el rimland de Europa Oriental hacia la región pivote de la isla mundial.
Un siglo después de la publicación de la obra capital de Mackinder, otro académico e historiador británico especializado en la historia de los imperios, John Darwin, sostuvo en su magistral After Tamerlane [ Después de Tamerlán ] que Estados Unidos había conseguido su «colosal imperium […] a una escala sin precedentes» tras la Segunda Guerra Mundial, al convertirse en la primera potencia de la historia que controlaba los puntos axiales estratégicos «en ambos extremos de Eurasia» (su interpretación de la «Euro-Asia» de Mackinder). Con el temor a la expansión china y rusa como «catalizador de la colaboración», Estados Unidos se hizo con bastiones imperiales en Europa Occidental y Japón. Con estos puntos axiales como pilares, Washington construyó después un arco de bases militares siguiendo el patrón marítimo británico, con las que fue rodeando la isla mundial.
La geopolítica axial de Estados Unidos
Una vez arrebatado el control de los extremos axiales de la isla mundial a la Alemania nazi y el Japón imperial en 1945, durante los siguientes 70 años Estados Unidos aplicó capas cada vez más gruesas de poder militar para contener a China y a Rusia dentro del heartland euroasiático. Despojada de su cobertura ideológica, la ambiciosa estrategia de Washington de la «contención» anticomunista de la época de la Guerra Fría fue poco más que un proceso de sucesión imperial. Una Gran Bretaña agotada fue reemplazada en el control del «marginal» marítimo, pero las realidades estratégicas siguieron siendo prácticamente las mismas.
De hecho, en 1943, dos años antes del final de la Segunda Guerra Mundial, un envejecido Mackinter publicó su último artículo, «The Round World and the Winning of the Peace» [«El mundo redondo y la conquista de la paz»], en la influyente revista estadounidense Foreign Affairs. En él, recordaba a los estadounidenses que aspiraban a una «ambiciosa estrategia» para una versión sin precedentes de hegemonía planetaria que incluso su «sueño de poder aéreo mundial» no cambiaría las bases geopolíticas. «Si la Unión Soviética sale de esta guerra como conquistadora de Alemania», advertía, «alcanzará el rango del poder terrestre más grande del mundo», controlando la «fortaleza natural más grande de la tierra».
Al momento de establecer una nueva Pax Americana posbélica, lo primero y básico para contener el poder terrestre soviético sería la Armada estadounidense. Sus flotas rodearían el continente euroasiático, complementando y luego suplantando a la Armada británica: la Sexta Flota se instaló en Nápoles en 1946 para controlar el océano Atlántico y el mar Mediterráneo; la Séptima Flota se estableció en la Bahía Subic, Filipinas, en 1947, para controlar el Pacífico Occidental; y desde 1995 la Quinta Flota se encuentra en Bahrein, en el golfo Pérsico.
A continuación, los diplomáticos estadounidenses sumaron capas de alianzas militares envolventes: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (1949), la Organización del Tratado del Medio Oriente (1955), la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (1954) y el Tratado de Seguridad Estados Unidos-Japón (1951).
En 1955 Estados Unidos también tenía un red mundial de 450 bases militares en 36 países para, en gran medida, contener el bloque sino-soviético detrás de un Telón de Acero que coincidía en grado extraordinario con las «rimlands» de Mackinder alrededor de la masa continental euroasiática. Hacia el final de la Guerra Fría, en 1990, el cerco de la China comunista y Rusia necesitaba 700 bases de ultramar, una fuerza aérea de 1.763 aviones de combate, un enorme arsenal nuclear, más de 1.000 misiles balísticos y una armada de 600 buques, incluyendo 15 portaviones nucleares y sus flotillas, todos conectados por el único sistema global de satélites de comunicación del mundo.
Como fulcro del perímetro estratégico de Washington alrededor de la isla mundial, la región del golfo Pérsico ha sido durante casi 40 años el lugar donde Estados Unidos ha intervenido constantemente, de manera manifiesta y encubierta. La revolución iraní de 1979 supuso la pérdida de un país clave en el arco del poder estadounidense alrededor del golfo, y dejó a Washington en la difícil posición de tener que reconstruir su presencia en la región. Con ese fin y simultáneamente, por un lado apoyaría a Sadam Husein en Iraq en su guerra contra el Irán revolucionario y, por el otro, armaría a los muyahidines afganos más extremistas contra la ocupación soviética de Afganistán.
