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La rivalidad geopolítica de EE.UU. y China en el siglo XXI

Fuentes: newpol.org

La rivalidad entre los EE.UU. y China es el eje de la rivalidad inter-imperialista de nuestra época. Trump ha dejado esto bien claro en los documentos de estrategia de seguridad nacional de su administración, pidiendo un cambio de enfoque de la llamada «guerra contra el terrorismo» a la «rivalidad entre las grandes potencias», y ha […]

La rivalidad entre los EE.UU. y China es el eje de la rivalidad inter-imperialista de nuestra época. Trump ha dejado esto bien claro en los documentos de estrategia de seguridad nacional de su administración, pidiendo un cambio de enfoque de la llamada «guerra contra el terrorismo» a la «rivalidad entre las grandes potencias», y ha calificado a China y Rusia como «potencias revisionistas» que suponen una amenaza para la hegemonía de Washington. Trump se ha enfrentado sobre todo a China, en el comercio y la cotización de divisas hasta la tecnología 5G y la reclamación de derechos sobre los cursos de agua de la región Asia-Pacífico de Beijing.

Aunque su administración ha llevado todo esto a un punto álgido, las raíces del conflicto entre los EE.UU. y China son más profundas y anteceden a Trump y su banda de halcones, proteccionistas y nacionalistas blancos. El conflicto es el producto de la evolución del capitalismo global, el relativo declive del imperialismo de EE.UU., y el ascenso de China como potencia imperialista. Ello explica el creciente consenso en la clase dominante de Estados Unidos sobre la necesidad de enfrentarse y contener a Beijing.

Sean cuales sean sus diferencias estratégicas y tácticas, los capitalistas, los funcionarios estatales y los políticos, de Joe Biden a Bernie Sanders, están de acuerdo en este punto. La solución de Trump al desafío estratégico planteado por China es lo que algunos han llamado «la hegemonía liberal», un compromiso para mantener la dominación de Estados Unidos, con el abandono de la cooperación multilateral a favor del nacionalismo del «America First» y orquestando una nueva guerra fría contra China.

El declive relativo del imperialismo de EE.UU.

Esa rivalidad es exactamente lo que los EE.UU. habían confiado evitar después del final de la Guerra Fría con Rusia. Toda la estrategia que Washington persiguió después de la caída del imperio de Moscú fue para evitar el surgimiento de un rival imperial que pusiera en entredicho su hegemonía. Su estrategia consistió en imponer un orden mundial neoliberal como única superpotencia del sistema. Su objetivo era incorporar al resto de los estados del mundo a ese orden mediante la coacción, la presión, o si fuera necesario, con la fuerza. Las sucesivas administraciones han utilizado las intervenciones militares para aplastar a los llamados «estados canallas» como Irak y contener las crisis en diversos estados arruinados por el neoliberalismo. Su objetivo primordial ha sido impedir el surgimiento de un competidor, de un nuevo rival.

Tres acontecimientos minaron esta gran estrategia. En primer lugar, el boom neoliberal de la década de 1980 a 2008 reestructuró el capitalismo global. Produjo nuevos centros de acumulación de capital, especialmente en China. El desarrollo económico de estos estados les permitió llegar a ser más asertivo geopolíticamente. En segundo lugar, EE.UU. sufrió lo que el general William Odom llama el mayor desastre estratégico en su historia, con su invasión y ocupación de Irak, que lo empantanó en una guerra contra-insurgente. Ello dificultó su ambición de situar al Medio Oriente y sus reservas de energía estratégicas bajo su control, y al hacerlo, dotarle de la capacidad de intimidar a sus rivales potenciales como China, que dependen de la región para su suministro de petróleo y gas natural. En tercer lugar, la Gran Recesión golpeó de manera desproporcionada a la economía de Estados Unidos. La clase dominante logró arrastrar a la economía al borde del colapso con una combinación de austeridad y estímulos, pero no ha sido capaz de desencadenar un nuevo ciclo de crecimiento. De hecho, el sistema y los EE.UU. y la UE, en particular, están en lo que David McNally ha llamado una depresión global caracterizada por expansiones débiles que se alternan con profundas recesiones.

China, por el contrario, logró sostener su masiva expansión con un enorme paquete de estímulos propios. De hecho, su actual auge sostiene las economías de numerosos países, desde Australia a Brasil, que exportan materias primas para alimentar las industrias manufactureras de China. Por supuesto, China no es inmune a las tendencias a la crisis del sistema capitalista; su política de estímulos sólo ha empeorado su problema de la deuda, su sobrecapacidad y sobreproducción, y estos problemas, agravados por los aumentos de tarifas de Trump, han empezado a reducir el crecimiento al 6,2 por ciento, el más bajo desde la década del 2000.

