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La herencia del fetichismo y el desafío de la hegemonía en una época de rebeldía generalizada

Fuentes: Rebelión

« Lo que anuncia ser un proyecto más inclusivo que el socialismo tradicional en realidad lo es menos. En vez de las aspiraciones universalistas del socialismo y la política integradora de la lucha contra la explotación de clases, tenemos una pluralidad de luchas particulares desconectadas que concluye con una sumisión al capitalismo. El proyecto socialista […]

« Lo que anuncia ser un proyecto más inclusivo que el socialismo tradicional en realidad lo es menos. En vez de las aspiraciones universalistas del socialismo y la política integradora de la lucha contra la explotación de clases, tenemos una pluralidad de luchas particulares desconectadas que concluye con una sumisión al capitalismo.

El proyecto socialista debe enriquecerse con los recursos y los conocimientos de los «nuevos movimientos sociales» (ahora no tan nuevos), no empobrecerse recurriendo a ellos como una excusa para desintegrar la resistencia al capitalismo «

ELLEN MEIKSINS WOOD

Balance crítico impostergable

Actualmente, a pocos años de haber comenzado el nuevo siglo y el nuevo milenio, se suceden distintas experiencias de lucha, enfrentamiento y rebeldía contra el llamado «nuevo orden mundial». Desde las movilizaciones masivas y globales contra la guerra imperialista (en Irak y Afganistán) hasta el rechazo de la intromisión norteamericana en diversos países latinoamericanos (como en Venezuela, Cuba, Colombia, etc). Mientras tanto, recrudece la oposición al ALCA encabezada por los Sin Tierra en Brasil y acompañada por la lucha de los piqueteros en Argentina. Al mismo tiempo, en las principales ciudades del capitalismo metropolitano, continúan desarrollándose los denominados «nuevos» -aunque ya cuentan con décadas de historia- movimientos sociales (ecologistas, feministas, homosexuales y lesbianas, minorías étnicas, okupas, ligas antirrepresivas, etc).

Pero este variado y colorido abanico de luchas, valiosas por sí mismas, aún no ha logrado conformar un frente común que las agrupe orgánicamente contra el capitalismo y el imperialismo. Los Foros Sociales Mundiales han sido una primera tentativa de diálogo, pero todavía demasiado débil. Sobrevive la dispersión, la fragmentación y la falta de una auténtica coordinación que permita elaborar estrategias comunes a largo plazo. En términos políticos esa segmentación quita fuerza a los reclamos.

Reconocerlo como una insuficiencia y una debilidad -creemos nosotros que transitoria- constituye un paso obligado y necesario si lo que pretendemos es avanzar colectivamente con nuevos bríos hacia mayores niveles de confrontación contra el sistema capitalista del imperialismo contemporáneo a escala mundial.

Pero para ello se torna necesario poner en discusión determinados relatos teóricos que, durante un cuarto de siglo por lo menos, han obstaculizado -desde nuestro punto de vista- la comprensión de esta debilidad. No sólo la han retrasado. Han pretendido legitimar la fragmentación y la dispersión como «el mejor de los mundos posibles».

Sin hacer un beneficio de inventario y un balance crítico con el punto de vista filosófico que predominó durante las décadas del ’80 y el ’90 no lograremos observar, analizar, comprender y finalmente superar en la práctica nuestras limitaciones actuales. Este escrito apunta, precisamente, a bosquejar un primer beneficio de inventario y ese impostergable ajuste de cuentas con aquellos relatos filosóficos. El objetivo perseguido consiste en desbrozar el terreno para así comenzar a discutir las nuevas tareas que se abren ante el «movimiento de los movimientos» en lucha por un mundo mejor. Un mundo que desde nuestra perspectiva debería ser el socialismo a escala mundial.

Fragmentación heredada y necesidad de una teoría crítica

Que en cualquier tipo de confrontación la división debilita a quien la padece es ya una verdad del sentido común largamente conocida. «Divide y reinarás», dice la famosa consigna de quienes necesitan mantener el poder. Esa parece haber sido la estrategia del gran capital durante las últimas tres décadas en todo el mundo. Cada lector o lectora podrá proporcionar ejemplos de su propio país que ilustren en ese sentido la vigencia de esta doctrina política. Ya desde el terreno de la intuición y el sentido común se puede captar esa estrategia de los poderosos del planeta.

Pero esa primera aproximación intuitiva, aunque necesaria, debe poder superarse por un plano de profundización crítica. La mera intuición y el sentido común son demasiado limitados (muchas veces están impregnados por discursos del poder) y no alcanzan para dar cuenta de la complejidad de la dominación en el mundo contemporáneo. Necesitamos otro tipo de herramientas, más refinadas y rigurosas.

Pues bien, la teoría crítica del fetichismo puede sernos de gran ayuda a la hora de comprender y explicar esa prolongada segmentación y fragmentación que todavía hoy debilita la rebeldía popular y neutraliza las protestas contra el sistema capitalista. Esta teoría cuenta en su haber con toda una sedimentación acumulada de reflexiones sociológicas y filosóficas y experiencias políticas a lo largo de varias generaciones de revolucionarios.

No obstante, durante las últimas décadas esta teoría crítica no ha gozado de «buena prensa» ni de prestigio académico en el mundo de la intelectualidad oficial. ¿Una casualidad? Creemos que no.

El abandono académico de la temática del fetichismo

¿Cuáles han sido las razones históricas, filosóficas y políticas que condujeron a un abandono total o, en su defecto, a una utilización absolutamente colateral y marginal de la teoría crítica del fetichismo en el cuestionamiento del sistema capitalista?

En el orden filosófico, no cabe duda de que la arremetida althusseriana de los años ’60 dejó una huella profunda en el pensamiento de la izquierda. Hubo un antes y un después. Aunque los escritos de Louis Althusser y sus numerosos discípulos fueron impugnados desde varios flancos, dejaron sentado un precedente importante. Se cuestionó al mensajero pero se dejó pasar el mensaje. A partir de entonces, el sólo hecho de mencionar la categoría de fetichismo o la de cosificación pasó a ser síntoma de hegelianismo encubierto y, por lo tanto, de idealismo filosófico o ideología burguesa disfrazada.

Salvo contadísimas y honrosas excepciones que hoy vale la pena releer y recuperar, en la mayor parte de la literatura filosófica europea aparecida con posterioridad al mayo francés, puede rastrearse una progresiva e ininterrumpida desaparición de referencias a la teoría marxiana del fetichismo (y de su antecedente juvenil, la teoría crítica de la alineación).

Para que determinados procesos históricos sean caracterizados como «fetichistas» se deben dar ciertas condiciones previas. Entre otros fenómenos fetichistas cabe mencionar a la cosificación de las relaciones sociales, la personificación de los objetos creados por el trabajo humano, la inversión entre el sujeto y el objeto, la cristalización del trabajo social global en una materialidad objetual que aparenta ser autosuficiente y crecer por sí misma -por ejemplo el equivalente general que devenga interés-, la coexistencia de la racionalidad de la parte con la irracionalidad del conjunto y la fragmentación de la totalidad social en segmentos inconexos, etc.

Algo análogo sucede con otros procesos históricos que son adoptados como síntomas de «alienación» (como la independencia, la autonomía y la hostilidad de los objetos creados sobre sus propios creadores o la completa ajenidad de las relaciones sociales y la actividad laboral frente a las personas que la padecen como una tortura, etc.).

En ambos casos, para caracterizan ese tipo de situaciones sociales e históricas como «fetichistas» y «alienadas» debe presuponerse como condición que a nivel social existan sujetos autónomos que pierden su autonomía, su racionalidad, su capacidad de planificar democráticamente las relaciones sociales y su control sobre sus condiciones de existencia y convivencia con el medio ambiente.

Sin embargo, a partir de la proliferación académica de las metafísicas «post» (posmodernismo, posestructuralismo, posmarxismo, etc.) lo que se pone en duda en el terreno de la filosofía y las ciencias sociales de las últimas tres décadas es, precisamente, la existencia misma de estos sujetos…

(En el párrafo anterior hemos utilizado la expresión «metafísica» para designar estos relatos académicos preponderantes durante tres décadas. Aclaración necesaria: aunque todas estas corrientes tienen discursivamente vocación antimetafísica y son, en su modo de presentarse en sociedad, críticas de cualquier fundamentación última de la realidad, todas, cada una a su manera, terminan atribuyendo a una situación particular de la historia de la sociedad capitalista occidental -particularmente europea- un carácter absoluto. Le otorgan rango «ontológico» a lo que no es más que un momento históricamente determinado del capitalismo: aquel donde se borran muchas solidaridades y barreras nacionales y se disuelven identidades sociales, consolidadas durante las etapas previas del capital. De este modo le atribuyen rango falsamente universal a una realidad social -por ejemplo la proliferación de discursos políticos fragmentados y aislados, la dispersión de los movimientos sociales, la esquizofrenia de las antiguas subjetividades, etc.- que es bien particular y característica de esta etapa de la expansión del desarrollo capitalista.

