Nota de edición: Tal día como hoy [13.XI] de 1941 nacía en Bari el filósofo marxista italiano Domenico Losurdo. Comunista militante, crítico radical del liberalismo, el capitalismo y el colonialismo e investigador de cuestiones políticas contemporáneas. * Cada nueva situación histórica exige a las fuerzas políticas un esfuerzo de reflexión profundo: es preciso hacer un […]
Nota de edición: Tal día como hoy [13.XI] de 1941 nacía en Bari el filósofo marxista italiano Domenico Losurdo. Comunista militante, crítico radical del liberalismo, el capitalismo y el colonialismo e investigador de cuestiones políticas contemporáneas.
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Cada nueva situación histórica exige a las fuerzas políticas un esfuerzo de reflexión profundo: es preciso hacer un análisis de la nueva situación creada y definir una estrategia. Aunque se trata de una regla general, vale sobre todo para los movimientos y las organizaciones que no se reconocen en el ordenamiento vigente y están comprometidos con un proceso de transformación y un proyecto de emancipación; es decir, vale sobre todo para la «izquierda». Sobre la radicalidad de la nueva situación histórica que se ha creado y todavía está en curso no cabe la menor duda.
El Tercer Mundo, ese conjunto de países que tienen tras de sí un periodo más o menos prolongado de sometimiento colonial o semicolonial, ha pasado de la fase político-militar a la fase político-económica de la lucha por la independencia nacional. Lo que Lenin llamaba «anexión política», es decir, el dominio colonial directo ejercido sobre un pueblo al que se negaba el derecho a constituirse como estado nacional independiente, ha quedado atrás. Su lugar lo ocupa hoy la «anexión económica», potenciada por la amenaza militar (representada por una gigantesca máquina de guerra lista para entrar en acción aun sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU) y la amenaza judicial (de la «Corte Penal Internacional», un tribunal controlado y manipulado en gran medida por Occidente). Pero hoy en día lo que he llamado neocolonialismo económico-tecnológico-judicial debe enfrentarse con métodos distintos de los del pasado. No hay ningún continente que pueda representar plásticamente mejor que América Latina el cambio producido: en los años sesenta y setenta había un sinfín de focos guerrilleros y hoy casi todos se han extinguido. Pero eso no supone una derrota de la izquierda, pues las dictaduras militares, casi siempre impuestas por Estados Unidos, han caído, y los regímenes que las han sucedido están más empeñados que nunca en la lucha contra la doctrina Monroe, muy malparada últimamente. En 2006 el entonces vicepresidente de Bolivia, García Linera, sintetizó eficazmente este cambio radical con dos consignas elocuentes: «desmantelamiento progresivo de la dependencia económica colonial» e «¡industrialización o muerte!». Sin abandonar ni cuestionar la consigna «¡patria o muerte!» lanzada por Fidel Castro y el Che Guevara durante la lucha armada contra la dictadura proestadounidense y mientras persistió la amenaza de una agresión militar contra Cuba, esta consigna asumía una nueva configuración (Losurdo, 2013, cap. 12, § 3). En el afán por lograr una auténtica independencia nacional, la lucha por un desarrollo económico y tecnológico autónomo reemplazaba a la guerrilla o a la «guerra del pueblo». Por otro lado, el programa enunciado por García Linera no consistía (ni consiste) únicamente en el esfuerzo por el desarrollo autónomo de las fuerzas productivas. Los países latinoamericanos también están estrechando sus lazos económicos, comerciales e incluso políticos para sacudirse la dependencia de Estados Unidos. Los buenos resultados obtenidos les han permitido no pocas veces distanciarse de la política belicista de Washington.
Si el Tercer Mundo ha cambiado de un modo radical, el Segundo Mundo ha desaparecido por completo. Con esta última denominación se hacía referencia tradicionalmente a los países de orientación socialista, que durante algún tiempo permanecieron unidos en un «campo socialista» de carácter tanto económico como político-militar. El capitalismo ha vuelto a Europa Oriental, ahora incorporada en gran parte a la OTAN. Por otro lado, China, Vietnam y, en los últimos tiempos también Cuba, ya no se presentan como modelos sociales alternativos frente al modelo que predomina a escala internacional, ya no pretenden ser el «faro del socialismo» en tal o cual parte del mundo. Sus esfuerzos se centran, ante todo, en alcanzar a los países industrial y tecnológicamente más avanzados, para elevar el nivel de vida de la población y así ampliar y consolidar la base de consenso para el partido comunista en el poder y neutralizar los intentos de desestabilización de Occidente y en particular de su país guía. No por ello se renuncia a la orientación socialista, pero en virtud de la nueva escala de prioridades, China, Vietnam y Cuba tienden a formar parte del Tercer Mundo. El primero de estos países desempeña un papel especialmente destacado: si con Mao y su teoría de la «guerra del pueblo» fue el principal inspirador de la primera etapa (la político-militar) de la revolución anticolonial mundial, con Deng ha sido el inspirador de la segunda fase, todavía en curso. Mao siempre se mostró convencido de que «o la revolución impide la guerra o la guerra impide la revolución». Era una fórmula que remitía claramente a la experiencia histórica de la primera mitad del siglo XX: el desarrollo del movimiento socialista y comunista no había logrado impedir el estallido de las dos guerras mundiales, aunque estas habían propiciado el derrocamiento del sistema capitalista primero en Rusia y luego en otra serie de países. Fue Deng, en cambio, quien expuso el que sería el contenido principal de las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI: el desarrollo económico y tecnológico de los países surgidos de la revolución anticolonialista mundial o, más exactamente, de su primera etapa, la político- militar. A este Tercer Mundo ampliado, que comprende los países emergentes, se ha incorporado de alguna forma Rusia. Aunque sea un país que tiene tras de sí una historia de expansión imperialista, debido a su fragilidad socioeconómica y a su heterogeneidad étnica puede caer rápidamente en una condición de semidependencia.