Fue en este contexto en el que Zbigniew Brzezinski, asesor de Seguridad Nacional del presidente Jimmy Carter, puso en marcha su estrategia para derrotar a la Unión Soviética con una agilidad geopolítica absoluta, que todavía hoy sigue siendo poco comprendida. En 1979 Brzezinski, un aristócrata polaco empobrecido que conocía como pocos las realidades geopolíticas de su continente natal, convenció a Carter para lanzar la Operación Ciclón con un enorme presupuesto anual que alcanzó los 500 millones de dólares a finales de los 80. Su objetivo: movilizar combatientes musulmanes para atacar el blando vientre centro-asiático de la Unión Soviética y abrir una brecha profunda de radicalismo islamista en el heartland soviético. Lo que simultáneamente iba a infligir una derrota desmoralizadora al Ejército Rojo en Afganistán y dejar el «rimland» de Europa Oriental fuera de la órbita de Moscú. «Nosotros no empujamos a los rusos a intervenir [en Afganistán]», dijo Brzezinski en 1998, al explicar su hazaña geopolítica en esta versión Guerra Fría del Gran Juego, «pero aumentamos a sabiendas la probabilidad de que lo hicieran […] Esa operación secreta fue una idea excelente. Tuvo el efecto de hacer caer a los rusos en la trampa afgana».
Preguntado sobre el legado de esta operación que dio origen a un Islam combatiente hostil a los Estados Unidos, Brzezinski, que estudió y a menudo citaba a Mackinder, se negó rotundamente a pedir disculpas. «¿Qué es más importante para la historia del mundo?», preguntó. «¿Los talibanes o el colapso del imperio soviético? ¿El levantamiento de algunos musulmanes o la liberación de Europa central y el final de la Guerra Fría?»
Pero incluso la impresionante victoria estadounidense en la Guerra Fría, con la implosión de la Unión Soviética, tampoco transformaría los fundamentos geopolíticos de la isla mundial. Como resultado, tras la caída del muro de Berlín en 1989, la primera incursión diplomática de Washington en la nueva época sería un intento de restablecer su posición dominante en el golfo Pérsico, utilizando como pretexto la ocupación de Kuwait por parte de Sadam Husein.
En 2003, cuando Estados Unidos invadió Iraq, el historiador Paul Kennedy acudió de nuevo a la para entonces centenaria obra de Mackinder para explicar este aparentemente inexplicable infortunio. «En este momento, con cientos de miles de tropas estadounidenses en las rimlands euroasiáticas», escribió en el Guardian, «parece como si Washington estuviera tomándose en serio el mandato de Mackinder para asegurar el control del ‘pivote geográfico de la historia'». Si se interpretan estas afirmaciones de forma amplia, la rápida proliferación de bases estadounidenses en Afganistán e Iraq debería entenderse como una nueva apuesta imperial para alcanzar una posición clave en el borde del heartland euroasiático, algo semejante a lo que hicieron los británicos con sus viejos fuertes coloniales a lo largo de la frontera noroeste de la India.
En los años siguientes Washington intentó sustituir algunos de sus ineficientes soldados sobre el terreno por drones. En 2011 la Fuerza Aérea y la CIA habían rodeado el territorio euroasiático con 60 bases para su armada de drones. Para entones, su caballo de batalla era el Reaper: sus misiles Hellfire, sus bombas GBU-30 y un alcance de 1.850 km permitían atacar objetivos en casi cualquier lugar de África y Asia desde aquellas bases.
Significativamente, las bases de drones están esparcidas en estos momentos por los márgenes marítimos alrededor de la isla mundial -desde Sigonella, Sicilia, hasta Incirlik, Turquía; Yibuti en el mar Rojo; Qatar y Abu Dabi en el golfo Pérsico; las islas Seychelles en el océano Índico; Jalalabad, Khost, Kandahar y Shindand en Afganistán; y en el Pacífico, Zamboanga en Filipinas y la Base Aérea Andersen en la isla de Guam, entre otros lugares. Para patrullar esta extensa periferia, el Pentágono se ha gastado 10 mil millones de dólares en construir una armada de 99 drones Global Hawk, equipados con cámaras de alta resolución capaces de vigilar todo el territorio en un radio de 160 km, sensores electrónicos que pueden neutralizar señales de comunicación y motores eficientes con autonomía para 35 horas de vuelo y un alcance de 14.000 kilómetros.
