La llegada de Bush a Corea del sur, para asistir a la cumbre de los países del foro de Cooperación Económica para Asia y el Pacífico, acompañada antes por encuentros en Tokio y, después, en Pekín y Ulan Bator, muestra el interés de Estados Unidos por la emergente Asia Oriental, centrada en el creciente poder […]
La llegada de Bush a Corea del sur, para asistir a la cumbre de los países del foro de Cooperación Económica para Asia y el Pacífico, acompañada antes por encuentros en Tokio y, después, en Pekín y Ulan Bator, muestra el interés de Estados Unidos por la emergente Asia Oriental, centrada en el creciente poder chino: muchas acciones norteamericanas se explican por una política de contención hacia China que, aunque no ha sido declarada, no es por ello menos evidente. Estados Unidos se mueve entre el pragmatismo, las necesidades económicas (China posee una gran cantidad de Bonos del Tesoro estadounidenses), y la añeja política que busca la hegemonía propia mientras planifica un equilibrio entre potencias secundarias, cuya lejana inspiración la encontramos en el imperio británico del siglo XIX. La visita a Mongolia, y el objetivo de instalar allí bases militares norteamericanas, es revelador de las intenciones de Washington para completar un cordón sanitario alrededor de China. Sin embargo, aunque esa gigantesca región de Asia oriental es la más importante preocupación estratégica de Washington, no es la única. Unas semanas antes de ese viaje del presidente norteamericano, la gira, más discreta, de Condoleezza Rice por algunas de las antiguas repúblicas soviéticas señalaba también algunas de las cuestiones olvidadas del gran juego entre potencias internacionales, en el confuso mundo nacido tras la desaparición de la URSS. La vieja Besarabia, el Cáucaso y Asia central son los motivos del interés de la diplomacia norteamericana que ha llevado a Rice a visitar la periferia soviética.
Rice no ha visto su gira diplomática acompañada por el éxito, y el escenario se mueve. Uno de los objetivos principales de Rice, mantener la base aérea de Janabad, en Uzbekistán, ha fracasado. Recuérdese que, en los meses posteriores a los atentados de las Torres Gemelas, en medio de la conmoción mundial, diferentes países se ofrecieron a Washington para colaborar en la «lucha contra el terrorismo» y contribuir a la campaña militar contra el régimen talibán de Afganistán, cómplice de las confusas redes del radicalismo islamista de Ben Laden, anterior aliado de Washington. Estados Unidos aprovechó la oportunidad para tomar posiciones en Asia central, orientadas a la preparación de la guerra en Afganistán, pero, al mismo tiempo, con el propósito de iniciar el control estratégico de la zona: allí están los grandes yacimientos de petróleo y gas de la antigua periferia soviética. La conmoción mundial por los atentados fue muy útil para Bush y su gobierno: incluso Moscú aceptó la creación, impensable unos años antes, de bases militares norteamericanas en Asia central. Fue un error de Putin, en 2001, todavía inseguro en su recién estrenada presidencia.
Desde entonces, muchas cosas han cambiado. Entre otras, se ha hecho evidente para el mundo, con la guerra y ocupación de Iraq y con las flagrantes mentiras utilizadas por el gobierno de Bush, que el terrorismo está siendo utilizado como señuelo para conseguir ventajas estratégicas. Por eso, la negativa evolución de algunos países del área para el interés estratégico norteamericano y el revés político que ha supuesto los resultados de la gira de Condoleezza Rice intenta ahora ser compensado por Washington jugando sus bazas, que no son pocas, en otras zonas conflictivas de la antigua Unión Soviética. Así lo hizo en Ucrania y Georgia, donde la victoria de los opositores protegidos y financiados por Estados Unidos ha creado una nueva situación muy preocupante para Rusia. Las pruebas de la implicación norteamericana y de la financiación de los «revolucionarios naranja» son, a estas alturas, evidentes, y para ninguna cancillería es un secreto que Víctor Yuschenko, el presidente ucraniano, es un peón de la estrategia norteamericana. Moscú presiona a Kiev con los suministros de petróleo y gas, que quiere venderle a precios del mercado internacional, pero teme que la otra gran república eslava corra la suerte de las repúblicas bálticas, convertidas en estados-cliente de Washington. También es un peón norteamericano Mijail Saakashvili, el presidente georgiano, llegado al poder a través de otra confusa «revolución», tras la que también encontramos a Estados Unidos. Saakashvili se apresuró a cortar lazos con Moscú exigiendo, antes del verano de 2006, la salida de las tropas rusas que, en misión de paz, se interponen entre georgianos y osetios desde hace años.