Rusia, después de casi dos siglos sometida al dominio mongol y un largo periodo amenazada por la pesadilla de los Caballeros Teutones, tuvo que soportar a comienzos del siglo XVII la ocupación polaca de su capital; cerca de un siglo después se produjo la invasión del Carlos XII de Suecia y pasado otro siglo la de Napoleón. Al final de la primera guerra mundial Rusia sufrió no solo la intervención de las potencias occidentales, sino también un proceso de balcanización que no parecía tener fin. Hitler aprovechó esta circunstancia para maquinar su plan, ejecutado mediante la Operación Barbarroja, de transformar el país euroasiático en una inmensa colonia y una inmensa reserva de fuerza de trabajo servil. Tras la derrota sufrida en la guerra fría, Rusia volvió a caer durante algún tiempo en una condición no muy distinta de la que había sucedido a la derrota del primer conflicto mundial; todavía hoy, el avance implacable de la OTAN en Europa Oriental le supone una grave amenaza. De modo que tenemos un Tercer Mundo ampliado, que comprende a los países emergentes y los países de orientación socialista, todos ellos con un rasgo en común: la lucha por conquistar o consolidar dos derechos humanos fundamentales, la «libertad de vivir sin penuria» y la «libertad de vivir sin miedo». Este Tercer Mundo ampliado, lleno de contradicciones en su interior y tampoco libre de desafíos y dificultades, es sin duda una alternativa al orden existente a escala planetaria, pero no tanto en el plano interno de cada país como con respecto a la división internacional del trabajo, que durante tanto tiempo ha reservado la alta tecnología a Occidente y reducido al resto del mundo a la condición de proveedor de materias primas, fuerza de trabajo barata y comprador de las mercancías más sofisticadas procedentes de los países capitalistas avanzados.
Pasemos ahora al Primer Mundo. Tampoco él se ha librado de grandes alteraciones. Y no me refiero únicamente a la globalización. Es más importante examinar dos dinámicas opuestas. El triunfo del Primer sobre el Segundo Mundo y el fin de la guerra fría reforzó la conciencia orgullosa de Occidente. Se explica así la vuelta del ardor neocolonialista, puesto que la Revolution in Military Affairs, que incluye la utilización en clave geopolítica de los nuevos medios de comunicación masivos, deja las manos casi libres a Estados Unidos y la OTAN para proceder al bombardeo militar propiamente dicho y al bombardeo mediático de los pequeños países que son el blanco de una agresión en toda regla o de maniobras de desestabilización. Al mismo tiempo, el Primer Mundo se encuentra en dificultades ante un Tercer Mundo que ahora incluye también a los países de orientación socialista y está cosechando éxitos importantes en la segunda etapa (la política-económica) de la revolución anticolonialista. El progreso rapidísimo (también en lo tecnológico) de China es la demostración más patente del cambio de época que se está produciendo en las relaciones de fuerza a escala mundial.
Pero este cambio, lejos de aconsejar cautela, provoca en los ambientes más aventureros de Occidente y sobre todo de su país guía un exaltado activismo geopolítico y militar: hay que darse prisa antes de que sea demasiado tarde, a fin de consolidar y estabilizar en las próximas décadas la ventaja que sigue ostentando el Primer Mundo capitalista-imperialista y sobre todo aquella que se considera la «nación elegida» por Dios y la única «nación indispensable». Las guerras locales, los golpes de estado camuflados de variopintas «revoluciones de colores», los intentos de desestabilización lanzados contra este o aquel país, las iniciativas más destacadas de estrategia militar, política o incluso económica (pensemos en la «OTAN económica») protagonizadas por Occidente, todos estos procesos y todas estas jugadas, pese a su gran diversidad, revelan a una mirada más atenta un rasgo común: el intento de crear dificultades a Rusia y sobre todo a China. En el caso de la segunda, los analistas y estrategas estadounidenses no ocultan sus planes: se trata de conseguir que los suministros energéticos al gran país asiático, carente de materias primas tan esenciales como el petróleo y el gas, estén lo más expuestos posible a los ataques de la poderosísima armada de Estados Unidos, que así podría ejercer un gran poder de vida y muerte sobre 1.300 millones de personas. No faltan los analistas y estrategas que hablan de guerra y están estudiando ya los posibles escenarios de una guerra a gran escala o incluso de una tercera guerra mundial.
