En apariencia, el papa Juan Pablo II, que ha luchado activamente para acabar con la guerra y la represión, es un símbolo de esperanza para quienes anhelan la libertad. En realidad, su mandato antirreformista ha sumido a la Iglesia católica en una crisis de credibilidad histórica. La Iglesia católica está en una situación desesperada. El […]
En apariencia, el papa Juan Pablo II, que ha luchado activamente para acabar con la guerra y la represión, es un símbolo de esperanza para quienes anhelan la libertad. En realidad, su mandato antirreformista ha sumido a la Iglesia católica en una crisis de credibilidad histórica. La Iglesia católica está en una situación desesperada. El Papa ha muerto y merece toda la simpatía del mundo. Pero la Iglesia tiene que seguir adelante y, ante la perspectiva de la elección de un nuevo Papa, necesita un diagnóstico, un análisis sin adornos y desde dentro. De la terapia ya se hablará más adelante.
Muchos se asombraron ante la resistencia del jefe de la Iglesia católica, este hombre tan frágil, parcialmente paralizado, que, a pesar de toda la medicación, casi no podía hablar. Le trataron con una veneración que nunca dedicarían a un presidente de EE UU o un canciller alemán en situación similar. Otros, en cambio, se sintieron engañados por un hombre del que pensaron que se aferró tercamente a su puesto y que, en vez de aceptar la vía cristiana hacia la eternidad, utilizó todos los medios a su disposición para mantenerse en el poder en un sistema fundamentalmente antidemocrático. Incluso para muchos católicos, este Papa que, en el límite de su fuerza física, se negó a abandonar el poder, es el símbolo de una Iglesia fraudulenta que se ha calcificado y se ha vuelto senil detrás de su fachada relumbrante.
El espíritu alegre que predominó durante el Concilio Vaticano II (de 1962 a 1965) ha desaparecido. Su perspectiva de renovación, entendimiento ecuménico y apertura general al mundo hoy parece haberse nublado, y el futuro no es nada halagüeño. Muchos se han resignado o incluso se han apartado, por la frustración que les provoca una jerarquía encerrada en sí misma. Como consecuencia, numerosas personas se enfrentan a una alternativa imposible: seguir las reglas o dejar la Iglesia. Sólo podrá empezar a haber nuevas esperanzas cuando las autoridades eclesiásticas de Roma y el episcopado cambien de rumbo y se dejen guiar por la brújula del evangelio.
Uno de los escasos atisbos de esperanza ha sido la postura del Papa contra la guerra de Irak y la guerra en general. Asimismo se destaca, y con razón, el papel que desempeñó el Papa polaco en la caída del imperio soviético. Pero también es cierto que los propagandistas papales exageran enormemente su contribución. Al fin y al cabo, el régimen soviético no se derrumbó gracias a él (hasta la llegada de Gorbachov, el Papa había logrado tan poca cosa como ahora en China), sino que se vino abajo por las contradicciones sociales y económicas inherentes al sistema.
En mi opinión, Karol Wojtyla no es el mejor Papa del siglo XX, pero sí el más contradictorio, desde luego. Un Papa con muchas cualidades y que ha tomado muchas decisiones erróneas. Para resumir su mandato y reducirlo a un denominador común: su «política exterior» exige a los demás la conversión, la reforma y el diálogo, pero eso contrasta enormemente con su «política interior», dedicada a restaurar la situación anterior al concilio, obstruir las reformas, negar el diálogo dentro de la Iglesia y establecer el dominio absoluto de Roma. Esta misma contradicción se ve en muchos ámbitos. Sin dejar de reconocer expresamente los aspectos positivos de su pontificado, en los que, por cierto, se ha hecho hincapié de sobra desde las instancias oficiales, me gustaría centrarme en las nueve contradicciones más llamativas:
Derechos humanos. De puertas hacia fuera, Juan Pablo II ha defendido los derechos humanos, pero dentro se los niega a obispos, teólogos y, sobre todo, las mujeres.