Entendemos con Gramsci que toda afirmación filosófica que se postule como algo universal al margen de la historia y la política se convierte en pura metafísica. Las verdades de la metafísica no tienen tiempo ni espacio, son (falsamente) universales y abstractas. Están separadas de la vida histórica de la humanidad; en sus formulaciones hacen completa abstracción de dicha historia y jamás explicitan los condicionamientos sociales de los que surgen los términos planteados [véase Antonio Gramsci: Cuadernos de la cárcel. Edición crítica de Valentino Gerratana. México, ERA, 2000. Tomo 4, pp.266].

Tanto el posmodernismo, como el posestructuralismo y el posmarxismo comparten, a pesar sus ademanes minimalistas y relativistas, esta metodología de pensamiento. Por eso consideramos que son metafísicas de «la pluralidad», del «flujo del Deseo», de la «diversidad del Otro», de «los Poderes locales»,etc., etc.).

Entonces, estas metafísicas gritan al unísono: ¡Ya no hay sujeto!. ¿Con qué los reemplazan? Pues por una proliferación de multiplicidades o «agentes» sin un sentido unitario que los articule o los conforme como identidad colectiva a partir de la conciencia de clase y las experiencias de lucha.

Si fuese verdad que ya no hay sujetos, entonces desaparecerían como por arte de magia toda alienación, todo aislamiento obligado, toda soledad impuesta, todo sufrimiento inducido, toda manipulación mediática, todo aplastamiento de las experiencias de rebeldía radical, toda represión de la cultura y la sexualidad, toda prohibición de la cooperación social, toda explotación y, por supuesto, todo fetichismo.

¿Qué resta entonces? Pues tan sólo… esquizofrenia, desorden lingüístico, descentramiento de la conciencia otorgadora de sentido y ruptura de la cadena significante, predominio del espacio aplanado de la imagen por sobre el tiempo profundo de la historia sobre la cual se estructura la memoria y la identidad (individual y colectiva).

Para esta singular manera de abordar la filosofía y las disciplinas sociales, la lucha de clases y la conciencia de clase que se verifican y construyen en la historia se evaporan en lo insondable de una misma fotografía instantánea -mejor dicho, atemporal o ajena al tiempo- fuera de foco, que se desmembra en mil imágenes difusas y yuxtapuestas en un collage y un pastiche sin contornos definidos. Con el olvido de la historia y la cancelación de la lucha de clases también se evapora el sujeto, se anula su identidad y se archiva su memoria, es decir, desaparece toda posibilidad de crítica y de oposición radical al capitalismo y a su vida mediocre, inauténtica, mercantilizada, serializada y cosificada.

Lo que impregna todo este emprendimiento filosófico que pretende enterrar a la dialéctica; que desde los cómodos sillones de los despachos universitarios se atribuye autoridad como para labrar el acta de defunción de todo sujeto revolucionario; que propone expurgar de las ciencias sociales la herencia de la lógica dialéctica de las contradicciones explosivas; que intenta abandonar para siempre toda perspectiva de confrontación con los Estados por su carácter supuestamente jacobino; que sueña, ilusoriamente, con garantizar el pluralismo sin plantearse la revolución es, en definitiva, una visión política que renuncia a la lucha revolucionaria contra el capitalismo. No es más que la legitimación metafísica de la impotencia política.

Pero esta legitimación no se hace en el lenguaje ingenuo del socialismo moderado de fines del siglo XIX, sino a través de toda una serie de giros y neologismos filosóficos, políticos, teóricos; repletos de eufemismos, ademanes y puestas en escena, que no logran proporcionar una nueva teoría, superior y con mayor poder de explicación y de intervención que la tradición marxista.

Así, rápidamente y sin trámites molestos, la literatura filosófica de la Academia post ’68 abandona de un plumazo las categorías críticas de estirpe marxista que cuestionan el fetichismo de la sociedad mercantil capitalista y su fragmentación social, hoy mundializada hasta límites extremos.

De la gran teoría al «giro lingüístico» y al microrrelato

La mirada crítica de la dominación y la explotación capitalista se desplazó a partir de esos años desde la gran teoría -centrada, por ejemplo, en el concepto explicativo de «modo de producción» entendido como totalidad articulada de relaciones sociales históricas- al relato micro, desde el cuestionamiento del carácter clasista del aparato de estado a la descripción del enfrentamiento capilar y a la «autonomía» de la política, desde el intento por trascender políticamente la conciencia inmediata de los sujetos sociales a la apología populista de los discursos específicos propios de cada parcela de la sociedad.

Pero la mutación filosófica no se detuvo allí. En el denominado «giro lingüístico» que promovieron las metafísicas «post» -perspectiva que sin duda mantiene una deuda permanente con la herencia de Martín Heidegger y sus neologismos insufribles-, el mundo social se vuelve pura imagen y representación, perdiendo de este modo su peso específico en aras del lenguaje y el mero discurso (ya sea consensuado, como en la comunicación moderna e ilustrada de Habermas, o no consensuado, como en la différance posestructuralista de Derrida). De esta manera, la praxis revolucionaria y la transformación radical se disuelven, por decreto filosófico, en el aire volátil de la pura discursividad. La sociedad capitalista queda sancionada, administrativamente y con el sello prestigioso de las metafísicas académicas «post», como algo eterno. Sólo nos resta seguir pataleando y protestando en el ámbito local y en el micromundo de los movimientos sociales; eso sí, con la condición de que cada uno permanezca encerrado en su propia problemática y todos se mantengan recíprocamente ajenos.

Frente a esta descripción, podría quizás argüirse que el posestructuralismo y el posmodernismo son corrientes diversas y que no conviene confundirlas incluyéndolas bajo el mismo paraguas. Podría ser. Nosotros, en cambio, compartimos la opinión de Fredric Jameson, quien en 1989 sostenía que «continúo afirmando que la teoría contemporánea (es decir, el «posestructuralismo» esencialmente), ha de ser comprendida como otro fenómeno posmoderno más» [véase Fredric Jameson: «Marxismo y posmodernismo». En Ensayos sobre el posmodernismo. Buenos Aires, Imago Mundi, 1991. pp.124].

También podría plantearse que dentro mismo del posestructuralismo sería posible distinguir dos corrientes: la de aquellos que reducen toda la realidad social a un plano únicamente textual (por ejemplo Derrida) y la de aquellos otros que sí admiten una realidad extradiscursiva, donde conviven lo dicho y lo no dicho (por ejemplo Foucault). Sin embargo, ambos tienen un mismo suelo común estructurado sobre el abandono de la categoría de sujeto, la dificultad para fundamentar una oposición radical al conjunto del sistema capitalista como totalidad y la ausencia de una teoría que permita pensar la praxis colectiva transformadora a partir de su propia historia.

El triste fetichismo del fragmento alegre

Las instancias y segmentos que conforman el entramado de lo social se volvieron a partir de entonces absolutamente «autónomas». El fragmento local cobró vida propia. Lo micro comenzó a independizarse y a darle la espalda a toda lógica de un sentido global de las luchas. La clave específica de cada rebeldía (la del colonizado, la de etnia, pueblo o comunidad oprimida, la de género, la de minoría sexual, la generacional, etc.) ya no reconoció ninguna instancia de articulación con las demás. Cualquier intento por integrar luchas diversas dentro de un arco común era mirado con desconfianza como anticuado. «Nadie puede hablar por los demás», se afirmaba con orgullo. «Toda idea de representación colectiva es totalitaria». Cada dominación que saltaba a la vista para ponerse en discusión sólo podía impugnarse desde su propia intimidad, convertida en un guetto aislado y en un «juego de lenguaje» desconectado de todo horizonte global y de toda traducción universal.

De este modo, con la ayuda de los grandes monopolios de la comunicación que inducían y propagandizaban este tipo de pensamiento, se terminó avalando y enalteciendo como el máximo de lo posible la inorganicidad, el culto de lo «espontáneo», la micropolítica del nicho y la falta de una mínima estrategia política común a largo plazo. Las luchas por las diferencias (culturales), aunque justas en sus reclamos específicos, terminaban dejando intacto el modo de producción capitalista en su conjunto. Despeinaban al sistema -arrancándole paulatinamente reformas que ampliaban la «tolerancia» hacia los nuevos sujetos sociales- pero no lo herían de muerte en su corazón.

Los casos emblemáticos del Ejército norteamericano -invasor genocida de varios países al mismo tiempo y perro guardián de los grandes capitales- dejando ingresar en sus filas a los homosexuales, otorgando altos rangos jerárquicos a miembros de la comunidad latina o afroamericana y permitiendo que la tortura a los detenidos en las prisiones de Irak sean aplicadas también por mujeres estadounidenses estaban encaminados en la misma dirección que la adoptada por el gobierno republicano de George W. Bush cuando designó a una mujer de raza negra como consejera de seguridad -es decir, vocera pública de la extrema derecha imperialista-. Todos estos casos resultan sumamente expresivos de esta política de «tolerancia», «pluralismo» y «respeto de la diversidad», reclamada con fervor… por las metafísicas «post».

Los poderosos festejaban. Habían logrado conjurar -sólo momentáneamente, como después quedó demostrado- la amenaza del viejo topo revolucionario que tanto los había molestado durante los ’60.

¡Cualquier reclamo de guetto particular, si no apunta contra el sistema en su conjunto, resulta perfectamente neutralizable, integrable y asimilable en función de la dominación!