La acción norteamericana en Asia central utilizó patrones similares, en una zona plagada de dictadores que actúan como lobos. En Kirguizistán -donde el anterior dictador, Askar Akáyev (un intelectual liberal que prohibió el Partido Comunista kirguizio al asumir la presidencia), mantuvo excelentes relaciones con Washington-, Estados Unidos aprovechó también para instalar una gran base militar, utilizando el pretexto de la guerra a los talibán afganos y el favor de Akáyev. Pero las ambiciones de Akáyev, que, tras catorce años en la presidencia, pretendía continuar en el poder a través de sus hijos, llevaron a Estados Unidos a preparar el cambio, que ha culminado con la victoria electoral de Kurmanbek Bakíyev, un hombre que, para contrariedad de Bush, impugna la presencia norteamericana en el país, donde cuentan con una gran base militar en Manás. Desde esa perspectiva, la operación norteamericana ha sido un fracaso.
La evolución en Uzbekistán (la república más poblada de la zona, que casi duplica en población al otro gran país de Asia central, Kazajastán) ha sido determinante para entender la compleja evolución de los acontecimientos. Los graves incidentes ocurridos en mayo de 2005 en la ciudad uzbeka de Andizhan, que siguen teniendo muchos puntos oscuros, fueron utilizados por Estados Unidos como una palanca para presionar a Islam Karimov, el dictador uzbeko, fiel aliado norteamericano hasta ese momento aunque ya desconfiaba de las discretas maniobras norteamericanas con grupos de la oposición. Mientras las autoridades de Uzbekistán mantenían que la crisis de Andizhan era una revuelta de islamistas teocráticos, el Departamento de Estado norteamericano jugaba la carta de la supuesta emergencia de fuerzas democráticas para intentar crear un régimen cliente en ese país, mucho más ligado a su despliegue estratégico y, a ser posible, más presentable que el feroz presidente uzbeko. Karimov ha sido hasta ahora un aliado oportunista, pero juega sus propias cartas y su principal preocupación es mantenerse en el poder. Su gobierno se ha mostrado complaciente con Washington a lo largo de toda la última década del siglo XX y en los primeros años de este siglo, como pone de manifiesto, además del apoyo logístico y militar a la acción de Estados Unidos en Asia central, su alineamiento sin matices con la diplomacia de Washington: recuérdese, por ejemplo, que las resoluciones de la ONU que cada año condenan el bloqueo norteamericano a Cuba, y que reciben un apoyo universal, tuvieron durante años tres votos en contra: Estados Unidos, Israel y Uzbekistán. Estados Unidos estaba tan seguro de su posición en Uzbekistán que incluso se permitía incumplir los pagos por el alquiler de la base de Janabad. A la nueva enemistad con Washington, Karimov ha respondido con un acercamiento a Moscú: a la fuerza, ahogan. El presidente uzbeko, que ha especulado con la posibilidad de un ataque norteamericano a su país, sostiene ahora que atacar a Uzbekistán es atacar a Rusia.