El Vaticano -en otro tiempo enemigo resuelto de los derechos humanos pero, hoy en día, de lo más dispuesto a intervenir en la política europea- no ha firmado aún la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa. Antes tendría que enmendar demasiados cánones del derecho eclesiástico, una ley absolutista y medieval. El concepto de la separación de poderes, la base de toda la práctica legal moderna, no existe en la Iglesia católica. El debido proceso es una entidad desconocida. En las disputas, un mismo órgano vaticano sirve de abogado, fiscal y juez.
Consecuencia. Un episcopado servil y unas condiciones legales intolerables. El pastor, teólogo o seglar que se ve envuelto en una querella legal con los altos tribunales eclesiásticos no tiene prácticamente ninguna posibilidad de ganar.
El papel de las mujeres. El gran adorador de la Virgen María predica un noble concepto de feminidad y, al mismo tiempo, prohíbe a las mujeres que utilicen métodos anticonceptivos y les impide ordenarse.
Consecuencia. La discrepancia entre el conformismo externo y la autonomía de la conciencia, que hace que los obispos se inclinen hacia la postura de Roma y se distancien de las mujeres, como ocurrió con la disputa sobre el tema de la orientación en casos de aborto (en 1999, el Papa ordenó a los obispos alemanes que cerraran los centros de orientación en los que se daba a las mujeres certificados que luego podían utilizarse para abortar). A su vez, esto provoca un éxodo cada vez mayor de las mujeres que, hasta ahora, permanecían fieles a la Iglesia.
Moral sexual. Este Papa, que tanto ha predicado contra la pobreza y el sufrimiento en el mundo, es en parte responsable de ese sufrimiento debido a sus actitudes respecto al control de natalidad y el explosivo crecimiento de la población.
Durante sus numerosos viajes, Juan Pablo II ha proclamado siempre su oposición a la píldora y los preservativos, que manifestó en un discurso pronunciado en 1994 ante la Conferencia sobre Población y Desarrollo de Naciones Unidas en El Cairo. Por consiguiente, se puede decir que el Papa, más que ningún otro estadista, tiene cierta responsabilidad por el crecimiento de población descontrolado en algunos países y la extensión del sida en África.
Consecuencia. Hasta en países tradicionalmente católicos como Irlanda, España y Portugal, la estricta moral sexual del Papa y la Iglesia católica se encuentra con un rechazo tácito o explícito.
Celibato de los sacerdotes. Al propagar la imagen tradicional del cura varón y soltero, Karol Wojtyla es el principal responsable de la catastrófica escasez de sacerdotes, el derrumbe del bienestar espiritual en muchos países y los numerosos escándalos de pedofilia que la Iglesia ya no puede ocultar.
A los hombres que han decidido dedicar su vida al sacerdocio se les sigue prohibiendo casarse. Ése no es más que un ejemplo de que este Papa, como otros anteriores, ha ignorado las enseñanzas de la Biblia y la gran tradición católica del primer milenio, que no exigía ningún celibato a los sacerdotes. Si alguien se ve obligado a vivir sin esposa ni hijos debido a su trabajo, corre gran riesgo de no poder asumir de forma saludable su sexualidad, lo cual puede desembocar en actos de pedofilia, por ejemplo.
Consecuencia. El número de vocaciones ha decrecido y falta sangre nueva en la Iglesia. Dentro de poco, casi dos tercios de las parroquias, tanto en los países de habla alemana como en otros, no tendrán párroco ordenado ni celebraciones habituales de la eucaristía. Es un problema que no pueden ya subsanar ni la afluencia -cada vez menor- de sacerdotes de otros países (en Alemania hay 1.400 sacerdotes procedentes de Polonia, India y África), ni el agrupamiento de parroquias en «unidades de bienestar espiritual», una tendencia muy impopular entre los fieles. El número de sacerdotes ordenados en Alemania ha descendido de 366 en 1990 a 161 en 2003, y la edad media de los curas hoy en activo es superior a los 60 años.