Separando artificialmente la dominación patriarcal de la dominación de clase, la opresión cultural de los pueblos coloniales y las comunidades indígenas del gran proyecto económico expansionista del imperialismo, el racismo del colonialismo, la destrucción sistemática del medio ambiente de la «racionalidad» irracional de la acumulación capitalista; cada movimiento social corrió el riesgo de transformarse en un micro grupo y en una micro secta. Cada política en una micro política. Cada protesta en un reclamo molecular. Cada grito colectivo en un susurro local. Repudiando la política de clases y todo tipo de organización política transversal -no sólo las tradicionales, burocráticas y reformistas, sino toda política en general- se trató por todos los medios de mantener a cada movimiento social dentro de su propia parcela y su carril específico para que no se suelten las riendas.

Así, mediante esta fetichización de los particularismos, se podía ir neutralizando, cooptando e incorporando una a una, cada protesta que surgía, desgajada de cualquier posible peligrosidad o contagio anticapitalista con la que tenía inmediatamente al lado.

En 1990, en plena euforia neoliberal, David Harvey sintetizó esas posiciones ideológicas del siguiente modo: «El posmodernismo nos induce a aceptar las reificaciones y demarcaciones, y en realidad celebra la actividad de enmascaramiento y ocultamiento de todos los fetichismos de localidad, lugar o agrupación social, mientras rechaza la clase de metateoría que puede explicar los procesos económico-políticos (flujos monetarios, divisiones internacionales del trabajo, mercados financieros, etc.) que son cada vez más universalizantes por la profundidad, intensidad, alcance y poder que tienen sobre la vida cotidiana». [véase David Harvey: La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires, Amorrortu, 1998. pp.138].

El posestructuralismo y sus derivados «posmarxistas» se limitaron a merodear sobre este ramillete de conflictos puntuales fetichizados, sin cuestionar jamás el modo de producción capitalista, el armazón que subsume y reproduce de manera ampliada esas diversas opresiones.

Cabe preguntarse: ¿por qué no pueden cuestionar ese núcleo inconfesado pero omnipresente? ¿Por qué divorcian, por un lado, la opresión de género, la discriminación hacia las nacionalidades, etnias y culturas oprimidas por el imperialismo, la destrucción del medio ambiente y el autoritarismo de la institución escolar que oprime a los jóvenes; y por el otro, las dominaciones de clase, la explotación de la fuerza de trabajo, la subsunción de todas las formas de convivencia humana bajo el imperio absoluto del valor de cambio, el dinero y el poder del capital?

La respuesta no es tan compleja, como podría parecer cuando se leen las artificialmente complicadas elucubraciones neolacanianas de Slavoj Zizek o las referencias al último Ludwig Wittgenstein en Ernesto Laclau o en otros textos posestructuralistas. Nosotros pensamos que ese divorcio no es inocente ni accidental. Bajo esa jerga, pretenciosamente erudita, distinguida, presumida y aristocratizante, se esconden verdades del sentido común.

La razón estriba en que para todos ellos los conflictos terminan siendo externos y ajenos al corazón de las relaciones sociales del capitalismo. Por lo tanto, solucionables y superables en el horizonte de una supuesta y enigmática «democracia absoluta» -según Negri- o «democracia radical» -según Laclau- que, ¡oh casualidad!. dejan intacto el régimen capitalista.

Para la mayoría de las corrientes posmodernas y posestructuralistas el capitalismo, en última instancia, puede ser compatible con «el respeto al OTRO», «el diálogo democrático», la «no discriminación», etc. La «radicalización de la democracia» (capitalista) como último horizonte implica un abandono muy claro, no siempre explicitado, ni siquiera por los «posmarxistas»: la perspectiva de la revolución socialista y la lucha por el poder para la transformación radical de la sociedad desaparecen rápidamente de escena.

¿»Pluralismo» o tentación liberal?

Las metafísicas «post» no hicieron más que girar y girar en torno a la pluralidad de relaciones cristalizadas y congeladas en su dispersión. Las enaltecieron en su carácter de singularidades irreductibles a toda convergencia política que las articule contra un enemigo común: la explotación generalizada, la subordinación (formal y real) y la dominación del capital. De esta manera, bajo la apariencia de haber superado por anticuada la teoría marxista de la lucha de clases en función de una supuestamente «radicalizada» teoría de la multiplicidad de puntos en fuga y una variedad de ángulos dispersos, lo único que se obtuvo como resultado palpable fue una nueva frustración política al no poder identificar un enemigo concreto contra el cual dirigir nuestros embates y nuestras luchas. Las metafísicas «post» elevaron a verdad universal, incluso con rango ontológico, la impotencia política de una época histórica determinada.

De esta manera, bajo el dialecto «pluralista» y «libertario», se terminó recreando en términos políticos la añeja herencia liberal que situaba en el ámbito de lo singular la verdad última de lo real. De la mano de un argot neoanarquista meramente discursivo y puramente literario (que poco o nada tiene que ver con la combatividad de los heroicos compañeros obreros anarquistas que en Argentina, para dar un solo ejemplo, encabezaron las rebeliones clasistas de la Patagonia durante los años ’20 o en España durante los años ’30) se termina relegitimando el antiguo credo liberal de rechazo a cualquier tipo de política global y de refugio en el ámbito aparentemente incontaminado de la esfera privada.

Con menos inocencia que en el siglo XVIII… ahora, este liberalismo filosófico redivivo -que se vale de la jerga libertaria únicamente como coartada legitimante para presentar en bandeja «de izquierda» viejos lugares ideológicos de la derecha- ya no lucha contra la nobleza ni contra la monarquía. Enfoca sus cañones con el fin de neutralizar o prevenir toda tentación que apunte a conformar en el seno de los conflictos contemporáneos cualquier tipo de organización revolucionaria que exceda la mera lucha reivindicativa de guetto o el inofensivo poder local.

Que muchos de los motivos ideológicos posestructuralistas, formalmente «neoanarquistas», corresponden en realidad al liberalismo no constituye sólo nuestra opinión. También lo ha planteado Alex Callinicos cuando, refiriéndose a la controvertida lectura que hace Foucault sobre la rebelión europea de 1968, sostiene que la suya: «implica una interpretación particular de mayo de 1968 que rechaza el intento de considerarlo una reivindicación del clásico proyecto revolucionario socialista. Por el contrario, sostiene Foucault: «lo que ha ocurrido desde 1968 y, podría argumentarse, lo que hizo posible es profundamente antimarxista» 1968 involucra la oposición descentralizada al poder, más que un esfuerzo por sustituir un conjunto de relaciones sociales por otro. Un intento semejante sólo podía haber logrado establecer un nuevo aparato de poder-saber en lugar del antiguo, como lo demuestra la experiencia de la Rusia posrevolucionaria. Foucault busca dar a este argumento -en sí mismo poco original, pues se trata de un lugar común del pensamiento liberal desde Tocqueville y Mill- un nuevo cariz, ofreciendo una explicación distintiva del poder» [véase Alex Callinicos: Contra el posmodernismo. Edición en español de julio de 1993. En el sitio de internet: http://www.socialismo-o-barbarie.org/formacion/formacion_callinicos_postmodernismo_00.htm].

Pero de todos modos, cabe hacerle justicia y reconocer que en la obra teórica de Foucault existen algunas vetas y reflexiones -que los posmodernos académicos se encargan de pasar elegantemente por alto-, completamente inasimilables a las metafísicas «post» que paradójicamente él mismo ayudó a construir. Estamos pensando, principalmente, en algunos pasajes de Vigilar y castigar y en algunas conferencias de La verdad y las formas jurídicas. En varios tramos de esos escritos, Foucault se desmarca de la metafísica del Poder (con mayúsculas y sin determinaciones de clase) que defiende en las entrevistas de Microfísica del poder para situar históricamente las instituciones de encierro y secuestro, remitiéndolas explícitamente al extendido proceso de la acumulación originaria del capital europeo.

Si a pesar de todo su bagaje posestructuralista en algunas de sus obras Foucault sigue transitando por la reflexión marxista y dejando de lado la metafísica, bastante distinto es el caso de los denominados «nuevos filósofos» franceses. Éstos ex maoístas pasaron rápidamente de sus antiguos grupúsculos estudiantiles revolucionarios de 1968 a denunciar en 1976 y 1977 al marxismo como «filosofía del GULAG», para apoyar primero a la socialdemocracia y luego incorporarse con bombos y platillos al neoliberalismo. Con amarga e irritada ironía, el mismo Callinicos los describe del siguiente modo: «Los nouveaux philophes contribuyeron a convertir a la intelectualidad parisiense, en su mayoría marxista desde la época del Frente Popular y de la resistencia a la invasión alemana, al liberalismo. La izquierda parlamentaria accedió al gobierno en 1981, por primera vez desde la Cuarta República, en medio de un escenario político caracterizado por la desbandada del marxismo. Y mientras los antiguos miembros del maoísmo se apresuraban a firmar declaraciones en favor de los «contras» nicaragüenses, la izquierda en general estaba ya dispuesta a acoger a Nietzsche y a la OTAN».

Ese fenómeno de reconversión ideológica no fue privativo de la cultura «post» de Francia. Recordemos que en Italia, el gran enemigo filosófico de la dialéctica hegeliana-marxista, Lucio Colletti, recorrió el mismo camino para terminar bochornosamente en las filas políticas del célebre, culto y profundo pensador… Berlusconi.