El resultado de todos estos procesos en su conjunto ha sido el relativo declive del imperialismo estadounidense. Ya no domina un orden mundial unipolar, como lo hizo en la década de 1990 y principios de 2000. En su lugar, ha surgido un orden mundial multipolar asimétrico. EE.UU. sigue siendo la potencia dominante geopolítica, con la economía y la influencia militar mayores, pero ahora se enfrenta a un rival imperial como China y a una serie de potencias regionales, de Rusia a Irán, todas las cuales compiten por mejorar su situación en un sistema mundo cada vez más conflictivo.

El ascenso de China

En este nuevo orden, Beijing se ha afirmado como una potencia mundial. Xi Jinping, que llegó al poder en 2012, abandonó la prudente gran estrategia de sus predecesores, que Deng Xiaoping describió como ‘ocultar la fuerza, esperando el momento oportuno’. Por el contrario, Xi proclamó que su régimen perseguiría el ‘sueño chino’ de reafirmar la posición de China como potencia mundial después de un «siglo de humillación» a manos de Estados Unidos, Europa y el imperialismo japonés. Desde entonces, Xi se ha centrado en transformar el poder económico de China en músculo geopolítico. Ha puesto en marcha el proyecto de infraestructuras por un 1 billón de dólares «Nueva Ruta de la Seda». Beijing exporta su exceso de capacidad industrial para construir rutas terrestres y marítimas por toda Eurasia. Su objetivo es consolidarse como centro económico de la economía mundial.

Xi también está decidido a liderar la larga marcha de su economía a través de la cadena de valor capitalista con otra iniciativa llamada «China 2025». Financia a nuevos campeones nacionales de alta tecnología, especialmente de 5G, para competir con sus rivales en los EE.UU., Europa y Japón, que hasta ahora han dominado este sector del sistema. Todas estas potencias compiten en alta tecnología, no sólo con fines de lucro sino también por su papel militar cada vez más importante en la guerra cibernética. Xi también ha comenzado a proyectar la fuerza militar de China en la región de Asia Pacífico. Ha desarrollado su marina de guerra, desplegado buques y militarizado una cadena de islas en los mares del sur y el este de China para controlar las rutas de navegación, las reservas submarinas de petróleo y gas natural, y hacer valer sus derechos de pesca. Por último, China se ha vuelto mucho más audaz como potencia geopolítica, en cuestiones como el cambio climático o las disputas comerciales.

El dilema del imperialismo de EE.UU.

El ascenso de China y el declive relativo de los EE.UU. ha hecho entrar en crisis la estrategia imperial de Washington, planteando un dilema. Se enfrenta a un rival geopolítico con el que está profundamente integrado económicamente. Sus multinacionales lo utilizan como una plataforma de procesamiento de exportaciones y codician el enorme mercado chino. Además de eso, los EEUU están profundamente endeudados con Beijing, que tiene vastas reservas de bonos del tesoro. Esta dependencia financiera llevó a Hillary Clinton a quejarse: «¿cómo ser duro con tu banquero?»

Antes del giro de Xi a la asertividad imperial, la política de Estados Unidos hacia China había sido una combinación de contención y de compromiso o lo que algunos analistas políticos llaman en inglés «congagement». Los EEUU intentaron cooptar y presionar a China para que abandone su capitalismo de estado económico y adopte un capitalismo de mercado liberal. Al mismo tiempo, se mantuvieron alerta dada la renuencia de Beijing a plegarse a sus dictados. Como resultado, EE.UU. ha dado bandazos entre los dos polos de la política de «congagement». Bill Clinton, durante su luna de miel con China en la década de 1990, la calificó de «socio estratégico». Bush giró en la dirección opuesta, llamándola «competidor estratégico» al inicio de su presidencia. Pero, a pesar de estas diferencias de énfasis, los EE.UU. intentaron atraer a Beijing cada vez más al orden neoliberal y la globalización libre cambista.

Obama fue realmente el último suspiro del «congagement.» Hizo hincapié en el aspecto de contención de la estrategia con su llamado «Giro a Asia». Su objetivo era sacar a EE.UU. de sus ocupaciones en el Medio Oriente y reorientar al imperialismo de Estados Unidos hacia la contención de China. Se comprometió a integrar a Asia económicamente en su orden neoliberal a través de la ratificación del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) y con ello presionar a China para que abandone su propiedad estatal y la intervención del Estado en su economía. Quiso desplazar el 60 por ciento de los efectivos de la Armada de los Estados Unidos a la región de Asia Pacífico para impedir la expansión militar de Beijing. Por último, planeó apuntalar y ampliar las alianzas históricas de Washington forjados durante décadas de hegemonía en Asia y establecer otras nuevas como Vietnam.

A pesar de los esfuerzos de Obama, su orientación fracasó. Los EE.UU. permanecieron empantanados en el Medio Oriente, el TPP nunca fue ratificado, y sus alianzas se deshilacharon en la medida en que los estados de la región desconfiaron del compromiso de Washington y optaron por un equilibrio equidistante entre los dos rivales. Por lo tanto, la estrategia imperial de Estados Unidos se hundió en la confusión sobre qué hacer frente a la nueva firmeza geopolítica de China.