Movimiento ecuménico. Al Papa le gustaba que le considerasen el representante del movimiento ecuménico. Sin embargo, ha intervenido mucho en las relaciones del Vaticano con las iglesias ortodoxas y reformadas, y se ha negado a reconocer ni a sus cargos eclesiásticos ni sus servicios.
El Papa habría podido hacer caso de los consejos de varias comisiones ecuménicas de estudio y haber seguido la costumbre de muchos párrocos locales, que reconocen los cargos y los servicios de las iglesias no católicas y permiten la hospitalidad eucarística. También habría podido moderar el empeño del Vaticano en conservar un poder excesivo y medieval sobre las iglesias orientales y reformadas, tanto en cuestión de doctrina como en la dirección de la Iglesia, y habría podido acabar con la política vaticana de enviar obispos católicos a regiones en las que predomina la Iglesia ortodoxa rusa.
El Papa habría podido hacer todo eso, pero Juan Pablo II no ha querido. Al contrario, ha querido conservar e incluso extender el aparato de poder de Roma. Por eso ha recurrido a una duplicidad llena de hipocresía: la política de poder y prestigio de Roma se oculta tras unos discursos pretendidamente ecuménicos y unos gestos vacíos.
Consecuencia. El entendimiento ecuménico topó con una barrera después del concilio, y las relaciones con la Iglesia ortodoxa y las iglesias protestantes han sufrido una asfixia espantosa. El papado, como pasó en los siglos XI y XVI, ha demostrado ser el mayor obstáculo para la unidad entre las iglesias cristianas dentro de la libertad y la diversidad.
Política de personal. Cuando era obispo sufragáneo, y luego como arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla participó en el Concilio Vaticano II. Sin embargo, una vez Papa, ha despreciado el carácter colegiado de la institución que allí se había acordado y ha realzado su papado a costa de los obispos.
Con sus «políticas internas», este Papa traicionó con frecuencia al concilio. En vez de usar palabras programáticas y conciliadoras como aggiornamento, diálogo, carácter colegiado, ecuménico, lo que importa ahora en la doctrina y la práctica son términos como restauración, enseñanza magistral, obediencia y vuelta a Roma. El criterio para designar obispos no es el espíritu del evangelio ni la actitud abierta en temas pastorales, sino la absoluta lealtad a la línea oficial de Roma. Antes de ser nombrado, su fidelidad tiene que pasar la prueba de una serie de preguntas de la curia, y luego queda sellada mediante un compromiso personal e ilimitado de obediencia al Papa que es una especie de juramento de fidelidad al führer.
Entre los obispos germano parlantes amigos del Papa están el cardenal de Colonia, Joachim Meisner; el obispo de Fulda, Johannes Dyba, que murió en 2000; Hans Hermann Groer, que dimitió de su puesto como cardenal de Viena en 1995 -tras varias acusaciones de que, años antes, había abusado sexualmente de unos alumnos-, y el obispo de St. Poeltin, Kurt Krenn, que acaba de perder su cargo después de que estallara un escándalo sexual en su seminario. Estos no son sino los errores más espectaculares de unas políticas de personal desoladoras, que han permitido que el nivel moral, intelectual y pastoral del episcopado cayera peligrosamente.
Consecuencia. Un episcopado en general mediocre, ultraconservador y servil que constituye seguramente la mayor carga de este pontificado tan largo. Las masas enfervorizadas de católicos en los grandes montajes escénicos del Papa no deben engañarnos: durante su mandato, millones de personas han abandonado la Iglesia o se han apartado de la vida religiosa en señal de rechazo.