El auge «post»… un hijo de la derrota

Las metafísicas «post» fueron hijas de una triple derrota.

En Europa occidental afloraron con los desencantados por la derrota del ’68, la desilusión electoral que sobrevino en los ’70 y la crisis del eurocomunismo.

En EEUU se trató de la derrota de las rebeliones contra la dominación racial (donde el poder norteamericano asesinó sin piedad a sus principales líderes, desde los radicales como Malcolm X hasta los moderados, como Martín Luther King) y también de las protestas estudiantiles de los ’60.

En América Latina las represiones y genocidios militares -con decenas de miles de desaparecidos y torturados en Argentina, Chile, Guatemala, Perú, etc.- ahogaron a sangre y fuego las insurrecciones armadas de los ’60 y ’70.

Luego de esa triple derrota de los años ’70 primó la fragmentación. Ante la ausencia de una coordinación más general el único recurso disponible consistió en mantener la resistencia de cada movimiento social en su propio ámbito y en su propia esfera, aunque todavía no apareciera sobre el horizonte la posibilidad de sobrepasar ese límite. Esa disposición de las luchas, los aislamientos respectivos y la fragmentación política fueron hijas de la necesidad. No surgieron como producto de un plan estratégico sino como el resultado completamente fortuito, azaroso y espontáneo del conflicto social.

Sólo después de que esto sucedió vinieron las legitimaciones a posteriori, post festum, de las metafísicas «post» que transformaron la necesidad en virtud.

En Europa occidental -su cuna de nacimiento originaria- esa aceptación jubilosa y entusiasta del posmodernismo y el posestructuralismo estuvo vinculada al mundo social de un nuevo segmento de las capas medias acomodadas y bien remuneradas (dedicada a tareas de gerenciamiento y supervisión con altos salarios) que se beneficiaba con una política de sobreconsumo selectivo, típica de la era Thatcher y sus acólitos continentales. Esos segmentos económicos en ascenso -algunos de ellos se hicieron famosos como «yuppies«- eran legitimados acríticamente por «los hijos de Marx y la Coca Cola», tal como Alex Callinicos denomina a la generación de jóvenes intelectuales desencantados con el fracaso de 1968 y reconvertidos aceleradamente al sistema.

En el caso de Estados Unidos, la moda «post» ingresó fundamentalmente de la mano académica, años después de que las fuerzas de represión estatales lograran neutralizar la combativa oposición negra de los ’60 y de que decayera el movimiento de oposición a la guerra de Vietnam. Allí, en territorio norteamericano, la operación ideológica consistió en despolitizar completamente la crítica cultural que había caracterizado tanto a la Escuela de Frankfurt (exiliada en EEUU ante el ascenso nazi) como al materialismo cultural de Raymond Williams y otros pensadores gramscianos del circuito anglosajón. Sin política, y sobre todo… sin marxismo, la crítica socialista de la cultura se transformaba en EEUU en los inocuos «estudios culturales», perfectamente digeribles para la Academia y sus censores de papers e insulsas revistas con referato.

En los Estados Unidos, ese proceso de pasteurización y asepsia forzada de la teoría crítica llegó al extremo con los estudios «poscoloniales», una parodia lastimosa y miserable del anticolonialismo militante de un Fanon, un Che Guevara o un Ho Chi Minh, por no mencionar a las Panteras Negras o a Malcolm X… Estudios que seguían proliferando como si en el mundo no pasara nada nuevo (y el colonialismo fuera apenas «un triste recuerdo del pasado») mientras los marines yanquis continuaban invadiendo países y manteniendo dominaciones neocoloniales en defensa del petróleo por donde se les dé la gana hasta el día de hoy. Incluyendo torturas masivas (Irak, Guantánamo, etc.) como en las mejores «hazañas» de Vietnam o Argelia.

En cambio, en América Latina este fenómeno de expansión ideológica fue más complejo. Si bien es cierto que un buen número de adherentes a las metafísicas «post» se nutrieron durante toda la década del ’80 de los circuitos académicos crecidos al arrullo de las becas de las fundaciones socialdemócratas europeas que comenzaban a cooptar intelectuales, principalmente ex izquierdistas ahora arrepentidos, otro buen sector creció durante los ’90 alentado por la proliferación de las ONGs. Este segundo sector no siempre provenía de la Academia latinoamericana, sino más bien de la ex militancia de izquierda sobreviviente al genocidio dictatorial, en cuyo seno caló muy fuerte la derrota de la experiencia sandinista en 1990, la momentánea soledad de la revolución cubana, los ecos tardíos del derrumbe soviético y la desilusión de las pomposamente denominadas «transiciones a la democracia» ocurridas tras las retiradas de las dictaduras militares de los años ’70.

En el caso de las vertientes latinoamericanas provenientes de la militancia, sin preocuparse demasiado por la hermenéutica rigurosa de los escritos foucaultianos, derridianos o deleuzinos, se terminó repitiendo de modo acrítico la jerga «pluralista», pseudolibertaria y cuestionadora del marxismo revolucionario de las vertientes europeas. Se compró ingenuamente, sin ningún balance ni beneficio de inventario, todo el paquete de la desmoralización eurocomunista de los años ’70. Aunque en los ’90 se intentó legitimar esa operación apelando a la autoridad del zapatismo y a la mentada «autonomía de los pueblos originarios» de la comunidades indígenas, estas corrientes de América latina terminaron hablando sumisamente la lengua del ventrílocuo europeo. Así, con un filtro y lentes europeos se interpretó, por ejemplo, la rebelión argentina de diciembre de 2001. Había que hacer entrar con fórceps, a como diera lugar, toda rebelión latinoamericana dentro del lecho académico de Procusto de las metafísicas «post».

Con el falso supuesto y el engañoso argumento de que los relatos hermenéuticos posmodernos y las metafísicas académicas posestructuralistas nacen… del suelo indígena (¿?) y brotan… de las culturas originarias (¿?), una vez más, como había ocurrido tantas otras veces, se terminaba adoptando como propio un discurso teórico forjado exclusivamente a partir de una experiencia política lejana y ajena: la de aquella generación europea derrotada en 1968, desilusionada durante toda la década del ’70 y finalmente incorporada al sistema durante los ’80.

Las metafísicas «post», como ideología legitimadora de la impotencia política, constituyeron a nivel global el espíritu de una época bien determinada: la de la ofensiva neoliberal y la euforia capitalista. Una época que, gracias a la rebeldía generalizada por todo el mundo desde mediados de los años ’90, felizmente ha dejado de ser la nuestra.

Hipóstasis fetichista y poder en las metafísicas «post».

Uno de los mecanismos discursivos reconocibles, bastantes pueriles por cierto, que se pusieron de moda en los estudios culturales y los escritos políticos (incluso de izquierda) a partir de la difusión de las metafísicas «post», consiste en reemplazar los nombres singulares por los plurales… como si el simple y mecánico agregado de un letra «s» proporcionara una nueva manera de comprender el mundo.

De esta forma, la resistencia se convierte en «las resistencias»; la alternativa en «las alternativas», el capitalismo en «los capitalismos», el imperialismo en «los imperialismos» y así de corrido. La moda de las «s» -que se agregan arbitrariamente en cualquier lugar, cuando hacen falta y también cuando no-, al oscurecer en lugar de aclarar, constituyen uno de los tantos síntomas de frivolidad y superficialidad típicos del pensamiento político que viene asociado a las metafísicas «post». (Hablamos en este caso de «metafísicas» en plural, no por seguir esta moda que describimos, sino porque en este caso realmente son muchas, aunque todas se estructuran sobre un patrón similar). Frivolidad y superficialidad donde «el estilo es el mensaje» ya que la forma literaria, muchas veces informal, revulsiva e iconoclasta, termina por opacar el contenido político de fondo.

Pero no todo es cuestión de estilo. Parte de la operación fetichista presupuesta por las diversas metafísicas «post» remite a una cuestión más teórica. Ese contenido que excede la mera forma literaria consiste en hipostasiar diversas instancias de la vida y las relaciones sociales, aislándolas, separándolas del resto, otorgándoles un grado superlativo de existencia por sobre el conjunto y, en lugar de ubicarlas como parte integrante de la totalidad social, se las termina convirtiendo en el único Dios todopoderoso que en su absoluta exclusividad explicaría la reproducción del orden social. Ese mecanismo de pensamiento que genera la hipóstasis fetichista está presente en todos los emprendimientos «post» nacidos en París en los ’70, consolidados durante los ’80 en Europa occidental y difundidos por todo el orbe durante los ’90.

En cada una de las metafísicas «post» esa hipóstasis asume un nombre distinto, pero la operación presupuesta es la misma. Puede llamarse Ideología (en el Althusser tardío); Poder (en Foucault); Discurso (en Laclau); Diferencia (en Derrida); Poder-potencia constituyente (en Negri), Interpretación (en Vattimo), Deseo (en Deleuze y Guattari), etc., etc. Siempre escrito con mayúsculas.

