Traducido por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
La elección del presidente Obama es un acontecimiento de global y de trascendente importancia para todos los que creen en la posibilidad de un mundo mejor. En los últimos quince años, otros dos acontecimientos adquirieron esta mágica cualidad: la elección de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica en 1994 y los quince millones de ciudadanos que el 15 de febrero de 2003 salieron a la calle en todo el mundo para protestar contra la invasión de Iraq. Aunque muy distintos entre sí, estos tres acontecimientos tienen en común una concepción postnacionalista del mundo. El mundo es la ciudad natal de la esperanza y lo que sucede en un país merece el respeto de todos los demás. También comparten el ser testigos de la inagotable creatividad de la especie humana, para lo mejor y lo peor. Casi hasta el momento de llamarnos a la puerta, los tres acontecimientos fueron considerados imposibles. Comparten asimismo la capacidad mágica de los seres humanos de celebrar incondicionalmente la magia de los momentos de comunión libre de las constricciones de la realidad, como si ésta hubiese salido para almorzar y todavía no hubiese regresado.
Pero la relación entre la victoria de Obama y los otros dos acontecimientos aún es más profunda. Obama y Mandela son dos hombres con fuertes raíces en África y se sienten orgullosos de ellas. Mandela, además de todo, es un líder de linaje noble xhosa y Obama es miembro de la etnia lou de Kenia (una etnia discriminada antes y después de la independencia), como indica con naturalidad en su best seller. Sus identidades fueron tejidas por la memoria del sufrimiento injusto, de la segregación, del colonialismo. Mandela simboliza el caso extremo de una mayoría sometida a un cruel sistema de apartheid durante décadas. Obama, a pesar de no ser él mismo descendiente de esclavos, simboliza el rescate del innombrable sufrimiento que fue infligido a los afroamericanos, un sufrimiento tan naturalizado por los opresores que ha continuado hasta nuestros días bajo la forma de racismo. Además del voto blanco, Obama conquistó el voto aplastante de los ciudadanos afrodescendientes y latinodescendientes e incluso el voto de una minoría casi olvidada, los jóvenes. Su victoria es la victoria de las minorías cuando éstas descubren que, unidas, son la mayoría. En los últimos quince años, África se ha mostrado al mundo en los hombros de estos dos gigantes y así responde «¡basta!» a los insultos del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, para los que África es el continente infeliz donde el capitalismo global decidió depositar multitudes de seres humanos considerados descartables. Por una vía muy propia (sellada en su pasado colonial) África llega al protagonismo mundial que en las últimas dos décadas conquistaron Asia y América Latina (que también es afrolatina e indolatina).
La relación entre la victoria de Obama y los millones de personas en protesta contra la guerra ilegal e injusta contra Iraq no es menos relevante. Las multitudes en protesta no consiguieron impedir la guerra, tal y como sucedió con el senador Obama, uno de los pocos que votó en contra. Pero ahora, como presidente de los Estados Unidos, tiene en sus manos la posibilidad de poner fin a esa guerra y, a propósito, fue precisamente esto lo que prometió a sus electores. Además, quienes votaron por él quieren que ponga fin a la guerra gemela que avasalla Afganistán. En este asunto su estado de gracia será corto, tanto en el país como en el mundo. Afganistán tiene una memoria y una elogiosa historia de luchas victoriosas contra invasores extranjeros más bien poderosos militarmente. No hay armas que hagan desistir a este país. Todo indica que Obama privilegiará la diplomacia y que entenderá que Al-Queda no puede ser destruida militarmente. Puede, eso sí, ser aislada por la paz y la cooperación no colonialista. La victoria de Obama significa que, al final, los protestantes no protestarán en vano.
La mención conjunta de tres acontecimientos que tratan de devolver a la humanidad lo mejor de sí misma puede resultar sorprendente ya que la victoria de Obama parece tener un significado global incomparablemente superior al de los otros dos. Este desequilibrio es el resultado del privilegio hegemónico de los Estados Unidos en el mundo de hoy, un privilegio en declive, sobre todo en el ámbito económico, aunque de momento muy fuerte. Para bien o para mal. El 11 de septiembre «transformó el mundo» cuando otras poblaciones del mundo sufren anualmente ataques tan injustos, tan criminales y muchas veces más devastadores que el ataque a las Torres Gemelas, sin que eso apenas merezca una breve referencia noticiosa. Del mismo modo, un pequeño país, Paraguay, eligió en 2008 a un obispo, teólogo de la liberación, para liberar el país de la más odiosa oligarquía, sin que el hecho mereciera una referencia detallada en la prensa internacional.
Obama tiene el privilegio de ofrecer al mundo un momento glorioso de hegemonía del bien. Sólo por eso quedará en la historia. Este momento no durará mucho. La realidad no acostumbra a tardar mucho cuando sale a almorzar. Cuando acabe, todo va a depender del modo en que el impulso del bien enfrente al del mal. Y todo va a comenzar en los Estados Unidos, un país contradictorio y sufrido. Contradictorio, porque es el mismo pueblo que hace ocho años «eligió» a Geogre W. Bush, el peor presidente de la historia de los Estados Unidos. Sufrido, porque la estupidez, la avaricia y la corrupción que dominaron la Casa Blanca dejaron el país al borde de la quiebra financiera y moral. Esta última ha sido rápidamente rescatada por Obama. La primera será mucho más difícil de rescatar.
Fuente: <http://www.ces.uc.pt/
Artículo original publicado el 6 de noviembre de 2008.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).
Antoni Jesús Aguiló es miembro de Rebelión y Tlaxcala. Àlex Tarradellas es miembro de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente, a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.