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La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota

Fuentes: Rebelión

El catorce de agosto de 1943, Bertolt Brecht, exiliado en los Estados Unidos, hace una anotación en su diario sobre un pequeño festival organizado en honor a Alfred Döblin, que cumple 65 años. Escribe Brecht: «Döblin comenzó a explicar por qué él, como muchos otros escritores, tenía parte de responsabilidad por la ascensión de los […]

El catorce de agosto de 1943, Bertolt Brecht, exiliado en los Estados Unidos, hace una anotación en su diario sobre un pequeño festival organizado en honor a Alfred Döblin, que cumple 65 años. Escribe Brecht: «Döblin comenzó a explicar por qué él, como muchos otros escritores, tenía parte de responsabilidad por la ascensión de los nazis (…) Por unos instantes», continúa Brecht, «tuve la pueril esperanza de que dijera: porque disimulé los delitos de los poderosos, porque humillé a los oprimidos, porque quise alimentar con cantos a los hambrientos, etcétera. Pero él prosiguió con empecinamiento, sin contrición, sin remordimientos: porque no busqué a dios».

Me propongo hablar aquí de la responsabilidad del escritor, del escritor como aquel que trabaja en la construcción de ficciones. No de su responsabilidad en cuanto ciudadano, o militante, o trabajador intelectual que tiene mayor acceso que otras personas a la palabra pública. Hablar, en cambio, de la responsabilidad de la ficción. Hablar de que es posible que los relatos disimulen los delitos de los poderosos, humillen a los oprimidos, quieran alimentar con cantos a los hambrientos.

Sé que la ficción goza de un estatuto especial y que en cierto modo lo necesita. Podemos matar en la ficción sin que nos salpique la sangre, es necesario conservar esta posibilidad igual que, en otro orden de cosas, es necesario que en un laboratorio se trabaje con gérmenes mortíferos pues conocerlos ayuda a encontrar el medicamento que pueda dominarlos. Por lo que se refiere a la ficción, ¿hasta dónde debemos llegar? El acuerdo vigente hoy en día parece ser que dice: hasta el infinito, si bien quizá existan dos o tres fronteras que hoy no se aceptarían, difícilmente se aceptaría una ficción no cómica sino dramática que convirtiera a Hitler en un héroe, que negara exterminio de los judíos o que pretendiera que la raza negra es inferior.

Siempre que se trata este tema surge el espectro de la censura y la discusión se encona o se cierra pues da la impresión de que quien la promueve está pensando en la conveniencia de prohibir ciertos libros o películas. Yo no tengo ninguna posibilidad de prohibir relatos y no hablo desde ahí. Reivindico algo bastante más humilde, la posibilidad de criticar la ficción por lo que cuenta, por lo que propone, por haber analizado no sólo las comas, las estrategias narrativas, la brillantez formal, sino haber analizado además a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica o, dicho de otro modo, qué valores se articulan y dramatizan y por qué. Creo, diré, que en contra de lo que a menudo se afirma, éste es un juicio que se hace siempre, que no ha dejado de hacerse y que está íntimamente relacionado con la percepción colectiva de lo bueno, de lo deseable, de lo intolerable.

Para mostrar esto acudiré a los relatos de tres grandes victorias y derrotas colectivas, pues de lo que hoy quiero hablar no es de las ficciones de lo privado, sino de aquellas que se articulan en torno a la lectura de la historia vivida por los pueblos. Me referiré por tanto a la guerra civil norteamericana, a la segunda guerra mundial y a la llamada guerra civil española.

Decir segunda república española es decir golpe de Estado, es decir guerra civil o más exactamente guerra revolucionaria y decir victoria del fascismo. Decir segunda república es, a una escala menor, decir ausencia de modelos heroicos homologados, ausencia de mitología republicana actualizada, ausencia de épica de la derrota. Porque unas fotos de Robert Capa y algunos relatos verídicos estremecedores no construyen una mitología. Como argumentaré a continuación, para que pueda existir una mitología de la derrota hace falta que ganen «los buenos» y por más que hubiera atrocidades en los dos bandos y gestos de humana solidaridad, no es legítimo ni de sentido común atribuir al fascismo el papel de «los buenos».