Así, el grueso error de análisis cometido por Washington en el momento de la rebelión armada de Andizhan, convenció a Karimov de que Estados Unidos estaba creando las condiciones para su salida del poder y para instalar un régimen cliente más presentable que el suyo a los ojos de la opinión pública internacional. De esa forma, la consecuencia inmediata de la actuación norteamericana en la crisis fue la exigencia de Islam Karimov de que la base estadounidense de Janabad fuese desmantelada en medio año. En su reciente gira, Condoleezza Rice esperaba evitarlo y limitar los daños de su error: confiaban en acomodarse nuevamente con Karimov. De hecho, las excelentes relaciones de Washington con casi todos los regímenes dictatoriales de la zona, desde Uzbekistán hasta Pakistán, pasando por los gobiernos impuestos directamente por sus tropas en Afganistán e Iraq, si bien han supuestos avances estratégicos indudables para Estados Unidos, han creado también dificultades para su acción política global: la evidencia de su complicidad con todo tipo de dictaduras sanguinarias casa mal con la supuesta lucha por la libertad y por la democracia que dice impulsar la diplomacia norteamericana. Esa es una de las razones, entre otras, del repentino estallido de revoluciones naranja en distintos países: conjugan el imprescindible barniz democrático con la creación de regímenes clientes, sometidos a la voluntad política de Washington.
En Tayikistán, una pequeña república sin apenas peso político pero con influencia en parte de la población afgana, Rusia teme que Estados Unidos utilice el país como recambio para acantonar allí sus tropas, después de la forzada salida de Uzbekistán. Enomalí Rajmónov es el presidente tayiko desde 1992. Tanto en Tayikistán como en Kirguizistán, Moscú cuenta con instalaciones militares. Los otros dos países de Asia central, Kazajastán y Turkmenistán, cuentan con dictadores desde 1991, el año del colapso soviético, y tanto el kazajo Nursultán Nazarbáyev, como el turkmeno Saparmurat Niyázov, pretenden mantenerse en el poder por el procedimiento de mantener buenas relaciones con Estados Unidos y con Rusia. En Kirguizistán, donde también se produjo una revolución naranja, la evolución de los acontecimientos no ha sido favorable para Washington: el nuevo gobierno de Kurmanbek Bakíyev ha puesto en cuestión la presencia de soldados estadounidenses en el país, y el Departamento de Estado norteamericano, que ya contaba con esa eventualidad, está jugando sus cartas en dos escenarios, que han visto ya discretas iniciativas norteamericanas: Moldavia y Osetia del Sur. Objetivo: presionar a Moscú, amenazando con la reactivación de conflictos en su periferia, por el florentino procedimiento de ofrecerse como mediador en ellos. Bush y Rice querrían conseguir la aceptación de Moscú a la presencia de sus tropas en la antigua Asia central soviética, a cambio de su benevolencia en otros escenarios de crisis.
Ni Moldavia ni Osetia son las únicas cuestiones pendientes de solución en el antiguo territorio soviético: Estados Unidos pretende ser un protagonista destacado en todas las repúblicas periféricas de la URSS, y quiere actuar como mediador en los conflictos mientras coloca sus peones políticos. Washington quiere hacerlo por varias razones: para consolidar la división definitiva del territorio soviético, para ampliar su propia influencia estratégica, para controlar los flujos energéticos, y para crear un espacio político aliado suyo entre la Unión Europea y la Rusia actual, que le permita presionar a ambos, arraigar su presencia militar y política en el Asia central soviética (donde cuenta desde hace tiempo con diversos grados de penetración en Kazajastán, Kirguizistán, Turkmenistán, Tayikistán y Uzbekistán, con el pretexto de la lucha contra el terrorismo, y, en menor grado, contra el tráfico de estupefacientes) y para intentar sustituir a Moscú como principal protagonista en los procesos de mediación y de paz que deben impulsarse en la zona. Sus planteamientos son muy ambiciosos, pero están sujetos a graves contratiempos, como se ha visto en Tashkent y en Bishkek.