La ideología llamada a legitimarla y consagrarla ya está lista, es más, desde hace tiempo se pregona obsesivamente y se difunde profusamente gracias al monopolio de la producción de ideas y sobre todo de emociones que aún detenta Occidente, así como a las técnicas subliminales capaces de suscitar el terrorismo de la indignación y en muchos casos de paralizar el pensamiento crítico. Es la ideología que ha acompañado desde sus inicios a la historia de Estados Unidos, que ya en sus primeras décadas de existencia, cuando casi todos sus presidentes eran propietarios de esclavos y el país era el punto de referencia del esclavismo en el continente americano, alardeaba de ser un «imperio para la libertad». De esta ideología, que ha superado victoriosamente la prueba de siglos de historia y guerras, también es víctima o cómplice en gran medida la izquierda occidental. Aunque se considera a sí misma crítica y libre de prejuicios, en realidad es chovinista, reproduce el chovinismo del Primer Mundo.
He hablado de izquierda sin distinguir entre «izquierda moderada» e «izquierda radical». El motivo es bien sencillo. Tomemos el caso de la guerra contra Libia. Su carácter neocolonial, que nos remite a un capítulo bien conocido de la historia del colonialismo (el tratado anglobritánico Sykes-Picot de 1916), ha quedado evidenciado en intervenciones de los analistas occidentales más lúcidos y artículos de importantes órganos de prensa. Sin embargo, en Italia, dos personalidades ilustres, Camusso y Rossanda, secretaria general del sindicato CGIL la primera y una de las fundadoras del «diario comunista» il Manifesto la segunda, ¡tomaron posición a favor de una infame guerra colonial que se ha saldado con decenas de miles de muertos y la destrucción de un país, borrado incluso del mapa político! Pase por considerar a Rossanda de tendencia moderada; pero ya hemos visto cómo Hardt, quien junto con Negri es uno de los exponentes más aclamados a escala mundial de la «izquierda radical», legitimaba en 1999 la guerra contra Yugoslavia, cuyo carácter ni por asomo humanitario fue reconocido tranquilamente por un historiador conservador como Ferguson. Querer expulsar a Hardt (y a Negri) de la izquierda radical «auténtica» tendría poco sentido: no faltan los movimientos de inspiración trotskista que se pusieron a favor de los rebeldes en Libia y Siria. Y si alguien pretende excluir a los trotskistas del movimiento comunista «auténtico», debería tener en cuenta que a veces los que repiten contra China los lugares comunes de la ideología y el poder dominante son organizaciones y partidos comunistas que ensalzan a Stalin. Por otro lado, el amplio espectro de quienes saludaron como revoluciones populares los golpes de estado camuflados de «revoluciones de colores» tampoco respetó los confines entre «izquierda moderada» e «izquierda radical».
Con independencia de las posiciones adoptadas sobre tal o cual problema inmediato, da que pensar el hecho de que la izquierda, a menudo la «radical», haya interiorizado acríticamente el calendario sagrado impuesto por Occidente: todos los años se recuerda solemnemente la tragedia de la Plaza Tienanmen, pero no la de Kwangyu, que sucedió en Corea del Sur de un modo parecido pero con un número de víctimas mucho mayor. Además del calendario sagrado, la izquierda, a veces también la «radical», se deja dictar por la ideología y el poder dominante la Carta de los Derechos: los planteamientos sobre este asunto y los juicios pronunciados al respecto sobre los distintos actores de la política internacional suelen obviar los derechos sociales y económicos, así como la «libertad de vivir sin penuria» y la «libertad de vivir sin miedo». Aun cuando toma posición a favor de estos derechos y estas libertades, la izquierda (incluso la «radical») expresa o promueve una cultura que no pocas veces está en contradicción más o menos aguda con el que es su objetivo declarado.
No por ello hemos de considerar insignificantes las distinciones en el ámbito de la izquierda. En lo referente a la política internacional, es preciso distinguir entre la izquierda imperial, la izquierda subordinada a ella y la izquierda que se enfrenta realmente a la izquierda imperial. Del mismo modo, hay que distinguir entre la izquierda que ya ha asumido las opiniones neoliberales y la izquierda que, de un modo más o menos consecuente y lúcido (en el plano político y cultural), está comprometida con la defensa de los derechos sociales y económicos. La situación, por supuesto, varía de unos países a otros, a veces bastante. Sin embargo, a pesar de algunos signos de recuperación del movimiento comunista y, en general, de una izquierda realmente enfrentada al orden establecido en el plano interno e internacional, tomada en su conjunto, la izquierda de Occidente está sumida en la confusión y la dispersión.
Es una situación preocupante que no se puede superar sólo con la denuncia del oportunismo ni con llamamientos al rigor revolucionario. Es necesario, ante todo, hacer un análisis de la nueva situación mundial que se ha creado. Si este libro sirve para abrir un debate sobre este tema crucial, habrá alcanzado su propósito.
Fuente: Capítulo de Conclusión del libro La izquierda ausente, de D. Losurdo.