Una cosa es recelar del maniqueísmo y otra no ver que la historia se ha ido construyendo con conflictos en los cuales un bando tenía la legitimidad y el otro sólo tenía la fuerza. La guerra civil norteamericana es un ejemplo claro. Los abolicionistas eran los buenos, y por más que estuvieran también guiados por intereses económicos, nadie diría que la causa de la esclavitud es tan buena y legítima como la causa de la libertad de los esclavos. Nadie diría: puesto que, sin duda, en ambos bandos se cometieron atrocidades y en ambos bandos hubo gestos de solidaridad, era indiferente a la bondad y al progreso el hecho que hubiera ganado uno u otro.

En la guerra civil norteamericana ganaron «los buenos», y precisamente por eso se ha podido construir una cierta mitología de la derrota con los Estados del Sur. Porque en cualquier bando hay dignidad y heroísmo, y la dignidad y el heroísmo adquieren un halo romántico, esto es, individualista, cuando no están acompañados del empuje colectivo que arrastra la victoria.

Algo parecido ocurre con la Segunda Guerra Mundial. Como ganaron los, diremos, menos malos, se pueden realizar películas en las que algún alemán solitario y amante del arte y capaz de gestos de generosidad adquiera un cierto halo mítico y disfrute del aura romántica e individualista del perdedor. En el orden de lo afectivo, la película Casablanca es, por su estrategia narrativa, un paradigma. La chica se va con el bueno, con el héroe, con quien defiende los valores que aún nos conmueven en el himno de la marsellesa, y sólo por ese motivo puede el relato elevar la figura de Rick, el perdedor, dotándole, una vez más, de romanticismo.

No contamos, por el contrario, con relatos mitológicos de los reprimidos por las dictaduras, es decir, contamos con algunos de esos relatos y nos hablan de la dignidad, del valor, nos hablan del horror y de la tortura, pero no conforman personajes con aura, con romanticismo, con potencia, sino que esos relatos se impregnan de la opresión que narran y les falta siempre aire y no son mitológicos sino asfixiantes y tristes.

Hay sin duda más valor y dignidad en las manos cortadas de Víctor Jara o en la cárcel y la tuberculosis y la muerte de Miguel Hernández que en cualquier lista de Schlinder o que en el miliciano de Salamina que perdona la vida a un fascista, huye y luego entra triunfador para liberar París. Pero Shlinder cuenta con el romanticismo del perdedor individualista que es, al parecer, capaz de prestar atención a la voz de su conciencia, y el miliciano accede al romanticismo a través de un destino privado que, dejando atrás a los vencidos, se impregna del triunfo de los aliados. En cambio Miguel Hernández y Víctor Jara nos recuerdan que los buenos pueden perder, que pierden, que siguen perdiendo cada día en muchas ocasiones.

Y es que no es cierto, como suele decirse, que el perdedor sea una figura romántica en sí misma, no es cierta esa queja de los triunfadores según la cual ellos lo tienen todo pero no tienen el aura, el encanto, el atractivo de los perdedores. Hambrientos, explotados, hambrientas, explotadas, enfermos y enfermas sin atención médica, cada uno de ellos es un perdedor. Se cuentan por cientos de millones pero nadie parece tender a atribuirles encanto y romanticismo. Los relatos se centran en los perdedores malos o los no-buenos, a ser posible, ricos, nos conmueven los perdedores del bando de lo oscuro que misteriosamente supieron mantener allí una cierta independencia.

Aquellas ocasiones en que el perdedor honesto, bueno, logra ingresar en el relato mitológico suelen ser debidas a que en cierto momento logró la victoria y, por ese momento, los valores legítimos de generosidad, valentía y, también, de no explotación, de no sacar provecho de la pobreza ajena o cualquier otra cosa que el perdedor represente, adquieren el empuje y la fuerza del triunfo. A mi modo de ver, los disparos con que se mata sin respeto a un Che ya herido en Bolivia no logran acabar con el valor no sólo bueno sino mitológico de su figura porque permanece unida a la legitimidad de una revolución victoriosa.

Si tuviera que haber una clase de justicia para el mundo de los relatos tal como tendría que haberla para el mundo de los hechos, podríamos pensar que el aura no está bien repartida, pues no es justo que falten mecanismos narrativos capaces de conferir potencia al personaje del derrotado cuando éste representa los valores de una vida mejor para la mayoría. A no ser que lo veamos de otro modo.

A no ser que pensemos que hay en el perdedor romántico, y en el romántico de cierta estirpe, una suerte de complacencia en su propio destino. Así se advierte en el suicidio del literato que cierra el libro de su existencia o, de un modo más tenue, en el fracasado que se emborracha cada noche a la misma hora, en el mismo sitio, o en el detective divorciado que no ordena su apartamento porque sigue amando a la mujer que no volverá, o en quien habita en una casa en ruinas y habla con sus fantasmas.

