El pasado sábado se cumplieron treinta años desde que las tropas norvietnamitas ocuparon Saigón (hoy Ciudad Ho Chi Minh), dando por terminada la Guerra de Vietnam, que había ensangrentado el país durante once años. El actual Gobierno de Hanoi, además de conmemorar la victoria en lo que tradicionalmente viene llamando la «Guerra Americana», se está […]
El pasado sábado se cumplieron treinta años desde que las tropas norvietnamitas ocuparon Saigón (hoy Ciudad Ho Chi Minh), dando por terminada la Guerra de Vietnam, que había ensangrentado el país durante once años. El actual Gobierno de Hanoi, además de conmemorar la victoria en lo que tradicionalmente viene llamando la «Guerra Americana», se está esforzando ahora en tender puentes de diálogo entre los sectores de la población vietnamita, dividida entonces entre el norte y el sur. La retórica militar de los vencedores ha perdurado durante estos treinta años, hasta el punto de que los vietnamitas del sur todavía son denostados a veces como «lacayos del agresor» que se opusieron al victorioso avance del Ejército Popular.
El general Hoang Minh Thao, que dirigió el ataque final contra Saigón, ha contribuido a poner algún bálsamo en las heridas aún abiertas: «No podemos olvidar el pasado, pero hemos de trabajar con toda la gente de buena voluntad que respete nuestra independencia nacional, con vistas al futuro y al desarrollo del país».
Si todavía quedan algunas líneas de fisura que dividen al pueblo vietnamita, hay una cuestión tras la cual todos deberían sentirse unidos. Se trata de las graves secuelas causadas por el uso del «agente naranja» (llamado así por la banda de color que identificaba el recipiente en que era transportado), un defoliante vastamente esparcido por las tropas estadounidenses sobre territorio vietnamita con el doble fin de dificultar el enmascaramiento de las guerrillas del Vietcong entre la vegetación y destruir los cultivos que alimentaban al enemigo. Formado por la mezcla de dos herbicidas, este peligroso producto libera un tipo de dioxina muy peligroso para la salud humana, porque entra en la cadena alimenticia en una concentración que lo hace cancerígeno y se transmite a los recién nacidos al contaminar la leche materna. Se le considera el producto más tóxico conocido: en proporción volumétrica de uno a doscientos mil millones llega a matar animales de laboratorio.
Además de muy diversos tipos de cáncer, se incluyen entre sus efectos los abortos, varias malformaciones genéticas de gravedad como la espina bífida, diabetes y otras enfermedades. Las autoridades vietnamitas están ahora recogiendo pruebas de la transmisión de esos efectos a la tercera generación de víctimas.
Desde 1962 (antes, incluso, del falso «incidente del Golfo de Tonkín» que dio comienzo oficial a la guerra en 1964) los ejércitos de EEUU esparcieron unos 80 millones de litros de sustancias venenosas, de los que más de 50 millones fueron de agente naranja, hasta que cesó su uso en 1971 por la creciente oposición de la opinión pública. El nombre de código de la operación -«Farm Hand» (peón agrícola)- parecía designar un simple trabajo de fumigación agraria, pero todavía perduran las gravísimas consecuencias que acarreó a la población que padeció sus efectos.
El pasado mes de marzo, un tribunal federal de Nueva York desestimó la reclamación presentada por un grupo de vietnamitas, víctimas del citado producto, contra las poderosas corporaciones farmacéuticas que lo fabricaron (como Monsanto y Dow Chemical). Existía el precedente creado en 1984, cuando siete grandes laboratorios de EEUU pagaron 180 millones de dólares para indemnizar a cerca de 250.000 veteranos de guerra estadounidenses que también sufrieron los efectos del agente naranja, aunque lo hicieron -según ellos- de modo altruista, sin admitir culpabilidad legal alguna, según esos extraños vericuetos que permite la justicia estadounidense.
Un doctor vietnamita se quejaba así de la decisión del juez neoyorquino: «Los americanos víctimas del agente naranja reciben 1.500 dólares [1.155 euros] al mes. Las familias vietnamitas que sufren todavía sus efectos reciben 80.000 dong [poco más de 4 euros] por cada víctima infantil». Sugería que, así como EEUU había colaborado en la neutralización de las minas sembradas por sus ejércitos en territorio vietnamita, debería ayudar también a aliviar los efectos del agente naranja.
No se han investigado a fondo las secuelas del citado producto en la salud humana. Aparte del alto coste de los análisis de sangre que serían necesarios (se habla de unos 800 euros cada uno), muy pocos laboratorios disponen de los medios apropiados. Pero hay más razones. Aunque la República Socialista de Vietnam está oficialmente regida por un partido comunista, su vinculación con el libre mercado capitalista es estrecha y también parece serlo su ideología. Algunos miembros del Gobierno de Hanoi opinan que tratar de indagar más en este asunto podría crear una negativa publicidad que afectaría a las exportaciones de arroz y al turismo, anteponiendo así los beneficios del mercado a la salud de la población. Y en EEUU, la otra parte implicada, se teme iniciar una gravosa cadena de indemnizaciones si se entreabre ligeramente la puerta a las reclamaciones vietnamitas.
La historia de las guerras muestra hasta la saciedad que sus efectos suelen ser imprevisibles, incluso a corto plazo. El almirante Zumwalt, que contribuyó en gran medida a organizar la operación «Farm Hand», tuvo luego que llorar la pérdida de su hijo, oficial de la Marina, víctima también del agente naranja. Pero en Vietnam hay todavía cerca de un millón de personas que sufren sus efectos sin que nadie contribuya eficazmente a aliviar su suerte; entre ellos, muchos ni siquiera habían nacido cuando acabó aquella nefasta guerra.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)