Además, Estados Unidos, que había mantenido un discreto silencio sobre la evolución de la vieja Besarabia, ha mostrado interés en participar en las negociaciones sobre el estatuto definitivo -si puede hablarse en estos términos en la política internacional y en la historia- de la república del Dniéster, que se proclamó república separada de Moldavia, y que no ha sido reconocida como tal por la llamada comunidad internacional (en realidad, poco más que las grandes potencias). Al mismo tiempo, tras la victoria de sus peones en Georgia (donde Shevarnadze fue separado del poder por una revolución naranja dirigida entre bastidores), Estados Unidos está empezando a intervenir en Osetia del Sur, que mantiene aspiraciones a su independencia de Georgia, separándose de ella. El enfrentamiento militar entre Osetia del Sur y el gobierno georgiano que siguió al colapso de la URSS sigue sin resolverse, aunque no se produzcan ahora choques armados relevantes, y la propia Rusia cuenta con un territorio denominado Osetia del Norte. Lo mismo ocurre en Abjasia, también en territorio georgiano, que mantiene sus aspiraciones a separarse de Tblisi, sin olvidar las implicaciones georgianas en el cobijo de grupos armados chechenos. Estados Unidos cuenta jugar con esas bazas, además de su capacidad para presionar por la guerra chechena y por el conflicto de Nagorno-Karabaj, que enfrenta a Armenia y Azerbaiján, con Rusia al fondo.
Así, junto con Osetia, Moldavia es también una carta de recambio para presionar a Moscú. Washington ha reparado en que el nuevo gobierno moldavo en Kishinev está interesado en impulsar una solución definitiva al conflicto de la república del Dniéster (o Transnistria, como la llaman en Moscú), y la participación norteamericana en nuevas negociaciones de paz serviría, sin duda, para presionar a Moscú, y para nuevas exigencias ante Rusia para el reparto de zonas de influencia en todas las antiguas repúblicas periféricas de la URSS. Sin que el Departamento de Estado olvide que Chechenia sigue siendo un foco de tensión abierto en la propia Rusia, utilizado por Estados Unidos a conveniencia en las tribunas internacionales además de espantajo de la posible fragmentación del gran país eslavo.
Ahora, con Putin, la nueva Rusia (que fue en los años noventa dependiente de Estados Unidos hasta la traición, y cuyas bazas estratégicas fueron desbaratadas por la irresponsable actividad de Yeltsin y de su ministro de exteriores Kozirev -un incompetente político de la nueva derecha rusa, hoy olvidado, que siempre fue complaciente ante las demandas norteamericanas, y a quien ni siquiera respetaban en Washington-) intenta recuperar algo del terreno perdido, mientras ve con impotencia y con sospecha la actividad de Estados Unidos en la periferia de la antigua Unión Soviética. Washington desconfía de las intenciones de Putin, a quien ve decidido a reconstruir el espacio soviético, ahora sobre nuevas bases capitalistas. Si Estados Unidos cuenta con la ventaja de sus múltiples recursos financieros, Rusia juega con el conocimiento de la zona y con una tradición histórica común en la antigua Unión Soviética. En ese enfrentamiento soterrado, ambas potencias utilizan todos los recursos a su alcance, desde la diplomacia hasta la creación y manipulación de grupos pacíficos o armados. No se trata de ceder a las viejas tesis conspiratorias en las relaciones internacionales, pero, sin duda, la diplomacia, los servicios secretos, las empresas fantasma, las operaciones camufladas, los hombres de paja, existen y trabajan. Recuérdese, por otra parte, la activa presencia de algunas fundaciones ligadas al capitalismo occidental, como la del especulador George Soros y algunas instituciones norteamericanas, que financian activamente grupos políticos en Rusia y en su periferia. La propia Condoleezza Rice ha admitido el apoyo norteamericano a la oposición bielorrusa a Lukashenko, asistiendo a un reciente cónclave en Vilna, la capital lituana, donde ¡reafirmó su apoyo a la vía de la revolución naranja en Bielorrusia!, en una grosera intromisión diplomática. Por otra parte, todas las cancillerías saben que, tanto en Ucrania como en Georgia o Kirguizistán, la oposición ha sido financiada por Washington: algunos beneficiarios del dinero lo han reconocido después abiertamente, como Edil Baysolov, coordinador de varias ONG kirguizias que deben su existencia y sus recursos a las agencias norteamericanas como el USAID, o el NED (National Endowment for Democracy).