A no ser que pensemos, por tanto, que sería en realidad un error profundo para el género humano mitificar a los derrotados por el fascismo. Por el contrario, la única posibilidad que tiene la literatura buena, y aún la vida buena, es precisamente no mitificarlos. No hay leyenda, no hay mito, no hay redoble de tambores en el desaparecido chileno o argentino, no la hay en el miliciano español porque en ellos sólo puede haber presente.

En 1937, con veintisiete años, Miguel Hernández escribía en Nuestra Bandera sobre su participación en los combates librados en los alrededores de Madrid, Boadilla del Monte, Pozuelo. «En una de las forzosas retiradas que tuvimos hacia Madrid», dice, «en la primera en que me vi envuelto, me sucedió algo significativo. La artillería, la aviación, los tanques enemigos se cebaban en nuestros batallones, sin más armas que fusiles y algún que otro cañón, que no volvía el alma al cuerpo al oírlo de tarde en tarde. Nos retirábamos, por no decir que huíamos, dentro del más completo desorden. Las encinas de las lomas de Boadilla del Monte temblaban a nuestro paso enloquecido, y algunos troncos se precipitaban degollados bajo las explosiones de las granadas. En medio del fragor de la huida, de los cartuchos y los fusiles que los soldados arrojaban para correr con menor impedimento, me hirió de arriba abajo este grito: «¡Me dejáis solo, compañeros!». Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo: «¡Me dejáis solo, compañeros!». ¡A mí me falta y me sobra corazón para todo! En aquellos instantes sentí que se me desbordaba el pecho; orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Le abracé para que no se sintiera más solo. Pasaban huyendo ante nosotros, sin vernos, sin querer vernos, hombres espantados. «¡Me dejáis solo, compañeros!». Le eché sobre mis espaldas: el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso. «¡No hay quien te deje solo!», le grité. Me arrastré con él hasta donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces: «¡No hay quien te deje solo, compañero!» Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.»

No queremos ninguna banda sonora sobre este relato, no queremos ningún héroe romántico y solitario declamándolo en la noche: lo único que queremos es que suene como si hubiera sido escrito por una voz común hace apenas unas horas. Y tal vez haya en ello escasa mitología, tal vez no proporcione material para la novelística y el cine. Si eso es un precio, lo pagaremos. Porque la causa de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre no ha sido derrotada, no será derrotada y no la venderemos por un mísero plato de romanticismo.

La corriente dominante en la literatura española de hoy parece, sin embargo, querer algo bien distinto. Citaba el ejemplo de Soldados de Salamina, novela que se ha convertido en detonante de una «moda» narrativa en España consistente en recrear episodios de la guerra civil a través, a mi juicio, de una apuesta fuerte por el romanticismo en su acepción más complaciente, y del relativismo en su acepción más mercantil, esto es: se suman culpas de todas partes, se mezclan, se dividen y se pretende anular unas con otras. A esto hay que añadir lo que podríamos llamar «épica de pastel», la voluntad de pintar con tonos épicos lo que carece de una épica real, porque la épica real, insisto, lleva aparejada la necesidad de la victoria del bien, sea lo que sea lo que consideremos que es el bien. Por el contrario, en la derrota del bien no debe haber épica y pretender otra cosa es, de nuevo, «querer alimentar con cantos a los hambrientos».

Con la derrota, cuando se trata de la derrota de lo justo, sólo cabe hacer «instrucciones para armar» ya sea con armas, ya sea con principios, ya sea con organización. Si se implanta, como se está implantando, la idea de que la legitimidad sin victoria puede ser literaria, épica, bella, complaciente, se habrá empezado a convertir lo insoportable en soportable. Se habrá empezado a desarmar al hombre y a la mujer de lo que aún les pertenece, ese instante en que la indignación se convierte en acto.