Todas estas metafísicas se quejan, critican y polemizan contra un supuesto reduccionismo marxista (típico en todo caso del viejo stalinismo, hace años devaluado y sin grandes representantes en el mundo de los debates científicos) que estaría centrado en La Economía. Sin embargo, por vías y caminos diversos, estas metafísicas terminan reemplazando el reduccionismo del «factor» económico por otros reduccionismos homologables y equivalentes, sin poder superar el desmembramiento fetichista que en su calculada dispersión impide comprender el capitalismo como una totalidad (articulada e histórica) de relaciones sociales.

La discutible metáfora arquitectónica de «la base y la superestructura» -bastante inoperante, por cierto, dado su dualismo entre economía y política y su esquematismo- fue reemplazada por otro tipo de metáforas igualmente cuestionables cuyos términos ya no reconocían ningún centro, ninguna condensación de enfrentamiento ni planificación de los encuentros frente al poder en las coordenadas del tiempo y el espacio. Toda planificación de los encuentros y toda estrategia a largo plazo se tornó (no sólo política sino también lógica y ontológicamente) imposible.

Es más. Las representaciones filosóficas y políticas de ese período ya ni siquiera reconocían un poder central contra el cual confrontar. Llevando al extremo ese ejercicio teórico, la lógica política se transformó en un racimo infinito de lógicas diversas, fragmentadas, brutalmente dispersas y estructuradas sobre lenguajes recíprocamente intraducibles. ¡No hay poder, hay poderes!, se gritaba con énfasis desde las proclamas filosóficas post ’68 que como demostró David Harvey abrieron la puerta -con un ademán contestatario y una jerga de izquierda- al conformismo posmoderno.

Si ya no hay un poder central contra el cual pelear, si ya no existe un espacio privilegiado de enfrentamiento donde el variado conjunto de explotadores y opresores encuentra una trinchera común para garantizar la reproducción del orden social, entonces no hay manera de proponerse una oposición radical y cambios totales de sistema. Ya no hay posibilidad de revolución, no porque momentáneamente no tengamos fuerza suficiente sino porque es… lógicamente imposible.

¿Qué nos queda entonces? Pues sólo nos resta el ensimismamiento de cada movimiento social dentro de su propio circuito y el reclamo por reformas puntuales en esos ámbitos. La política se privatiza y pierda capacidad de generalizarse y de luchar por una emancipación para todos y todas. Con gestos «libertarios» y con lenguaje contestatario se terminan reflotando las antiguas y apolilladas doctrinas del reformismo social.

¿De qué modo retorna el viejo reformismo? Pues con otra vestimenta y disfrazado para la ocasión, argumentando que como no hay manera de enfrentar al poder, entonces… nos conviene eludir toda confrontación. Dado que no hay modo de construir una estrategia de cambios radicales, entonces… nos conformamos con lo que existe o, a lo sumo, vamos avanzando de reforma en reforma. Las metafísicas «post» llaman «radicales»… a estas reformas, como si un mero ejercicio nominal pudiera cambiar su carácter político.

Pero, al menos, debemos reconocer que el antiguo reformismo finisecular -por ejemplo de signo bernsteniano- era más honesto: admitía su debilidad frente al poder del capital argumentando que su estrategia evolutiva evitaba «la violencia en la historia» y la persecución del movimiento obrero o su ilegalización. En cambio, las nuevas formulaciones posmodernas ni siquiera tienen la franqueza que todavía conservaba Bernstein (quien, como buen reformista, era también un férreo opositor al método dialéctico…). Eluden la realidad y la transformaban en un mero discurso, haciendo de la necesidad virtud, de la debilidad fortaleza, metamorfoseando el más puro reformismo en una supuesta… «nueva radicalidad» (puramente terminológica, sin fuerza política real).

La lógica integradora y globalizada del imperialismo

Paradójicamente, aunque en la literatura filosófica académica de los años ’70-’80-’90 se produjo el festival del fragmento y el relato micro y predominó la religión fetichista de la parte aislada y separada de toda lógica global que la comprenda y le otorgue sentido, en la vida económica, política y militar el orden social del capitalismo tomaba exactamente un sentido inverso.

Aunque desde sus mismos orígenes el capitalismo constituye un sistema mundial en constante expansión (tanto en extensión como en profundidad, tanto generalizando las subsunciones formales como las reales, tanto a nivel geográfico como a nivel social), nunca antes la historia asistió a semejante onda expansiva de las relaciones sociales mediadas por el dinero y el capital.

En las nuevas relaciones sociales que comenzaron a gestarse tras la crisis del petróleo de comienzos de los años ’70, la crisis del dólar y el golpe de estado del general Pinochet que desde América latina inaugura el neoliberalismo a escala mundial, el ritmo del movimiento de la sociedad mercantil capitalista se acelera de una manera inédita. En menos de dos décadas el mercado mundial capitalista se engulle y fagocita el planeta completo, incorporando bajo su dominación global a millones y millones de trabajadores que hasta ese momento intentaban vivir en regímenes de transición poscapitalista. Nada ni nadie quedó al margen del mercado mundial.

A partir de entonces, el proceso de expansión imperialista norteamericano posibilitó ya no sólo en el ámbito europeo o latinoamericano -sus tradicionales ámbitos geográficos de disputa- sino a escala planetaria la imposición autoritaria del american way of life.

Según advierte lúcidamente Fredric Jameson: «toda esta cultura posmoderna, que podríamos llamar estadounidense, es la expresión interna y superestructural de toda una nueva ola de dominación militar y económica norteamericana de dimensiones mundiales: en este sentido, como en toda la historia de las clases sociales, el trasfondo de la cultura lo constituyen la sangre, la tortura, la muerte y el horror» [véase Fredric Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado [tardío]. Barcelona, Paidos, 1995. pp.18-19].

Esta lógica global generaliza valores e intereses, estandariza patrones de conducta, impone un único idioma para los vínculos internacionales -el inglés como lingua franca del dinero y el poder- e instala en todos los confines de la tierra una misma manera de ver y situarse en el mundo que hasta ese momento habían sido singulares a un Estado-nación y sus dominios específicos.

Mientras la filosofía posmoderna le rinde homenaje a la «Diferencia» y el liberalismo enaltece la tolerancia hacia el «Otro» (con mayúsculas), el mercado mundial capitalista homogeneiza y aplana toda diversidad. La identidad autoritaria del mercado de capitales y la integración forzada en el sistema-mundo comienza a reinar, con bombardeos e invasiones, por sobre todos los oponentes y disidentes, mientras filosóficamente se legitima -encubriendo y ocultando semejante autoritarismo- en nombre de «la Diferencia» y «la tolerancia». El pluralismo metafísico y el relativismo antropológico constituyen el barniz decorativo con que se encubren los tanques y cazabombarderos norteamericanos y las misiones del FMI y el Banco Mundial.

Durante los años ’80 y ’90, cuando la filosofía universitaria y el mercado editorial sancionaban el reinado de lo micro y el fragmento, fuera de las aulas y de las librerías sucedía exactamente todo lo opuesto: se debilitaban o disolvían las identidades particulares en aras de una perversa y nefasta lógica global. El discurso de las metafísicas «post», enamorado ilusoriamente de la fragmentación y de la dispersión en nombre de un seudo pluralismo, invertía completamente la realidad. Tomaba una cosa por otra, encubría la explosiva transformación objetiva del mercado mundial suplantándolo discursivamente por las representaciones subjetivas de la Academia. De este modo legitimaba la dominación social del capital.

Casi al mismo tiempo que en el plano filosófico el posmodernismo y el posestructuralismo trataban durante los ’80 y ’90 de seducir a las distintas fracciones del campo popular con su culto al fragmento, a lo micro y a la lucha dispersa y encerrada en sus respectivos guettos, en el terreno económico los representantes de la ideología neoliberal le recomendaban al capital acelerar la globalización de las relaciones mercantiles a escala mundial.

Por abajo, nos sugerían eludir o directamente abandonar la lucha por el poder; por arriba les decían que había que endurecer la dominación, la fuerza y el poder. Por abajo querían convencernos de mirar únicamente nuestros respectivos ombligos (los obreros únicamente al problema salarial, las mujeres a la dominación patriarcal, los ecologistas a la destrucción del medio ambiente, las minorías sexuales a la imposición de un patrón único de preferencias sexuales, etc.,etc.), sin poder cruzar las miradas; mientras por arriba les facilitaban el camino para alcanzar una política global del mercado frente a la sociedad. De este lado, con la vista cada vez más restringida a lo micro y a la punta de los zapatos, del otro lado del muro de la dominación, cada vez más abarcadores de lo macro.

Entre el «arriba» y el «abajo», entre el posmodernismo y la mundialización neoliberal del capitalismo imperialista, entre el culto de la diferencia y la estandarización implacable del mercado capitalista existe una estrecha relación. Según Fredric Jameson, ambas «parecen estar vinculadas dialécticamente, o al menos al modo de una antinomia insoluble».

¿Cómo comprender esta coexistencia temporal, combinada pero desnivelada y desigual, entre el discurso filosófico y el económico, entre las metafísicas «post» y el neoliberalismo?

Desde nuestro punto de vista esa coexistencia no es caprichosa ni una mera yuxtaposición inconexa de discursos que solamente coinciden durante la misma época cronológica. Entre la lógica del fragmento desgarrado y solitario y la lógica de la integración multinacional del mercado mundial que fagocita la totalidad de la sociedad planetaria existe una interconexión y una complementariedad íntima.