La estrategia de China
En otras palabras, los movimientos de Washington no son algo nuevo, aunque lo sean a una escala previamente inimaginable. Pero el ascenso de China para convertirse en la primera economía mundial, inconcebible hace un siglo, sí representa algo nuevo y por eso amenaza con dar la vuelta a la geopolítica marítima que ha configurado el poder mundial durante los últimos 400 años. En lugar de centrarse básicamente en construir una flota de alta mar como hicieron los británicos o una armada aeroespacial global semejante a la estadounidense, China está adentrándose en la isla mundial en un intento de rediseñar minuciosamente los fundamentos geopolíticos del poder mundial. Y para ello está utilizando una estrategia sutil que hasta ahora ha conseguido eludir a la cúpula del poder en Washington.
Después de décadas de silenciosa preparación, Beijing ha empezado recientemente a revelar su ambiciosa estrategia para hacerse con el poder mundial, con pasos cautelosos. Su plan en dos etapas está diseñado para construir una infraestructura transcontinental para la integración económica de la isla mundial desde dentro, mientras moviliza fuerzas militares para ir rompiendo, con cortes quirúrgicos, el cerco de contención estadounidense.
El paso inicial ha sido un impresionante proyecto para crear la infraestructura para la integración económica del continente. Al establecer una elaborada y costosísima red de líneas de alta velocidad para el transporte de grandes volúmenes de mercancías y oleoductos y gasoductos a través de la amplia extensión de Eurasia, China puede materializar la visión de Mackinder de un modo nuevo. Por primera vez en la historia, el transporte transcontinental rápido de carga crítica -petróleo, minerales y productos manufacturados- será posible a escala masiva, y podría integrar ese vasto territorio en una única zona económica que se extendería a lo largo de 10.000 km desde Shangai a Madrid. De esta manera, las autoridades de Beijing esperan trasladar el centro neurálgico del poder geopolítico desde la periferia marítima al interior del continente, el heartland.
«Los ferrocarriles transcontinentales están ahora modificando las condiciones del poder terrestre», escribió Mackinder en 1904, cuando el «precario» ferrocarril transiberiano de vía única, el más largo del mundo, cubría los 9.173 km de distancia entre Moscú y Vladivostok. «[P]ero no habrá transcurrido una gran parte del siglo antes de que Asia esté cubierta de ferrocarriles. Los espacios comprendidos por el Imperio ruso y Mongolia son tan extensos, y son hasta tal punto incalculables sus potenciales en cuanto a […] combustibles y metales, que es inevitable que allí se desarrolle un gran mundo económico, más o menos aislado, que será inaccesible al comercio oceánico».
Mackinder se adelantó un poco con su predicción. La revolución rusa de 1917, la revolución china de 1949 y los siguientes 40 años de la Guerra Fría frenaron cualquier avance real durante décadas. De este modo, el «heartland» euro-asiático no conoció el crecimiento económico y la integración, en parte debido a las barreras ideológicas artificiales -el Telón de Acero y luego la partición sino-soviética- que paralizaron la construcción de cualquier infraestructura a través del extenso territorio de Eurasia. Ya no.
Solo unos pocos años después del final de la Guerra Fría, el antiguo asesor de Seguridad Nacional, Brzezinski, que por entonces se había vuelto muy crítico con los puntos de vista globales que mantenían las elites políticas tanto republicanas como demócratas, empezó a lanzar advertencias sobre la ineptitud geopolítica de Washington. «Desde que los continentes comenzaron a interactuar políticamente, hace aproximadamente cinco siglos», escribió en 1988, básicamente parafraseando a Mackinder, «Eurasia ha sido el centro del poder mundial. La potencia que domine ‘Eurasia’ controlará dos terceras partes de las regiones más desarrolladas y económicamente más productivas del mundo […] volviendo al hemisferio occidental y Oceanía geopolíticamente periféricos con respecto al continente central del mundo».
Esta lógica geopolítica ha pasado desapercibida en Washington, pero ha sido bien entendida por Beijing. De hecho, durante la última década China ha realizado la mayor inversión en infraestructura del mundo, un billón de dólares hasta ahora y sigue sumando, desde que Washington inauguró su sistema de autopistas interestales en la década de los 50 del siglo pasado. Las cifras de las líneas ferroviarias y los oleoductos que se están construyendo son mareantes. Entre 2007 y 2014, China cuadriculó su territorio con casi 15.000 km de nuevas líneas de alta velocidad, más que el resto del mundo en conjunto. El sistema transporta actualmente a 2,5 millones de pasajeros al día, a una velocidad máxima de 380 km/h. Para cuando esté completado en 2030 tendrá más de 25.000 km de vías de alta velocidad, con un coste de 300 mil millones de dólares, y unirá las principales ciudades de China.