Ante la estrategia norteamericana de reactivar esos conflictos dormidos, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguei Lavrov, opera con la perspectiva estratégica de que pueda llegarse a un acuerdo de cooperación entre Moscú y Washington en diez antiguas repúblicas soviéticas (es decir, en las cinco de Asia central, las tres del Cáucaso, y en Ucrania y Moldavia, porque Moscú se ha resignado a la pérdida de influencia en las tres repúblicas bálticas, y Bielorrusia sigue manteniendo sólidos lazos con Rusia, gracias al gobierno de Lukashenko). Esa cooperación que plantea Lavrov implicaría un reparto entre ambos países de áreas de influencia compartida, con el objetivo del desarrollo económico y de la consolidación de la democracia, al menos sobre el papel. Pero pese a esa voluntad declarada para tranquilidad de Washington, Lavrov, y, tras él, Putin, olvidan imprudentemente que la geografía política de toda la periferia rusa está salpicada de regímenes autoritarios y dictatoriales, cuyos gobernantes tienen intereses propios y fuerzan a Washington y Moscú, en la medida de sus posibilidades, a seguir bailando con lobos en un complejo tablero estratégico. Consciente de la actual debilidad de Rusia, la propuesta de Lavrov tiene como objetivo real el reparto de los dividendos económicos que comportaría la explotación de los recursos y de las materias primas de la zona. Sin embargo, Lavrov y Putin, que acarician la posibilidad de esa entente, descuidan el mayor peligro que acecha a Moscú: Estados Unidos todavía no ha renunciado, tras la desaparición de la URSS, a impulsar la fragmentación en varios Estados de la propia Rusia; es decir, forzar la desaparición del país, como abonaron la fragmentación y liquidación de la URSS, y juega sus bazas para consolidar el cantonalismo del antiguo territorio soviético: en abril de 2005, la OTAN iniciaba los programas para incorporar a Ucrania a la organización, con la vista puesta en 2008.
Ese riesgo de desaparición de la propia Rusia es denunciado con frecuencia por el Partido Comunista ruso en las tribunas de la Duma y es una de las preocupaciones de los centros de elaboración y pensamiento rusos, donde Estados Unidos todavía cuenta con influencia. El horizonte ideal para Rusia, y tal vez para el propio Putin, sería la recomposición del espacio soviético disminuido, sobre bases capitalistas, pero sabe que Washington utilizará todos sus medios para impedirlo. No hay que olvidar que la población rusa, como la de la mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas, sigue acariciando la posibilidad de una reunificación. Por eso, temeroso de su escasa fortaleza actual, el gobierno Putin intenta llegar a acuerdos en toda la periferia rusa, tanto con Estados Unidos como con la Unión Europea. Para ello, pretende crear objetivos comunes sobre la estabilidad de la zona y la cooperación económica: Moscú admite que tanto Washington como Bruselas tienen también intereses en todas esas zonas, sobre todo en el acceso al petróleo y al gas, y, en menor medida, en la desarticulación de las «redes terroristas» y el control del tráfico de drogas. Es el precio que Rusia paga por la desaparición de la URSS.
