En las últimas décadas Indonesia ha sido protagonista del fin de un régimen autoritarios de más de 30 años, de una variedad de conflictos étnicos, comunales y religiosos, de un abanico de calamidades naturales, de las graves consecuencias de la crisis económica asiática.
El cuarto país más poblado del mundo y el que más musulmanes tiene, es un actor regional de peso en el orden mundial.
Estas semanas hemos asistido a una cadena de acontecimientos que han vuelto a atraer la atención sobre el Indonesia. Miles de manifestantes han salido a las calles para protestar contra las medidas gubernamentales y las consecuencias de la crisis económica. Unos días más tarde, la violencia en un campo de fútbol dejó decenas de muertos y mostró la cara más violenta de las criticadas fuerzas policiales.
La cumbre del G-20 en Bali los días 15 y 16 de noviembre, y las elecciones legislativas y presidenciales de febrero de 2024, son acontecimientos que volverán a traer a Indonesia a la primera línea mediática.
El sistema político indonesio que se fue sustentando en los compromisos políticos de “reformasi” que pusieron fin al régimen de Suharto e impulsaron un cambio político de calado, ha visto que desde diferentes fuerzas se han puesto en macha resortes para dificultar los cambios señalados.
En Indonesia, el alto coste para participar en las elecciones y las dificultades para crear nuevos partidos políticos, benefician a los partidos actuales del statu quo, y al mismo tiempo encarecen las elecciones, por el sistema de compra de votos tan extendido en el país.
Ese círculo vicioso sirve de freno para la participación de nuevas fuerzas y para activar mecanismos transformadores. Tras las elecciones, la clase política busca mantenerse en los pasillos del poder, de ahí que refieran la formulación de grandes coaliciones gubernamentales en lugar de mantenerse en la oposición. Esa vía les permite acceder al dinero público para “pagar sus deudas” y evitar también enjuiciamientos por corrupción.
Indonesia representa lo que algunas fuentes definen como “democracia procedimental”, donde en nombre de la estabilidad política no se decide luchar contra la corrupción endémica del sistema. A día de hoy, sigue siendo muy importante el peso del ejército, de los oligarcas millonarios y de los sectores más conservadores del islamismo político. Las leyes para evitar las críticas al gobierno o al ejército son una realidad del actual panorama político e institucional. El sistema dual (dwi fungsi) del dictador Suharto, que garantizaba el papel militar y en sectores civiles de las Fuerza Armadas sigue vigente.
El clima político indonesio mira hacia la cita electoral del día de san Valentín de 2024. Las maniobras, de momento dejadas de lado, para intentar un tercer mandato (inconstitucional) del actual presidente, Joko Widodo (conocido como Jokowi), los movimientos dentro de su propio partido, el Partido Democrático Indonesio – Lucha (PDI-P), para postularse como candidatos, las posibles alianzas entre partidos de cara a formar gobiernos “arcoíris”.
Junto a ello, el actual presidente y sus posibles sucesores deberán encarar todo un conjunto de retos de carácter estructural: recuperar los ingresos del turismo, remontar la grave crisis económica post-pandemia, la corrupción y brutalidad policial, el peso del radicalismo islamista (clave en la victoria de Jokowi en 2019), el conflicto por la ocupación de Papúa, el círculo vicioso de la corrupción política…
La política exterior de Indonesia jugará una baza importante en la cita de noviembre del G-20. Siendo una de las economías más grandes de la región, y líder de facto junto a Singapur de la Asean durante las últimas décadas, Jokowi intentará mantener el papel de “nación no alineada” (su doctrina de política exterior promueve sus intereses, libre de los dictados de las grandes potencias), y continuar con los lazos estratégicos y sólidos con China (“garantizar la paz y la estabilidad a través del diálogo y la diplomacia”) y EEUU (con una opinión pública muy recelosa de Washington y sus intervenciones a lo largo de la historia, y cada vez más favorable a Rusia), base del equilibrio en la política exterior. Una política exterior “independiente” de múltiples vectores.
El actual presidente, Jokowi, “ha buscado compromisos con políticos corruptos y líderes religiosos intolerantes, y se ha rodeado de ex generales poco comprometidos con los principios democráticos. Bajo su mando, los derechos humanos, el estado de derecho y la protección de las minorías se han debilitado”.
Un periodista indonesio señalaba algunos de los defectos de la “reforma política”, un “sistema que ha otorgado derechos a los enemigos de ese proceso. Desde islamistas de línea dura, hasta generales y antiguos militares, empresarios corruptos y otras élites, que quieren desmantelar cualquier intento de poner en marcha mecanismos de rendición de cuentas”.
Indonesia, emergiendo de las cenizas del autoritarismo ha construido un sistema electoral que mantiene buena parte del statu quo de aquellos años. Como señala un académico local, “Indonesia, parece estar asentándose en un modelo donde la intolerancia en diferentes variantes puede distraer la atención sobre el debate de las reformas políticas, legales y económicas que necesita el país. No estamos a las puertas de volver a un gobierno militar o convertirse en un estado islámico formal. Sin embargo, las tensiones dentro del sistema político pueden socavar su capacidad para abordar los desafíos domésticos e internacionales”.
Txente Rekondo. Analista internacional.
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