Traducido por Supriyo Chatterjee y revisado por Manuel Talens
Vinieron por la tarde del 26 noviembre a la terminal Chhatrapati Shivaji, más conocida como Terminal Victoria, la estación más concurrida del ferrocarril suburbano y de larga distancia de la India. Eran trabajadores pobres -obreros, vendedores ambulantes y mercachifles de poca monta-, tan pobres que no podían permitirse viajar en avión o se dirigían al interior, donde no hay aeropuertos. Venían con sus padres ancianos, con sus hijos, incluso con un bebé de sólo tres meses.
Parecían un grupo verdaderamente cosmopolita -procedentes de los estados de Maharashtra, Bihar, Jharkhand y Uttar Pradesh. Hindúes y musulmanes, seguro. Eran un microcosmo de las gentes de toda la India que acudían en busca de los sueños que ofrece Bombay (Mumbai).
Estaban en el vestíbulo central, esperando la llegada de sus trenes antes de pasar a los andenes. Seguramente iban a alguna boda, a visitar parientes, a encontrarse con amigos o familiares enfermos o, quizá, sólo disfrutaban de un puente que ni siquiera se podían costear.
Seguramente esperaban el expreso 2115 Down Siddheshwar con dirección a Solapur, cuya salida estaba prevista a las 10:20 aquella noche, o el expreso 2141 Down Rajendranagar con dirección a Patna a las 11:25 o, quién sabe, el expreso 1093 Down Mahanagari con dirección a Varanasi, que debía salir 10 minutos después de la medianoche… Nunca lo sabremos.
Cincuenta y seis de ellos, padres, madres, niños, hombres y mujeres solteros, fueron acribillados en pocos minutos, momentos antes de las diez de la noche, por las balas de los fusiles AK-47 que llevaban dos jóvenes trastornados, seducidos, diabólicos y quizá pobres también, lo más probable llegados por el mar desde el vecino Paquistán.
Los Walliullahe de Nawada, en el estado de Bihar, perdieron a seis familiares. Cuatro miembros de la familia del taxista Zahur Ansari fueron acribillados. Janardhan, natural de Jharkhand, perdió dos hijos, víctimas de las balas. Shivshankar Gupta, que se ganaba la vida como vendedor ambulante, también murió. El tío de Ajaz Dalal murió… Y todavía faltan diez personas por identificar entre las que sucumbieron a sus heridas en el hospital de St George: no tenían teléfonos móviles ni carnés de identidad y nadie ha reclamado sus cuerpos. Quizá fuesen trabajadores itinerantes, cuyas familias todavía estarán esperándolos en Bihar, Uttar Pradesh o en el interior de Maharashtra, el estado del que Bombay es la capital.
El ingeniero en informática Upendra Yadav, imagen viva del indio joven, culto e industrioso, esperaba un tren junto a su mujer, Sunita, y la pequeña hija de ambos, Sheetal. Yadav murió, Sunita está gravemente herida y una semana después todavía permanece separada de su hija, a la que no puede amamantar. Sheetal, que sólo tiene tres meses de edad, escapó con vida, pero el crimen perpetrado por los terroristas está incrustado en sus muslos en forma de metralla.
Bharat Naodiya, un vendedor ambulante de utensilios, perdió a su esposa, Poonam, y él está gravemente herido en el hospital. Su hijo, Viraj, y su hija, Anjali, están a salvo, pero despavoridos. La foto de Viraj, un niñito de tres años, en brazos de un policía con la frente amoratada y la sangre (¿de su madre?) salpicándole los rostros risueños impresos en su camiseta, apareció fugazmente en todo el mundo la semana pasada. Su expresión muestra el trauma vivido y seguramente horrorizó a los millones de espectadores que contemplaron la vulnerabilidad que las balas y los seres humanos trastornados pueden producir.
Veintidós de las víctimas eran de religión musulmana. La noche del 26 de noviembre supuestamente los terroristas acometieron su misión en su nombre. Veintidós de cincuenta y seis, el 40%: una cifra poco representativa, ya que los musulmanes constituyen sólo el 13% de la población de la India. Pero los pobres de la India son abrumadoramente musulmanes.
Dicen que la muerte nos iguala a todos. En la India de las disparidades extremas no es así. Los medios comunicaron que las familias de los pobres tenían que esperar ocho o diez horas antes de que las morgues liberasen los cuerpos de sus muertos, mientras que quienes estaban esperando pudieron ver cómo los cadáveres de los asesinados en hoteles de lujo eran recuperados por sus familiares en un abrir y cerrar de ojos. Pero eso no les importaba a las familias sumidas en el dolor.
Nadie se ocupó en la televisión de los cincuenta y seis muertos de la Terminal Victoria. Los autodenominados expertos, invitados a los estudios de televisión, analizaron todo lo que no funciona y dieron sus soluciones prefabricadas, pero no derramaron ni siquiera una falsa lágrima por los muertos de la Terminal Victoria.
No hay velas encendidas por esos muertos. Tampoco manifestaciones exigiendo «cambios»; nadie despotrica contra «los políticos», nadie llama a «la guerra» en la Terminal Victoria. Esos muertos ya han sido olvidados.
Pocas horas después del ataque, el piso del vestíbulo principal del edificio indosarraceno -construido hace 121 años y en otros tiempos símbolo del poder económico británico en la India colonial- estaba limpio de sangre y despojos humanos. Y de nuevo vuelven a patearlo decenas de millones de personas que van a trabajar, que regresan a sus hogares o esperan la llegada del expreso 2115 Down Siddheshwar con dirección a Solapur, que tiene prevista su salida a las 10:20 de la noche, del 2141 Down Rajendranagar, que va a Patna a las 11:25, o del Mahanagari para Varanasi 10 minutos después de la medianoche…
Fuente: The Dead of VT
Artículo original publicado el 6 de diciembre de 2008
Supriyo Chatterjee y Manuel Talens son miembros de Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Talens pertenece asimismo a los colectivos de Cubadebate y Rebelión.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.
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