«América primero» y el nacionalismo de Trump

La administración Trump, aunque erráticamente, ha intentado poner en práctica una nueva estrategia de hegemonía neoliberal para resolver el rompecabezas imperial de Washington de cómo hacer frente a China. Tiene cuatro dimensiones. En primer lugar, Trump quiere fortalecer el estado de seguridad con la vigilancia de sus fronteras, vigilando a gentes oprimidas, especialmente inmigrantes y musulmanes, pero también a los estudiantes chinos en las universidades de Estados Unidos. En segundo lugar, ha prometido traer de vuelta las fabricas desplazadas previamente y buscar nuevas cadenas de suministros fuera de China. En tercer lugar, está desplazando el énfasis de sus predecesores de la llamada «guerra contra el terrorismo» a la «rivalidad entre las grandes potencias», específicamente contra China. Ha reorientado los planes de defensa para un nuevo rearme con esa confrontación en mente. En cuarto lugar, quiere priorizar el «America primero» y establecer una relación transaccional con aliados y adversarios de los Estados Unidos.

Aplicada a China, esta nueva estrategia imperial está empujando a los EE.UU. a una nueva guerra fría con Beijing. En economía, Trump está tratando de debilitar a China mediante una guerra comercial. Quiere frenar la transferencia de tecnología obligarorias entre compañías estadounidenses y chinas, forzar la privatización de la industria capitalista de estado de Beijing, liberalizar aún más los mercados de los países para las multinacionales estadounidenses, y poner fin al apoyo estatal chino a los campeones nacionales de alta tecnología, como Huawei. En geopolítica, Trump ha tratado de presionar a los aliados de Estados Unidos para prohibir la presencia de Huawei en su infraestructura 5G como una amenaza a la seguridad nacional. Y está tratando de apuntalar su sistema de alianzas estado a estado contra China. Todo esto busca evitar que China utilice su poder económico para moldear Eurasia bajo su influencia. Para apoyar todo esto, los EE.UU. están reforzando sus fuerzas de defensa para prepararse para la guerra con China, aumentando sus patrullas navales en el Pacífico asiático, y vendiendo más armas a sus aliados, incluyendo Taiwán. Todo esto está escalando la tensión con Beijing, en particular comercial.

Ni Washington, ni Beijing, Socialismo Internacional

Las dos potencias pueden acabar alcanzando un acuerdo para resolver la guerra de aranceles, pero seria ilusorio creer que ello va a resolver su rivalidad inter-imperialista subyacente. Está profundamente arraigada en la determinación de Washington de mantener su hegemonía y la voluntad de Beijing de convertirse en una potencia mundial. Al mismo tiempo, hay dos tendencias contrarias que frenan que su rivalidad explote en un conflicto abierto: la profunda integración económica de los dos estados implica que tienen interés en preservar el actual sistema de libre comercio, y ambas potencias poseen armas nucleares, lo que las obliga a tratar de evitar el riesgo de una destrucción mutua asegurada.

A pesar de estas tendencias contrarias, sin embargo, la trayectoria de esta rivalidad creciente en los próximos años es inconfundible. Este conflicto entre los EE.UU. y China pondrá a prueba la capacidad de la izquierda internacional para adoptar una posición clara e independiente frente a ambas potencias imperiales, por la solidaridad internacional desde abajo. En los EE.UU., en primer lugar, la obligación de la izquierda es, parafraseando al gran revolucionario alemán Karl Liebknecht, oponerse a su principal enemigo, su propio estado imperialista.

Pero esta no es nuestra única tarea. También debemos denunciar a China como un estado capitalista que explota a su propia clase obrera y campesinado, oprime a naciones y minorías nacionales como los tibetanos y los uigures, y proyecta su poder imperial contra los EE.UU. y en todo el mundo en desarrollo. No debemos caer en la política ingenua, falsamente anti-imperialista de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», sino oponernos tanto a los EE.UU. como a China.

Para ello, debemos construir una solidaridad internacional entre los trabajadores y los grupos oprimidos en cada estado. En los EE.UU., hay que ganar a los trabajadores, apartándolos de los cantos de sirena del nacionalismo económico que defienden tanto la derecha nacionalista como el proteccionismo liberal, que sólo nos encadenan a nuestros patrones y su estado, describiendo a los trabajadores chinos como la principal amenaza para nuestros empleos y salarios. En una economía global, no tenemos otra opción que la organización desde abajo a través de las fronteras en contra de ambos estados imperialistas; es decir, una política internacional socialista y antiimperialista.

Ashley Smith es autor y activista socialista estadounidense, residente en Burlington, estado de Vermont.

Fuente: http://newpol.org/us-and-china-conflict-the-21st-centurys-central-inter-imperial-rivalry/

Traducción: G. Buster para Sin Permiso