Clericalismo. El Papa polaco fue un representante profundamente religioso de la Europa cristiana, pero sus apariciones triunfantes y sus políticas reaccionarias fomentan, sin pretenderlo, la hostilidad hacia la Iglesia e incluso la aversión al cristianismo. En la campaña evangelizadora del Papa, centrada en una moral sexual totalmente alejada de nuestro tiempo, se menosprecia especialmente a las mujeres, que no comparten la postura del Vaticano sobre temas tan polémicos como el control de natalidad, el aborto, el divorcio y la inseminación artificial, y están consideradas como promotoras de una «cultura de la muerte». Con sus intervenciones -por ejemplo en Alemania, donde intentó influir sobre políticos y obispos a propósito de la orientación sobre el aborto-, la curia romana da la impresión de tener poco respeto por la separación legal de Iglesia y Estado. Es más, el Vaticano, a través del Partido Popular Europeo, está intentando presionar al Parlamento Europeo para que designe a expertos -por ejemplo, en todo lo relativo a la legislación sobre el aborto- que sean especialmente fieles a Roma. En vez de sumarse a la mayoría de la sociedad y apoyar soluciones razonables, la curia romana, con sus proclamaciones y su agitación bajo cuerda (a través de las nunciaturas, las conferencias episcopales y los «amigos»), está alimentando la polarización entre los movimientos pro vida y en defensa de la libertad de abortar, entre moralistas y libertinos.
Consecuencia. La política clerical de Roma sirve para fortalecer la postura de los anticlericales dogmáticos y los ateos fundamentalistas. Y además suscita entre los creyentes la sospecha de que pueda estar utilizándose la religión con fines políticos.
Sangre nueva en la Iglesia. Como comunicador carismático y estrella mediática, este Papa triunfó especialmente con los jóvenes, incluso a medida que ha ido envejeciendo. Pero lo consigue, en gran parte, a base de recurrir a los «nuevos movimientos» conservadores de origen italiano, el Opus Dei, nacido en España, y un público poco exigente y leal al Papa. Todo esto es sintomático de su forma de tratar a los seglares y su incapacidad de dialogar con sus detractores.
Las grandes concentraciones juveniles de ámbito regional e internacional patrocinadas por los nuevos movimientos (Focolare, Comunión y Liberación, St. Egidio, Regnum Christi) y supervisadas por la jerarquía eclesiástica atraen a cientos de miles de jóvenes, muchos llenos de buenas intenciones pero, en demasiados casos, sin ningún sentido crítico. En una época en la que faltan figuras convincentes que les sirvan de guía, esos jóvenes se rinden a la emoción de un «acto» compartido. El magnetismo personal de «Juan Pablo Superstar» suele ser más importante que el contenido de sus discursos, y sus repercusiones en la vida cotidiana de las parroquias son mínimas.
Tal como corresponde a su ideal de una Iglesia uniforme y obediente, el Papa considera que el futuro de la Iglesia reside de forma casi exclusiva en estos movimientos seglares, conservadores y fáciles de controlar. A ello le acompaña el distanciamiento entre el Vaticano y la orden jesuita, que está más cerca de los principios del concilio. Los jesuitas, favoritos de otros Papas anteriores por sus dotes intelectuales, su teología crítica y su liberalismo teológico, se han convertido en estorbos dentro de los mecanismos de la política papal de restauración.
En cambio, Karol Wojtyla, ya cuando era arzobispo de Cracovia, depositó toda su confianza en el Opus Dei, un movimiento económicamente poderoso e influyente pero antidemocrático y hermético, vinculado a regímenes fascistas en el pasado y que hoy ejerce su influencia, sobre todo, en las finanzas, la política y el periodismo. El Papa llegó a conceder al Opus Dei un estatuto legal especial y, con ello, liberó a la organización de la supervisión de los obispos.