Hoy en día no alcanza con señalar únicamente esa rara convivencia. Hay que dar cuenta de ella. Pues bien, existe una posible explicación teórica de esa aparente asimetría entre los discursos legitimadores de la dominación mundial y local, global y fragmentaria. Esa explicación reside en la teoría marxista del fetichismo, leída en clave eminentemente política. Esta teoría, extrañamente «olvidada» y archivada por los discursos académicos a la moda, nos puede permitir comprender ese desfase aparente entre posmodernismo y neoliberalismo, entre racionalidad de lo micro y lógica de lo macro.

La génesis de la teoría del fetichismo y su noción de sujeto

A partir del cuestionamiento althusseriano clásico contra la teoría del fetichismo quedó asentado como un lugar común indiscutido por todas las metafísicas «post» que dicha teoría correspondería, supuestamente, a la ideología «humanista» -una mala palabra para toda esta jerga- de un Marx juvenil, insuficientemente socialista y todavía inexperto. Un Marx que todavía no había elaborado sus propias categorías y conceptos, que giraba sobre una problemática feuerbachiana, según apuntaba Althusser. Durante varias décadas se asumió ese dato como algo fiable y producto de una lectura filológica rigurosa y estricta. Sin embargo, la génesis de dicha teoría es más compleja de lo que se cree.

En español, «fetiche» deriva del portugués «fetiço«, que significa «»hecho» de la mano del hombre».

Es cierto que Marx utiliza por primera vez el término en el artículo «Debates sobre la ley castigando los robos de leña» (1842): «La provincia tiene el derecho de crearse estos dioses, pero, una vez que los ha creado, debe olvidar, como el adorador de los fetiches, que se trata de dioses salidos de sus manos«.

Posteriormente, en los Manuscritos económico filosóficos de 1844, retoma de la Fenomenología del espíritu de Hegel la categoría de «alienación» y el proceso de autoproducción del ser humano como especie a partir del trabajo, entendido como mediación y negatividad.

Luego, a partir de los Grundrisse [los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política de 1857-1858], Marx desarrolla el cuestionamiento del fetichismo pero comenzando por el fetiche dinerario, no por el mercantil.

Más tarde, en 1867, Karl Marx publica el primer tomo de El Capital. Un lustro después, entre 1872 y 73, revisa y modifica nuevamente el texto para su segunda edición alemana. Uno de los segmentos que adquieren relieve en esta segunda edición -precisamente la más madura, la más revisada, la más meditada de las que se publican en vida de Marx- es «El carácter fetichista de la mercancía y su secreto». El tema del fetichismo ya estaba en la edición de 1867, pero recién en la segunda su autor lo separa del resto del primer capítulo sobre la teoría del valor y le pone ese título específico para destacarlo. Esta teoría, por lo tanto, a pesar de la sesgada y unilateral exégesis althusseriana que durante décadas se adoptó como «el último grito» en la filología marxista, corresponde a la última escritura de la obra. La de madurez.

Allí formula uno de los núcleos centrales con que El Capital cuestiona al capitalismo como sociedad y a la economía política, por entonces su principal saber legitimante.

No es aleatorio que durante el siglo XX, en Historia y conciencia de clase, una de las principales obras del pensamiento marxista a nivel mundial, György Lukács haya señalado que el capítulo acerca del fetichismo contiene y sintetiza todo el materialismo histórico, todo el autoconocimiento de los trabajadores en cuanto conocimiento de la sociedad capitalista (cuando Lukács formula esta tesis aún no había leído los Manuscritos económico filosóficos de 1844 pues entonces aún no se habían publicado).

Filológicamente puede demostrase que ese pasaje de la principal obra de Marx es uno de los resultados finales producto de sus miles y miles de páginas manuscritas y de las varias reelaboraciones de El Capital (este libro tuvo por lo menos cuatro redacciones. «El fetichismo de la mercancía y su secreto» corresponde a la última de todas).

Aunque las teorías de la alienación y el fetichismo tienen mucho en común (ambas describen inversión de sujeto y objeto, personificación y cosificación), el fetichismo remite su explicación exclusivamente a las relaciones mercantiles capitalistas. En los textos de 1867-1873 Marx aborda procesos análogos a los de 1844, pero eludiendo cualquier referencia a una supuesta «esencia humana» perdida y alienada. En tanto proceso histórico que puede superarse en la historia, el fetichismo no tiene nada que ver con ninguna «esencia». No está en el corazón del individuo metafísico…

Por eso resulta un gravísimo error de las metafísicas «post» atribuir a la teoría marxiana del fetichismo una noción común, burguesa, fija y liberal de «sujeto». Para Marx la idea de un sujeto libre y contractualista, cuyas decisiones son absolutamente racionales, totalmente soberanas y plenamente autoconscientes es una típica ficción jurídica (así lo remarca en innumerables pasajes de El Capital). Ésta es precisamente la actitud del sujeto moderno contractualista presupuesto por la economía política neoclásica y su racionalidad calculadora e instrumental. El típico «sujeto libre» de la ideología burguesa, particularmente preferido por el individualismo liberal opositor a toda forma de Estado (corriente por la cual, dicho sea de paso, no pocas metafísicas «post» sienten una clara atracción nunca confesada aunque muchas de ellas se presentan en lenguaje libertario).

El sujeto del marxismo no es el sujeto cartesiano individual, propietario burgués de mercancías y capital, autónomo, soberano, racionalmente calculador y constituyente del contrato (es decir: el homo economicus eternamente mentado por la economía política neoclásica, el contractualismo liberal y la teoría de la elección racional). El sujeto que Marx y sus partidarios tienen en mente no se reduce a las determinaciones del varón, blanco, cristiano y burgués; el propietario-ciudadano-consumidor individual.

El sujeto del marxismo es un sujeto colectivo que se constituye como tal (incorporando las múltiples individualidades e identidades de grupo) en la lucha contra su enemigo histórico. Es el conjunto de la clase trabajadora, por eso constituye un sujeto colectivo, no únicamente individual. Su racionalidad no es instrumental ni calculadora. La teoría política que intenta defender sus intereses estratégicos no es el contractualismo de factura liberal ni su ontología social corresponde a las mónadas aisladas y sin ventanas (de origen leibniziano), donde cada persona su convierte -a través de la salvaje mediación del mercado- en un lobo para el hombre (Hobbes) y cuyas trayectorias individuales mútuamente excluyentes son organizadas por la «mano invisible» (de Adam Smith y sus discípulos contemporáneos).

Esta distinción elemental entre dos concepciones diametralmente opuestas y antagónicas acerca del sujeto debería estar en la base de toda discusión al respecto (si desaparece o no, si las ciencias sociales lo disuelven o no, etc.) para evitar la sospechosa ambigüedad y los numerosos malos entendidos sobre los cuales se estructura la mayor parte de las veces el cuestionamiento de las metafísicas «post» al marxismo.

La teoría del fetichismo, una reflexión «olvidada»

En su teoría crítica del fetichismo Marx sostiene que, a partir de la acumulación originaria y el intercambio generalizado de mercancías, las condiciones de vida expropiadas a las masas populares se autonomizan, cobrando vida propia como si fueran personas. Este proceso histórico genera que las condiciones de vida -transformadas en capital- se vuelven sujetos y los productores expropiados se vuelven objetos. La inversión fetichista consiste en que las cosas se personifican y los seres humanos, arrodillados ante ellas, se cosifican.

Todo proceso fetichista combina históricamente la cosificación y la personificación, la aparente racionalidad de la parte y la irracionalidad del conjunto social, la elevación a máxima categoría de lo que no es más que un pequeño fragmento de la realidad.

El fetichismo se caracteriza también por congelar y cristalizar cualquier proceso de desarrollo, definiendo discursiva o ideológicamente alguna instancia de lo social como si fuera fija cuando en la vida real fluye y se transforma. Las relaciones sociales se «evaporan» súbitamente y su lugar es ocupado por las cosas, las únicas mediadoras de los vínculos intersubjetivos a nivel social. La aparente «objetividad absoluta» del orden social termina predominando por sobre las subjetividades sujetadas al orden fetichista. Las reglas que rigen la vida de esa objetividad que escapa a todo control humano cobran autonomía absoluta y toman el timón del barco social. Se vuelven independientes de la conciencia y la voluntad colectivas. Son las reglas, los códigos y las leyes sociales -ajenas a todo control racional y a toda planificación estratégica- las que rigen de manera despótica el curso de la vida humana.

En El Capital la teoría del fetichismo es la base de la teoría del valor y de la crítica de la economía política. Si Adam Smith y David Ricardo se preguntaron en su época por la cantidad del valor (¿cuánto valen las mercancías?… de acuerdo al tiempo de trabajo socialmente necesario para reproducirlas), en cambio nunca se interrogaron ¿por qué el trabajo humano genera valor?

La respuesta a esta pregunta inédita en la historia de las ciencias sociales remite precisamente a la teoría crítica del fetichismo y al trabajo abstracto (aquel tipo de trabajo humano vivo que se cosifica y cristaliza en sus productos como valor porque ha sido producido en condiciones mercantiles).