No estimo que esta «moda» sea casual, ni que obedezca tampoco al tiempo transcurrido desde la guerra civil española. Creo que la desaparición de la Unión Soviética y la idea occidental de que ya no hay ninguna otra instancia capaz de crear legitimidades han propiciado este fenómeno. La mal llamada guerra contra el terrorismo emprendida por los Estados Unidos y secundada por Europa no se plantea hoy como una guerra entre dos legitimidades, pues el terrorismo como tal no es una ideología ni un proyecto ni una imagen del futuro. Por el contrario, se da a entender que legitimidad sólo hay una, la del imperio, y en torno a ella se producen agresiones violentas, terroristas. La legitimidad y, por tanto, el mañana, parecen ser propiedad del Imperio y de los valores que éste difunde. Tras la caída de la Unión Soviética esta visión se ha expandido en Europa, se ha diseminado por cada país y está echando raíces en proyectos narrativos como el que afecta a la recreación complaciente de la derrota de la república española.

El esclavismo de los Estados del Sur norteamericanos, o el nazismo de la segunda guerra mundial no tienen mañana ni merecen tenerlo. Por eso cabe complacerse en una narrativa nostálgica como la de Faulkner o una cinematografía que de vez en cuando construya a melancólicos generales alemanes amantes del arte. Pero el proyecto revolucionario que sucumbió bajo el fascismo en la guerra revolucionaria española participa del mañana. Fue demasiado fácil en Europa decir que la frase de Fukuyama sobre el fin de la historia estaba superada. Sin duda, revoluciones como la cubana, la bolivariana, la que se pueda emprender en Bolivia, tienen derecho a decirlo. En Latinoamérica se lucha por construir el mañana. Sin embargo en Europa eso no está ocurriendo, de momento.

Por más que algunos intelectuales hayan negado la frase del fin de la historia, por más que el propio Fukuyama la haya puesto en duda, en Europa se actúa como si la frase fuera cierta. En Europa sigue vigente la ideología que consiste en combatir cualquier ideología que no sea la dominante acusándola de dogmatismo; sigue vigente la técnica que consiste en atribuir pretensiones totalitarias a cualquier proyecto distinto del imperialista que pretenda encauzar el futuro.

La historia se considera propiedad del imperio, el futuro es de su propiedad y por eso quienes se lo disputan, se dice, son dogmáticos, pretenden apropiarse del individuo y de su capacidad de decisión, son totalitarios, son oscuros.

Yo sé que quisiéramos oír que el imperio tiene los días contados, y tal vez los tenga. Tal vez sus movimientos no sean más que la última sacudida violenta y furiosa de un animal herido. Pero esa violencia y esa furia se están proyectando hoy en las ideas de los europeos. Internet, los medios alternativos, algunas pequeñas organizaciones revolucionarias dan cuenta de una realidad distinta. Sin embargo, no podemos olvidar cuál es la concepción mayoritaria, cuál es la ideología dominante europea. En España esa ideología ha penetrado por ósmosis la ficción para llevar a cabo una de las operaciones ideológicas más tristes y más graves que se hayan producido nunca. Desactivar la causa revolucionaria por la vía de despojarla de toda entidad colectiva. Contar que no fueron los humillados y las humilladas, los oprimidos y las oprimidas, los explotados y las explotadas quienes lucharon para defender a un gobierno legítimo. Contar que lo que sucedió en España no fue una guerra de clases sino un conflicto entre individualidades. De este modo la afirmación, real, sin duda, de que hubo víctimas y verdugos en ambos bandos, se convierte en la afirmación, falsa, sin duda, de que luchaban dos ideologías erradas. Y es así como se componen las gestas de individuos heroicos, víctimas inocentes, personas que perdieron y a quienes cabe recordar con nostalgia, con la nostalgia terrorífica de lo que pudo ser y no será, porque desde entonces, se dice, han cambiado mucho las cosas.

Una operación narrativa de tal calibre ni siquiera es del todo deliberada, no se realiza conspirando sino simplemente interiorizando una supuesta ausencia de conflicto, un mundo libre y supuesto en donde sólo queda la sicología de los ganadores y de los perdedores.

Es hora, sin embargo, de afirmar que existieron los buenos principios y los malos principios, las buenas causas y las malas causas, las ideas malas y las ideas buenas en la guerra civil española como en la mayoría de las luchas colectivas que tienen lugar en la tierra.

Nunca, nunca, se debe exaltar la derrota de esas causas buenas, de esas buenas ideas y esos principios buenos. Y creo que existe no sólo el derecho sino la obligación de decir a los escritores que construyen su obra en torno a esa exaltación, que se están convirtiendo en responsables de la voracidad del imperialismo, que están disimulando los delitos de los poderosos, humillando a los oprimidos y queriendo contentar con cantos a los hambrientos.

Muchas gracias por su atención.