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Las mentiras atómicas y otras mentiras

Fuentes: La Estrella Digital

 Intoxicados, como estamos hoy, por el activo virus del olimpismo chino, que se ha propagado por los medios de comunicación, y entretenidos con los exaltados vaticinios sobre el número y clase de las medallas que obtendrán los participantes españoles en la competición, a modo de evasión abriré un pequeño hueco en este diario para recordar […]

 Intoxicados, como estamos hoy, por el activo virus del olimpismo chino, que se ha propagado por los medios de comunicación, y entretenidos con los exaltados vaticinios sobre el número y clase de las medallas que obtendrán los participantes españoles en la competición, a modo de evasión abriré un pequeño hueco en este diario para recordar y comentar otros hechos que se conmemoraron la pasada semana y que quedaron oscurecidos por la fiebre olímpica.

Veamos: el 6 de agosto de 1945 un bombardero de la Fuerza Aérea de EEUU lanzó sobre Hiroshima la primera bomba nuclear de la Historia usada en acción de guerra, que aniquiló en el acto a más de 120.000 habitantes de esa población -que apenas alcanzaba el medio millón de ciudadanos-, produjo más de 70.000 heridos (muchos de los cuales irían muriendo al paso del tiempo) y arrasó gran parte de la ciudad. Tres días después, otro avión estadounidense repitió la operación sobre Nagasaki, cuya población, de apenas 200.000 habitantes, sufrió un descalabro proporcional.

Recordar todo esto, que ya es Historia, nos permite revelar, una vez más, la facilidad con la que los gobernantes recurren a la mentira para disimular sus errores o para engañar a los pueblos a los que pretenden dirigir, incluso por medios democráticos. Nada más lanzadas las bombas, la versión oficial del Gobierno de EEUU sobre lo ocurrido la publicaba el New York Times: «No existe radioactividad en las ruinas de Hiroshima». Una mentira de tal calibre tarda poco en ser descubierta; el Daily Express británico envió a Hiroshima un reportero que empezó a informar sobre la existencia de personas hospitalizadas, sin heridas visibles, y que morían de lo que él llamó «la peste atómica». En consecuencia, las autoridades militares de ocupación le retiraron la acreditación, fue expulsado de Japón y sufrió una intensa campaña de desprestigio de la que tardó años en recuperarse.

Ante el horror desencadenado, que no se pudo ocultar al mundo, pronto hubo que organizar una campaña para justificar la brutal agresión, argumentando que había ahorrado vidas humanas y acortado la guerra en el Pacífico. La endeblez del argumento fue quedando de manifiesto al paso del tiempo. Un documento oficial de EEUU, fechado en 1946 y conocido después, demostraba que Japón se hubiera rendido sin condiciones ante la aplastante supremacía aérea de EEUU «sin necesidad de lanzar bombas atómicas, sin que la URSS hubiera entrado en la guerra y sin que se hubiera planeado su invasión».

Pero Truman quería mostrar a Moscú el arma que podría darle la hegemonía mundial. El Secretario de Guerra de EEUU, Stimson, había manifestado al Presidente su temor de que si los bombardeos ordinarios de la Fuerza Aérea arrasaban demasiado intensamente las ciudades japonesas, apenas se percibirían los enormes efectos del arma atómica, que era lo que se trataba de exhibir. Admitió después, en sus memorias, que no se hizo ningún esfuerzo para lograr la rendición de Japón por otros medios y evitar así el empleo de tan brutales armas. Más bien, todo lo contrario: se buscó la forma en que éstas lucieran mejor su letalidad. Por su parte, el general que dirigió el llamado «proyecto Manhattan», que desarrolló las armas nucleares, había declarado: «Nunca dudé de que Rusia era nuestro enemigo, y que el proyecto tenía esa finalidad».

Si se hubiese dicho la verdad, en 1945 se habría sabido que la nueva arma producía unos efectos desconocidos, basados en la radioactividad, y que el pueblo japonés (tan despectivamente aludido en los medios de comunicación estadounidenses como de raza inferior) iba ser la víctima con la que se trataba de amedrentar y bajar los humos al dictador moscovita. Stalin se mostraba ensoberbecido por el indiscutible éxito de sus ejércitos frente a Alemania, pero, muerto Roosevelt -con el que le unían ciertos lazos de aprecio personal-, empezaba a ser visto desde Washington como el enemigo más peligroso del futuro inmediato.

Las mentiras políticas se suelen multiplicar en proporción directa a la gravedad de los hechos que intentan disimular. Cuando la situación internacional se complica, proliferan de tal modo que resulta muy difícil tomar el pulso a la realidad. Hay mentiras que han pasado ya a la Historia, como la inminente revolución comunista con la que se pretendió justificar la rebelión militar de 1936 en España, las de Hitler para invadir Polonia en 1939 o las del presidente Johnson en 1964 para iniciar la guerra de Vietnam. Mentiras más recientes para justificar el bombardeo de Yugoslavia por la OTAN en 1999 o la segregación de Kosovo, violando todo derecho internacional.

Otras mentiras envolverán mañana los nuevos conflictos allá donde existan tensiones no resueltas, como está ocurriendo hoy en las dos regiones georgianas cuyos pueblos buscan independizarse del Gobierno de Tiflis. Cuando las armas empiezan a hablar, la primera víctima es siempre la verdad. Y ésta quizá sea la única verdad, en un contexto en el que la mentira es, a su vez, una valiosa arma de guerra.


* General de Artillería en la Reserva