Simultáneamente, las autoridades chinas empezaron a colaborar con los Estados vecinos en un gigantesco proyecto para integrar la red nacional de ferrocarriles en una red transcontinental. Desde 2008 los alemanes y los rusos se unieron a los chinos para construir el «Puente Terrestre Euroasiático». Dos rutas este-oeste, el viejo transiberiano al norte y una nueva ruta por el sur, a lo largo de la antigua Ruta de la Seda a través de Kazajistán, deberían conectar toda Eurasia. Por la ruta sur, más rápida, viajarán contenedores con productos manufacturados de alto valor añadido, ordenadores y piezas de automóviles, que recorrerán 10.782 km desde Liepzig, Alemania, hasta Chongqing, China, en tan solo 20 días, casi la mitad de los 35 días que se tarda en transportar esas mercancías en barco.
En 2013 la Deutsche Bahn AG (empresa de ferrocarril alemana) empezó a preparar una tercera ruta entre Hamburgo y Zhengzhou que ha reducido el tiempo de viaje a 15 días, mientras que la Kazakh Rail abrió una conexión Chongqing-Duisburg con tiempos parecidos. En octubre de 2014 China anunció planes para la construcción de la línea de alta velocidad más larga del mundo con un coste de 230 mil millones de dólares. Según lo planeado, los trenes recorrerán los 6.920 km entre Beijing y Moscú en solo dos días.
Además, China está construyendo dos ramales en dirección suroeste y sur hacia el «marginal» marítimo de la isla mundial. En abril, el presidente Xi Jinping firmó un acuerdo con Pakistán para invertir 46 mil millones de dólares en el Corredor Económico China-Pakistán. Autopistas, conexiones ferroviarias, oleoductos y gasoductos sumarán casi 3.248 km desde Kashgar, en Xinjiang, la provincia más occidental de China, hasta las instalaciones portuarias conjuntas en Gwadar, Pakistán, inauguradas en 2007. China ha invertido más de 200 millones de dólares en la construcción de este puerto estratégico de Gwadar, en el mar Arábigo, a unos 600 km del golfo Pérsico. En 2011 China también comenzó a ampliar sus líneas ferroviarias a través de Laos hacia el Sudeste Asiático, con un coste inicial de 6,2 mil millones de dólares. Cuando esté terminada, una línea de alta velocidad trasladará viajeros y mercancías desde Kunming a Singapur en 10 horas.
Por otro lado, en esta última década tan dinámica, China ha construido una red integrada de gasoductos y oleoductos transcontinentales para importar combustibles de toda Eurasia para sus centros de población localizados en el norte, el centro y el sureste. En 2009, tras una década de trabajo, la Corporación Nacional de Petróleo de China (CNPC, por sus siglas en inglés), propiedad del Estado, abrió el último tramo del oleoducto Kazajistán-China, con una extensión de 2.253 km entre el mar Caspio y Xinjiang.
Simultáneamente, la CNPC colaboró con Turkmenistán para inaugurar el gasoducto Asia Central-China. Con una longitud de 1.931 km, que en gran medida corren paralelos al oleoducto Kazajistán-China, se trata del primero que lleva el gas natural de la región hasta China. Para sortear el Estrecho de Malaca, controlado por la Armada estadounidense, la CNPC abrió el gasoducto Sino-Myanmar en 2013 para trasladar el petróleo de Oriente Medio y el gas natural birmano a lo largo de 2.414 km desde la Bahía de Bengala hasta la remota región suroccidental de China. En mayo de 2014 la compañía firmó un acuerdo para los próximos 30 años, por valor de 400 mil millones de dólares, con el gigante ruso privatizado, Gazprom, para entregar 38 mil millones de metros cúbicos de gas natural cada año a partir de 2018, a través de una red de gasoductos todavía por completar, que cruzará Siberia hasta Manchuria.
A pesar de su envergadura, estos proyectos solo son un parte del auge de la construcción que, en los últimos cinco años, ha tejido una maraña de gasoductos y oleoductos a través de Asia Central y hacia el sur, llegando hasta Irán y Pakistán. El resultado será pronto una infraestructura energética integrada terrestre, incluyendo la enorme red de oleoductos y gasoductos de la propia Rusia, que se extenderá por toda Eurasia, desde el Atlántico hasta el mar del Sur de China.
Para capitalizar unos planes de crecimiento regional tan asombrosos, en octubre de 2014 Beijing anunció la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras. Las autoridades chinas ven esta institución como una futura alternativa regional y, a la larga, euroasiática al Banco Mundial controlado por Estados Unidos. Hasta ahora, a pesar de la presión de Washington para que no se unieran, 14 países clave, incluyendo aliados cercanos de Estados Unidos como Alemania, Gran Bretaña, Australia y Corea del Sur, han firmado como socios fundadores. Simultáneamente, China ha empezado a establecer relaciones comerciales a largo plazo con zonas de África ricas en recursos, con Australia y con el Sudeste Asiático, como parte de su plan para integrar económicamente la isla mundial.