Los conflictos de Abjasia y Osetia, y de Moldavia, cuentan con contingentes de tropas de la CEI (Confederación de Estados Independientes), formados principalmente por soldados rusos, que actúan como fuerzas de interposición, y, aunque la paralización de los combates en esos territorios ha abierto expectativas de solución, su potencial desestabilizador es todavía muy grande. Moscú tiene evidentes intereses en la zona, a lo que debe añadirse su lógica preocupación por los grandes núcleos de ciudadanos soviéticos, rusos étnicos, que siguen viviendo en todos esos lugares, y que, en el conjunto de las antiguas repúblicas soviéticas, alcanzan la cifra de veinticinco millones de personas: la Duma, que tiene una comisión parlamentaria dedicada a asuntos de la CEI, manifiesta periódicamente su inquietud por la situación de los rusos en el «extranjero cercano», y Putin no puede cerrar los ojos a esa realidad, máxime cuando la situación de las minorías rusas en los países bálticos oscila entre la marginación y la sospecha, aunque la Unión Europea siga cerrando los ojos a la evidencia de la segregación.
Lo mismo ocurre en Nagorni-Karabaj, la región disputada por Armenia y Azerbaiján, en el Cáucaso, donde Rusia, Estados Unidos y Francia dirigen un núcleo diplomático (el grupo de Minsk) para encontrar una solución. Desde Moscú, los partidarios de una entente con Washington esgrimen la existencia de ese grupo de Minsk como la prueba de que la cooperación, mutuamente ventajosa, entre Estados Unidos y Rusia es posible, y apuestan también por la intervención de la Unión Europea, en la convicción de que sería mucho más fácil llegar a una solución permanente conjugando los esfuerzos de Moscú, Washington y Bruselas; pero otros analistas avisan del peligro de que los norteamericanos hayan conseguido, gracias a sus lazos con Azerbaiján, instalarse como mediadores en la zona. En otras repúblicas, como Moldavia y Georgia, los sectores más nacionalistas y liberales de esos países rechazan una mediación rusa en los conflictos, al tiempo que reclaman la presencia norteamericana. Washington se debate, así, entre la evidencia de que cualquier arreglo, sin Rusia, sería muy endeble, y la codicia de sus círculos más aventureros, ligados a los llamados neoconservadores, que postulan aprovechar la oportunidad para hacer retroceder a Moscú en todos los terrenos y ocupar, después, el vacío político.
La conciencia de la debilidad estratégica de Moscú ha llevado a Putin a defender que las diversas instancias diplomáticas existentes, semejantes al grupo de Minsk, en los conflictos dormidos, sean las encargadas de encontrar soluciones políticas y diplomáticas. Así sería en el caso de Moldavia, donde existe un grupo compuesto por Rusia, Ucrania y la OSCE, o en el de Abjasia, donde el protagonismo recae en la ONU. De hecho, Moscú, que acepta la presencia e implicación norteamericana en los enfrentamientos actuales en el territorio de la CEI, teme que, si esos grupos diplomáticos se vuelven irrelevantes, Estados Unidos puede optar por políticas más agresivas en la zona. Las recientes declaraciones de buena voluntad de Lavrov, dirigidas a Washington, («Para Rusia, todas las ex repúblicas de la URSS son socios iguales en derechos, y no tenemos ninguna intención de dictarles las formas de solucionar sus problemas internos»), iban unidas a una queja y un aviso: el ministro de Exteriores ruso mostraba su contrariedad proclamando que «son inadmisibles los intentos de imponer desde fuera las normas de orden social en el espacio postsoviético»: sólo Estados Unidos está en condiciones de hacerlo.
Las recientes elecciones en Azerbaiján, que se celebraron entre rumores de cancillerías sobre el estallido de una nueva «revolución naranja», se cerraron sin excesivas protestas, a diferencia de lo que había ocurrido en Tbilisi o Kiev. Es un pequeño país en el que confluyen intereses de Moscú y Washington, pero también de Teherán. En Moscú, los expertos rusos han considerado que la ausencia de protestas es debida, más que a la voluntad de Washington, a la debilidad de la oposición: Estados Unidos no ha podido todavía organizar una plataforma opositora que aglutine a los partidarios de un cambio de régimen. Y ello, al mismo tiempo que Washington sigue manteniendo excelentes relaciones con el feroz régimen de Iljam Aliev, cuyo partido, Yeni Azerbaiján, impuso su victoria electoral en un escenario escasamente democrático.