La humildad de Marx siempre lo condujo, en sus libros e intervenciones públicas y en su correspondencia privada, a reconocer que él no había inventado ni descubierto la lucha de clases, ni la apropiación del excedente económico bajo sus diversas formas de manifestación (renta terrateniente, interés bancario, ganancia industrial) ni siquiera el socialismo o el comunismo.

Sí estaba orgulloso de haber descubierto la categoría de plusvalor en su forma general (independientemente de la ganancia, renta e interés), la necesidad de un período de transición al comunismo bajo el poder de la clase obrera y lo más importante para la crítica de la economía política: la diferencia entre el trabajo concreto y el trabajo abstracto. En El Capital reconoce que «He sido el primero en exponer críticamente esa naturaleza bifacética del trabajo contenido en la mercancía […] este punto es el eje en torno al cual gira la comprensión de la economía política«. Igualmente, en su carta a Engels del 24/8/1867 le confiesa: «Los mejores puntos de mi libro son: El doble carácter del trabajo, según que sea expresado en valor de uso o en valor de cambio (toda la comprensión de los hechos depende de esto, se subraya de inmediato en el primer capítulo) […]».

En otra carta a Engels, del 8/1/1868, le agrega: «los economistas no han advertido un simple punto: que si la mercancía tiene un doble carácter -valor de uso y valor de cambio-, entonces el trabajo encarnado en la mercancía también debe tener un doble carácter […] Este es, en efecto, todo el secreto de la concepción crítica«.

Si haberlo descubierto tiene tanta importancia para su autor, ¿en qué consiste pues el trabajo abstracto y qué vínculo mantiene esta categoría con la teoría crítica del fetichismo?

El trabajo humano es «concreto» si produce «valores de uso», objetos que satisfacen directamente una necesidad. En cambio, si el trabajo humano produce objetos para el mercado, que sólo serán consumidos después de haber sido intercambiados por dinero, en ese caso el trabajo es «abstracto» y el objeto producido es una mercancía que posee, no sólo «valor de uso» sino además «valor». La sociabilidad del trabajo abstracto es indirecta, está mediada por el mercado. Aunque al interior de cada unidad productiva capitalista -por ejemplo, un conglomerado multinacional de empresas- se realizan trabajos privados, todos ellos son fragmentos del mismo trabajo social global. Pero esa sociabilidad indirecta recién se manifiesta en el mercado. Al funcionar cada conglomerado u oligopolio de empresas de modo independiente y en competencia recíproca, no hay planificación del conjunto social (sí puede haber planificación o racionalidad parcial al interior de cada conglomerado pero ello no es extensible al conjunto de la sociedad capitalista mundial). Ésta sólo es posible si se socializan completamente los medios de producción y se ejerce una planificación democrática y participativa de toda la clase trabajadora.

La categoría de «trabajo abstracto» está entonces estrechamente asociada a la teoría crítica del fetichismo porque es la sociabilidad indirecta, post festum, realizada a posteriori (es decir, después de haber sido producida) del trabajo social global la que se cosifica en los productos que cobran vida propia y terminan reinando en el capitalismo de nuestros días. Por ejemplo, la supuesta «burbuja financiera» de un dinero global que asume vida propia y aparentemente empieza a crecer por sí mismo, sin la mediación productiva de ningún trabajo que lo genere, es un típico producto de relaciones fetichistas. Ese dinero global no es nada más que la encarnación cosificada del trabajo social global realizado bajo formas mercantiles capitalistas. Al no poder controlar sus mecanismos específicos de producción, distribución e intercambio mercantil, los sujetos colectivos de la sociedad capitalista globalizada terminan subordinándose a los avatares contingentes y caprichosos del dinero autonomizado.

Racionalidad de la parte, irracionalidad del conjunto

El proceso de «disolución del hombre» que las metafísicas «post» elevan a hipóstasis última de la realidad y designan como sujeto borrado resulta plenamente explicable desde el ángulo de la teoría crítica del fetichismo. Si los sujetos sociales del capitalismo tardío no pueden controlar sus prácticas, no pueden planificar racional y democráticamente la distribución social del trabajo colectivo, de sus beneficios y sus cargas, en las distintas ramas y actividades sociales a escala global, ello no deriva de algún principio inescrutable, insondable y metafísico…

Por el contrario, responde a un proceso histórico y político estrictamente verificable. Es la sociedad mercantil capitalista -que hoy ha alcanzado efectivamente dimensiones mundiales, aunque potencialmente las tuviera desde sus orígenes- la que borra a los seres humanos, la que cancela sus posibilidades de decidir racionalmente el orden social, la que aniquila su soberanía política y la que ejerce un control despótico sobre su vida cotidiana y su salud mental. Esos procesos tienen una explicación mundana y terrenal. Por eso mismo se pueden combatir. Su ontología es finita y endeble: depende tan sólo del poder del capital. Nada menos pero nada más que del poder del capital.

Es la lógica fetichista del poder del capital la que combina de modo desigual pero complementario la privatización de la vida cotidiana con su culto a lo micro y al ghetto -típicos del posmodernismo- con la expansión integradora y mundializada de los mercados globales – promovida por el neoliberalismo-; los discursos de las diferencias étnicas, religiosas y sexuales con la cultura serializada y homogeneizadora del mercado mundial.

Esa misma lógica fetichista es la que articula la falsa racionalidad de las microsectas de parroquia, encerradas en sus parcelas segmentadas y dispersas, cultivadoras de sus juegos del lenguaje intraducibles, con la racionalidad mercantil del conjunto social que hoy funciona a escala internacional.

Lo micro y lo macro, la lupa y telescopio, lo íntimo y lo absolutamente impersonal, constituyen dos caras de la misma moneda fetichista. Sólo acabando con la lógica fetichista se podrá superar ese lacerante dualismo que desgarra con sus escisiones y enajenaciones cualquier proyecto político en polos antinómicos irresolubles.

¿Existen posibilidades realistas y viables para lograrlo? Creemos que sí… a condición de plantearnos la planificación de una estrategia política de vasto aliento y a largo plazo. Una estrategia que deberá ser, al mismo tiempo, antiimperialista y anticapitalista a escala nacional, regional y global.

Resistencia y nuevos tareas

Afortunadamente ya no estamos como en los años ’80 o comienzos de los ’90. Numerosas rebeliones (lo escribimos en plural porque de verdad fueron muchas) generalizaron la resistencia contra el llamado «nuevo orden mundial». Mientras en los ’80 y primeros ’90 hablar de imperialismo parecía anacrónico y caduco, hoy el debate ha vuelto al centro de la genda política y teórica.

Como señala Fredric Jameson: «esa resistencia [a la imposición norteamericana] define las tareas fundamentales de todos los trabajadores de la cultura para el próximo decenio y puede constituir hoy, en el nuevo sistema-mundo del capitalismo avanzado un buen vector para la reorganización de la noción, también pasada de moda y excéntrica, del imperialismo cultural, y hasta del imperialismo en general» [véase Fredric Jameson: «Nota sobre la mundialización como problema filosófico». En Actuel Marx: La hegemonía norteamericana. Vol. III. Buenos Aires, 2000. pp.76].

La resistencia al imperialismo y al capitalismo mundializado asume vertientes distintas. Desde la lucha armada de pueblos invadidos por el ejército norteamericano y sus asesores (como Irak, Afganistán o Colombia) hasta movilizaciones masivas contra la guerra en las principales ciudades europeas e incluso en Nueva York, pasando por las tomas de tierras y haciendas en Brasil, los cortes de rutas y las fábricas recuperadas en Argentina, la movilización democrática en Venezuela y la continuidad de una forma de convivencia socialista en Cuba, entre muchos otros ejemplos.

A esas formas de lucha principales se agregan los diversos movimientos sociales que ya hemos mencionado en este trabajo: la lucha de los ecologistas, los homosexuales y las lesbianas, la comunidad afroamericana, las comunidades indígenas, los colectivos antirrepresivos y okupas de viviendas, las cadenas de contrainformación, etc.,etc.

¿Fue un error defender la legitimidad de estos últimos movimientos, aunque inicialmente nacieran y se desarrollaran respectivamente aislados? ¡De ningún modo! Esa primera forma de resistencia, todavía dispersa e inorgánica, cumplió el papel positivo de cuestionar en los hechos los aparatos políticos burocráticos, las jerarquías ficticias y el método administrativo y profundamente autoritario del conocido «Ordeno y mando». Nada más lejos del socialismo del futuro que el verticalismo burocrático que reproduce al interior de nuestras filas el disciplinamiento jerárquico de la dominación capitalista.

No obstante ese papel inicialmente progresivo, la cristalización de esa forma determinada de dispersión y su perdurabilidad a lo largo del tiempo corren el riesgo de transformar lo que nació como impulso de resistencia en tiempos de derrotas populares y avance neoliberal del capital en algo estanco, funcional al sistema de dominación y explotación. En otras palabras: al institucionalizar como algo permanente, cristalizado y fijo lo que correspondió a un momento particular de la historia del conflicto social, se termina eternizando la debilidad del movimiento popular.

Si ya no estamos dispuestos a continuar festejando la dispersión ni a seguir defendiendo la actual fragmentación, ¿cuál es la alternativa?