Por último, Beijing acaba de revelar una estrategia hábilmente diseñada para neutralizar las fuerzas militares que Washington ha desplegado a lo largo del perímetro del continente. En abril el presidente Xi Jinping anunció la construcción de un gigantesco corredor de carreteras, ferrocarriles y oleo-gasoductos que irá directamente desde el oeste de China hasta su nuevo puerto en Gwadar, Pakistán, creando la logística para los futuros despliegues navales en el mar Arábigo, rico en energía.
En mayo Beijing intensificó su reclamación de control exclusivo sobre el mar del Sur de China, ampliando la Base Naval Longpo en la isla de Hainan para construir la primera instalación para submarinos nucleares de la región, acelerando los trabajos de dragado para crear tres nuevos atolones que podrían convertirse en aeródromos militares en las disputadas islas Spratley, y desaconsejando formalmente los sobrevuelos de los aviones de la Armada estadounidense. Al construir la infraestructura para las bases militares en el mar del Sur de China y el mar Arábigo, Beijing está poniendo los medios que le permitirán socavar, quirúrgica y estratégicamente, la política estadounidense de contención militar.
Al mismo tiempo, Beijing está diseñando planes para desafiar el dominio espacial y ciberespacial de Estados Unidos. En este sentido, espera completar su propio sistema global de satélites para 2020, que representaría el primer desafío para el dominio espacial de Washington desde que en 1967 Estados Unidos desplegara su sistema de 26 satélites de comunicación de defensa. Simultáneamente, Beijing está desarrollando una impresionante capacidad para la guerra cibernética.
Dentro de una o dos décadas, si fuera necesario, China estará preparada para realizar cortes quirúrgicos en unos pocos puntos estratégicos del cerco que mantiene Washington alrededor del continente, sin tener que hacer frente al poder militar global estadounidense, y podría hacer inútil su gigantesca armada de portaviones, cruceros de guerra, drones, cazas y submarinos
Al carecer de la visión geopolítica de Mackinder y su generación de imperialistas británicos, las actuales autoridades estadounidenses no han sabido entender la importancia y el sentido del cambio global radical que está teniendo lugar en la gran masa de tierra euroasiática. Si China logra vincular sus emergentes industrias con los enormes recursos naturales del heartland euroasiático entonces, posiblemente, como Sir Halford Mackinder predijo aquella fría tarde londinense de 1904, «un imperio de alcance mundial estaría a la vista».
Notas de la traductora:
[1] Para las citas de esta conferencia que aparecen en el ensayo se ha tomado como referencia la traducción de Marina Díaz Sanz con base en la realizada para la compilación por A. B. Rattenbach (1975). Antología geopolítica. Buenos Aires: Pleamar, disponible en línea aquí.
[2] Rimland no es un término acuñado por Halford Mackinder, sino por Nicholas John Spykman. Este último desarrolla su teoría del margen continental en contraposición con la teoría del corazón continental de Mackinder. Lo que señala Mackinder en el texto de su conferencia es lo siguiente: «En el este, sur y oeste de este ‘corazón continental’ (heart-land) se hallan las regiones marginales, que se alinean en un amplio ‘cinturón’ (crescent) accesible a los navegantes […] Fuera de la región pivote, en un gran ‘cinturón interior’ (inner crescent), se hallan Alemania, Austria, Turquía, India y China, y en un ‘cinturón exterior’ (outer crescent), Inglaterra, Sudáfrica, Australia, los Estados Unidos, Canadá y el Japón». El margen continental (rimland) de Spykman se correspondería grosso modo con el «cinturón interior» de Mackinder (vid. algunos trabajos en línea aquí y aquí).
[3] Esta cita no es de la conferencia «El pivote geográfico de la historia», sino del libro: Mackinder, Halford J. (1996) Democratic Ideals and Reality: A Study in the Politics of Reconstruction. Washington, D.C.: National Defense University Press. Edición original en Londres: Constable, y Nueva York: Holt, 1919.
[4] Ibíd.
Alfred W. McCoy es colaborador habitual de TomDispatch, ocupa la cátedra Harrington de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es el editor de Endless Empire: Spain’s Retreat, Europe’s Eclipse, America’s Decline y el autor de Policing America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State, entre otras obras.