En el Cáucaso, el interés estratégico norteamericano, que no renuncia a seguir enarbolando la bandera de la democracia que tan excelentes resultados le ha dado en el pasado, radica en la salvaguarda de sus intereses petrolíferos y en el oleoducto que une Bakú, Tbilisi y Ceyhan, junto con la mera celebración de las elecciones en Azerbaiján y Georgia, hechos que hacen posible la proyección hacia el mundo de la idea de que, en los países que reciben la influencia norteamericana, la democracia se abre paso. Por eso, en Azerbaiján, Bush espera una coyuntura más favorable para impulsar un cambio, porque Washington no confía plenamente en el actual gobierno, pese a las facilidades de todo tipo que ha conseguido en los últimos años. De hecho, la pretensión norteamericana de ampliar su despliegue militar en la zona con la creación de bases en Azerbaiján choca con la tozuda realidad estratégica: Aliev no ignora que la apertura de bases militares norteamericanas le crearía serios problemas con Moscú y con Teherán. Además, ambas potencias saben que Iljam Aliev puede cambiar de alianzas, como ha ocurrido con Islam Karimov en Uzbekistán, y, por añadidura, los nuevos pasos del gobierno de Kirguizistán fuerzan a la diplomacia norteamericana a ser prudente. Todo ello, sin olvidar las tentaciones islamistas que, aunque no es el caso de Aliev, podrían ser utilizadas por algunos políticos de la periferia rusa como moneda de cambio para asegurar su poder. Por su parte, Turquía, que participa en el oleoducto Bakú-Ceyhan, ya en funcionamiento, sigue con atención la crisis: su histórica enemistad con Armenia y la rivalidad con Teherán para hacerse con ventajas en la zona, hacen que no sea descartable una implicación turca más activa. Por su parte, Armenia, una pequeña república de raíces cristianas, en medio de un mar hostil de países musulmanes, mantiene sus lazos con Moscú. Al mismo tiempo, Estados Unidos pretende ligar a Kazajastán y a su presidente Nazarbáyev a la utilización de ese oleoducto: el puerto turco de Ceyhan sería así la vía de salida de buena parte del petróleo kazajo que bascularía hacia las refinerías occidentales, y sería un revés para Moscú y, también, para Pekín. Por eso, el mantenimiento del foco de tensión checheno es muy útil para la estrategia norteamericana, que ve con malos ojos los intentos rusos de canalizar el petróleo a través de su territorio, hacia Supsa, Tuapse y Novorssiisk, puertos del mar Negro.
Esas son las cartas que se están jugando. La reciente firma de la alianza entre Rusia y Uzbekistán y el análisis conjunto hecho por los dos países de la situación en Asia central, junto con el impulso de las relaciones económicas entre ambos, que puede suponer el rápido ingreso de Uzbekistán en la CEEA, la Comunidad Económica Euroasiática, ha sido acompañada de propuestas por parte de Moscú para desarrollar la cooperación militar entre los dos países. Sobre el papel, para reforzar la seguridad de Asia central, pero, en realidad, para limitar la influencia norteamericana en la zona. El diseño de la diplomacia rusa cuenta con la posibilidad de que la Organización de Cooperación de Asia Central, OCAC, se integre en la CEEA. El mapa estratégico se completa con China, cuya influencia en la Organización para la Cooperación de Shanghai (OCS, que integra a China, Rusia y las otras cuatro repúblicas soviéticas de Asia central, y que ha conseguido integrar con el estatuto de observadores a India, Irán y Pakistán) ha llevado a ésta a exigir plazos concretos para que Estados Unidos retire sus tropas de Asia central. El hecho de que la OCS exigiese a Estados Unidos el pasado verano un calendario para la retirada de las tropas norteamericanas de Kirzguizistán y de Uzbekistán, estaba en el origen de la gira de Condoleezza Rice.