¿Quizás la categoría de «multitud», popularizada mediáticamente por Toni Negri? Creemos que no. En nuestra opinión, este término expresa una falsa solución para salir del pantano teórico en que nos dejaron las metafísicas «post». Es más, el mismo Negri constituye un heredero directo del último Althusser y un fiel continuador de esas metafísicas a las que no deja de rendir homenaje en su libro Imperio [a este respecto, véase nuestro Toni Negri y los desafíos de «Imperio». Madrid, Campo de Ideas, 2002].

Aunque cada dos oraciones Negri lo encubra asociándola con la repetición de la palabra «comunismo» (un término altisonante pero que en su prosa está completamente vacío), el concepto de «multitud» no es más que la lógica derivación de la fragmentación posmoderna: inorgánica, desarticulada, dispersa, sin estrategia política ni capacidad de organización ni planificación de los enfrentamientos con el capital a largo plazo.

Nosotros pensamos que la tradición marxista ha elaborado a lo largo de su historia otra teoría (además de la crítica del fetichismo) que nos puede resultar sumamente útil para este debate. Se trata de la teoría gramsciana de la hegemonía, muchas veces despreciada y muchas otras bastardeada o manipulada hasta el límite por las corrientes «post».

De la fragmentación a la teoría de la hegemonía

Contrariamente a la caricatura economicista y «reduccionista» del marxismo que han construido los representantes de las metafísicas «post», la filosofía de la praxis cuenta con una reflexión de largo alcance que bien puede servirnos para pensar una salida estratégica frente a las aporías entre lo micro y lo macro, y frente a la impotencia política del posmodernismo. Esa reflexión está sintetizada en la teoría gramsciana de la hegemonía (la de Antonio Gramsci, no la de sus intérpretes posestructuralistas, unilaterales y socialdemócratas, como Ernesto Laclau).

Al reflexionar sobre la hegemonía Gramsci advierte que la homogeneidad de la conciencia propia de un colectivo social y la disgregación de su enemigo se realiza precisamente en el terreno de la batalla cultural. ¡He allí su tremenda actualidad para pensar y actuar en las condiciones abiertas por la globalización capitalista, su guerra ideológica contra toda disidencia radical, su dominación cultural mundializada y su fabricación industrial del consenso!.

Gramsci no se adentra en los problemas de la cultura para intentar legitimar la gobernabilidad consensuada y «pluralista» del capitalismo sino para derrocarlo. Sus miles de páginas tienen un objetivo preciso: estudiar la dominación cultural del sistema capitalista para poder resistir, generar contrahegemonía y poder vencer a los poderosos.

¿Qué es pues la hegemonía?

Comencemos a explicarla por lo que no es. La hegemonía no constituye un sistema formal, completo y cerrado, de ideas puras, absolutamente homogéneo y articulado (estos esquemas nunca se dan en la realidad práctica, sólo en el papel, por eso son tan cómodos, fáciles, abstractos y disecados, pero nunca explican qué sucede en una formación social determinada).

La hegemonía, por el contrario, es un proceso de articulación y unificación orgánica de diversas luchas fragmentarias, heterogéneas y dispersas, dentro de las cuales determinados grupos logran conformar una perspectiva de confrontación unitaria sobre la base de una estrategia política y una dirección cultural. A través de la hegemonía un grupo social colectivo (nacional o internacional) logra generalizar la confrontación contra su enemigo enhebrando múltiples rebeldías particulares.

Ese proceso de generalización expresa la conciencia y los valores de determinadas clases sociales, organizadas prácticamente a través de significados y prácticas sociales.

Como ha demostrado Raymond Williams la hegemonía constituye un proceso social -colectivo pero que también impregna la subjetividad- vivido de manera contradictoria, incompleta y hasta muchas veces difusa [véase Raymond Williams: Marxismo y literatura. Barcelona, Península, 1980. pp. 130].

Para ser eficaz y suficientemente «elástica», la dominación cultural de las clases dominantes y dirigentes necesita incorporar siempre elementos de la cultura de los sectores dominados -por ejemplo, el «pluralismo», el culto a la diferencia o el respeto al «Otro»- para resignificarlos y subordinarlos dentro de las jerarquías de poder existente. En cambio, cuando la hegemonía la ejercen las clases subalternas y explotadas, el proceso de articulación no tiene porqué manipular las demandas singulares de los grupos que integran la alianza estratégica contrahegemónica.

La hegemonía es entonces idéntica a la cultura pero es algo más que la cultura porque incluye necesariamente una distribución específica de poder e influencia entre los grupos sociales.

Dentro del bloque histórico de fuerzas contrahegemónicas unidas por una alianza estratégica no todos los grupos tienen una equivalencia política absoluta. Según ha demostrado Meiksins Wood, no todas las oposiciones al régimen capitalista pueden alcanzar la misma potencialidad antisistémica. Por ejemplo, la lucha contra la discriminación por motivos de raza o por determinado tipo de preferencia sexual, aunque totalmente legítima y a pesar de que forma parte insustituible de un programa socialista de lucha contra el sistema, no posee el mismo grado de peligrosidad y antagonismo que atraviesa a la contradicción entre la clase trabajadora y el capital.

Meiksins Wood sugiere, con notable contundencia, que el capitalismo puede permear cierto pluralismo e ir integrando la política de las diferencias. Pero lo que no puede hacer jamás, a riesgo de no poder seguir existiendo y reproduciéndose, es abolir la explotación de clase. Precisamente por esto, dentro de la alianza hegemónica de fuerzas potencialmente anticapitalistas, aunque todas las rebeldías contra la opresión tienen su lugar y su trinchera, el sujeto social colectivo que lucha contra la dominación de clase debe jugar un papel aglutinador de la única lucha que posee la propiedad de ser totalmente generalizable: «mientras que todas las opresiones pueden tener las mismas demandas morales, la explotación de clases tiene una condición histórica diferente, una ubicación más estratégica en el centro del capitalismo; y una lucha de clases puede tener un alcance más universal, un mayor potencial para impulsar no sólo la emancipación de la clase, sino también otras luchas de emancipación» [véase Ellen Meiksins Wood: Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico. México, Siglo XXI, 2000. pp. 304-305].

Hegemonía no sólo es consenso (como algunas veces se piensa en una trivialización socialdemócrata del pensamiento de Gramsci), también presupone violencia y coerción sobre los enemigos. Para Gramsci no existe ni el consenso puro ni la violencia pura. Las principales instituciones encargadas de ejercer la violencia son los Estados (policías, fuerzas armadas, servicios de inteligencia, cárceles, etc.). Las instituciones donde se ejerce el consenso forman parte de la sociedad civil (partidos políticos, sindicatos, iglesias, instituciones educativas, asociaciones vecinales, medios de comunicación, etc.). Siempre se articulan y complementan entre sí, predominando uno u otro según la coyuntura histórica.

Por último, la hegemonía nunca se acepta de forma pasiva. Está sujeta a la lucha, a la confrontación, a toda una serie de «tironeos». Por eso quien la ejerce debe todo el tiempo renovarla, recrearla, defenderla y modificarla, intentando neutralizar a sus adversarios incorporando sus reclamos -como por ejemplo el respeto de las diferencias- pero desgajados de toda su peligrosidad.

Como la hegemonía no es entonces un sistema formal cerrado, sus articulaciones internas son elásticas y dejan la posibilidad de operar sobre ellas desde otro lado: desde la crítica al sistema, desde la contrahegemonía (a la que permanentemente la hegemonía del capital debe contrarrestrar). Si la hegemonía fuera absolutamente determinante -excluyendo toda contradicción y toda tensión interna- sería impensable cualquier disidencia radical y cualquier cambio en la sociedad.

En términos políticos, la teoría marxista de la hegemonía sostiene que los movimientos sociales y las organizaciones revolucionarias de los trabajadores que no logren traspasar la estrechez de sus luchas locales y particulares terminan presos del corporativismo, o sea limitados a sus intereses inmediatos.

De la metafísica y el fetichismo al desafío de la hegemonía

La construcción de una política centrada en la búsqueda de la hegemonía socialista nos permitiría no sólo superar los relatos metafísicos nacidos bajo el influjo de la derrota popular sino también recrear una representación unificada del mundo y de la vida, hasta ahora fragmentada por la fetichización de los particularismos. Sin esta concepción totalizante se tornará imposible responder a la ofensiva global del capital imperialista de nuestros días con un proyecto altermundista, igualmente global, que articule y unifique las diversas rebeldías y emancipaciones frente a un enemigo común.

El desafío consiste en tratar de consolidar la oposición radical al capitalismo construyendo cierto grado de organicidad entre los movimientos sociales y políticos. La simple comunicación virtual ya no alcanza. Jugó un papel importantísimo e insustituible durante la primera fase de la resistencia al neoliberalismo, cuando veníamos del diluvio y la dispersión absoluta. Pero hoy ya no es suficiente. La oposición al sistema, si pretende ser eficaz y modificar realmente las relaciones sociales de fuerza a nivel nacional, regional y mundial entre opresores y oprimidos/as, entre explotadores y explotados/as debe asumir el desafío de construir fuerza social y bloque histórico, tendiendo a la convergencia de las más diversas emancipaciones contra las mismas relaciones sociales del capital.

Ponencia presentada en el Encuentro Internacional Civilización o Barbarie: Desafíos y problemas del mundo contemporáneo. Portugal, 2004