Consecuencia. Los jóvenes de los grupos parroquiales y las congregaciones (con la excepción de los monaguillos) y, sobre todo, los «católicos corrientes» no organizados suelen permanecer al margen de las grandes concentraciones. Las organizaciones juveniles católicas que discrepan del Vaticano sufren castigos y penurias cuando los obispos locales, a instancias de Roma, les retiran las subvenciones. El papel cada vez mayor de un movimiento archiconservador y falto de transparencia como el Opus Dei en muchas instituciones ha creado un clima de incertidumbre y sospecha. Obispos que antes criticaban al Opus ahora se esfuerzan en llevarse bien con él, mientras que muchos seglares que antes participaban activamente en la Iglesia han retrocedido resignados.
Los pecados del pasado. A pesar de que, en 2000, Juan Pablo II se vio obligado a confesar públicamente las transgresiones históricas de la Iglesia, dicha confesión no ha tenido consecuencias prácticas.
El elaborado y grandilocuente reconocimiento de los pecados de la Iglesia, realizado en compañía de cardenales y en la catedral de San Pedro, fue vago, difuso y ambiguo. El Papa sólo pidió perdón por las transgresiones de «los hijos y las hijas» de la Iglesia, pero no por los de «los Santos Padres», los de la propia Iglesia, ni los de las jerarquías presentes en el acto.
El Papa nunca habló sobre la relación de la curia con la Mafia; de hecho, ayudó más a encubrir que a descubrir escándalos y actos criminales. El Vaticano también ha reaccionado con mucha lentitud a la hora de perseguir los escándalos de pedofilia en los que se ven envueltos miembros del clero católico.
Consecuencia. La confesión papal, hecha con escaso entusiasmo, no tuvo repercusiones, no sirvió para corregir ni para hacer nada, fueron sólo palabras.
Para la Iglesia católica, este pontificado, a pesar de sus aspectos positivos, ha sido una gran desilusión y, a fin de cuentas, un desastre. Con sus contradicciones, el Papa ha conseguido polarizar a la Iglesia, distanciarla de muchísimas personas y sumirla en una crisis histórica, una crisis estructural que ahora, tras un cuarto de siglo, está revelando carencias fatales en materia de desarrollo y una enorme necesidad de reforma.
En contra de las intenciones del Concilio Vaticano II, se ha restaurado el sistema medieval de Roma, un aparato de poder con rasgos totalitarios, gracias a unas políticas intelectuales y de personal astutas e implacables. Se metió a los obispos en cintura, se sobrecargó a los párrocos, se calló a los teólogos, se privó a los seglares de sus derechos, se discriminó a las mujeres, se ignoraron las peticiones de los sínodos nacionales y los fieles, y a ello hay que añadir los escándalos sexuales, la prohibición del debate, la explicación simplificada de la liturgia, la prohibición de los sermones de teólogos laicos, la incitación a la denuncia, la denegación de la Sagrada Comunión… ¡No se puede culpar al «mundo» de todo eso!
El resultado es que la Iglesia católica ha perdido por completo la gran credibilidad de la que gozó durante el papado de Juan XXIII y tras el Concilio Vaticano II.
Si el próximo Papa continúa la política de este pontificado, no hará más que reforzar una enorme acumulación de problemas y convertir la crisis estructural de la Iglesia católica en una situación sin salida. El nuevo Papa tiene que optar por un cambio de rumbo e inspirar a la Iglesia para que emprenda nuevos caminos, en el mismo espíritu que Juan XXIII y de acuerdo con el impulso de reforma surgido del Concilio Vaticano II.
Hans Küng es uno de los principales teólogos católicos. Küng es suizo y vive en la ciudad alemana de Tubinga, y lleva décadas de disputas con las autoridades eclesiásticas. Debido a sus críticas, el Vaticano le retiró la autorización de la Iglesia para enseñar en 1979. Sin embargo, Küng, de 75 años, sigue siendo sacerdote y, hasta su jubilación en 1995, enseñaba Teología en la Universidad de Tubinga. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.