Otras cuestiones completan el complejo panorama de la periferia soviética. El foco de crisis iraní, centrado en las ambiciones de Teherán sobre su industria nuclear, es otro elemento a no perder de vista, máxime desde la llegada al poder de Mahmud Ahmadineyad. Moscú defiende el derecho de Irán al enriquecimiento de uranio, pero cree que, en este momento concreto de tensión entre Washington y el gobierno teocrático de los mulás, sería conveniente que Irán renunciase a ello. La diplomacia rusa mantiene que Irán no precisa combustible para la central de Busher, y se ha ofrecido para enviar material y recoger el combustible utilizado. Por otra parte, Moscú, que defiende el derecho de Irán al desarrollo pacífico de la energía nuclear, insiste en que, hasta ahora, Washington no ha ofrecido pruebas sobre la pretendida voluntad del gobierno iraní de hacerse con armas nucleares. Pero la crisis sigue abierta.
Más allá, en Afganistán, convertido en un estado-cliente de Washington, los intereses rusos y norteamericanos son coincidentes, por ejemplo, en la lucha contra el contrabando de drogas. Moscú ha hecho propuestas para crear una especie de cinturones de seguridad alrededor del país para evitar la circulación masiva de narcóticos. No en vano, el setenta por ciento de los derivados de opio que lubrican los canales de la droga en todo el mundo, son de procedencia afgana, y, según la ONU, en 2004, la producción ha aumentado notablemente con relación al año anterior: algunas fuentes de la organización internacional creen que en Afganistán se dedican casi ciento cincuenta mil hectáreas al cultivo de adormidera. Pero las dificultades para conseguir resultados son enormes, empezando por el poder de los señores de la guerra que dominan amplios territorios y que, aunque fueron financiados y armados por Estados Unidos, suponen ahora un obstáculo para la consolidación del poder central del aliado preferente de Bush, el dictador Karzai.
Termino. No hay duda de que, hoy, los intereses estratégicos rusos son más limitados que los de la Unión Soviética, que contaba con un diseño y una política planetaria, algo que está fuera del alcance de la actual diplomacia rusa, y que, por si a Rusia le faltasen problemas, las complicaciones militares globales ensombrecen su situación. Moscú sabe que todo su territorio está controlado de forma permanente por doce satélites espías norteamericanos, al tiempo que Rusia sólo tiene uno. Uno de los responsables de las tropas espaciales rusas, Oleg Gromov, afirmaba en el Parlamento ruso que Washington está en condiciones de controlar todo el planeta, mientras que Moscú apenas puede cubrir, desde el espacio, una tercera parte del mundo. Rusia, además, necesita con urgencia la renovación de sus equipos. Anatoli Perminov, director de la agencia espacial, recordaba que, mientras el presupuesto de la industria espacial rusa es de apenas 800 millones de dólares, el norteamericano supera los 16.400 millones.
La dura y soterrada lucha por la influencia en las antiguas repúblicas soviéticas no ha terminado todavía. Mientras Rusia procura reparar los desastres estratégicos de la etapa de Yeltsin, Estados Unidos corteja y amenaza, cierra los ojos ante los atropellos de los nuevos dictadores y prepara sus cartas, alentando y financiando a sus peones en la zona: sabe que hay mucho en juego, y que, en la lucha por la hegemonía en el siglo XXI, una de las cuestiones claves será el acceso a las fuentes de energía del mar Caspio, del Cáucaso y de Asia central. Por eso, Putin y Bush, Moscú y Washington, siguen bailando con lobos.