Recomiendo:
0

Reflexiones sobre ecología, ética y dieta

Menos carne, mejor carne, vida para el campo

Fuentes: El ecologista

La agricultura y ganadería que practicamos masivamente en los países industrializados son ecológicamente insostenibles, y topa con dificultades crecientes para alimentar al mundo. En efecto: * Nuestro sistema agropecuario actual produce graves y crecientes impactos ecológicos, entre los cuales cabe contar: desforestación, desertificación de extensos territorios, destrucción del suelo fértil, difusión de tóxicos biocidas en […]

La agricultura y ganadería que practicamos masivamente en los países industrializados son ecológicamente insostenibles, y topa con dificultades crecientes para alimentar al mundo. En efecto:

* Nuestro sistema agropecuario actual produce graves y crecientes impactos ecológicos, entre los cuales cabe contar: desforestación, desertificación de extensos territorios, destrucción del suelo fértil, difusión de tóxicos biocidas en el ambiente (plaguicidas, herbicidas, fungicidas…), contaminación de los acuíferos, despilfarro de agua (captada a menudo con gran impacto ambiental), pérdida de biodiversidad… Aunque raras veces seamos conscientes de ello, en muchos países el impacto ambiental de la agricultura probablemente sea mayor que el de cualquier otro sector de actividad humana (incluyendo la industria).i

* Durante milenios, agricultura y ganadería fueron eficientes sistemas de captación de energía solar; pero hoy se basan esencialmente en los recursos del subsuelo. Cuando consumimos productos agrícolas o carne, la mayoría de la energía bioquímica que ingerimos no procede del sol, sino del petróleo (que es un recurso escaso y no renovable). Esto plantea graves interrogantes sobre la eficiencia y la viabilidad de nuestros actuales sistemas agropecuarios industriales. Podemos permitirnos un contrasentido semejante durante unas pocas generaciones, pero no más. Comer del sol puede ser ecológicamente sustentable; comer del petróleo no lo es en ningún caso. Mientras que la agricultura intensiva tradicional china llegaba a alcanzar rendimientos de 50 a 1 (vale decir, con una caloría de energía externa distinta a la solar se llegaban a obtener 50 calorías de alimento) y la tradicional agricultura cerealista castellana de 20 a 1, la agricultura industrial española actual sólo alcanza en promedio 0’8 a 1: es decir, su balance energético es negativoii. El sistema agroalimentario estadounidense funciona con rendimiento 1:10 en promedio (para poner una caloría sobre la mesa se invierten diez calorías petrolíferas)iii, y en el cultivo de verduras de invernadero durante el invierno llegan a alcanzarse valores tan disparatados como 1:575.iv

* En el umbral del siglo XXI, la seguridad alimentaria del planeta peligra. Los indicadores básicos (producción de cereales per cápita, capturas marinas per cápita, reservas de grano) muestran un comportamiento muy preocupante en los noventav:

  • Las capturas marinas se hallan estancadas desde 1988 en torno a 90 millones de toneladas al año (un nivel insostenible, por otra parte, que está agotando las pesquerías sobreexplotadas). Al continuar el crecimiento demográfico (con unos 90 millones de personas adicionales cada año), las capturas per cápita han descendido el 9% en 1988-1996.

  • La cosecha mundial de cereales creció el 182% en 1950-1990; sólo el 3% en 1990-1996. La cosecha per capita cayó el 6 % en 1984-1997. La superficie cerealista por persona cayó a la mitad en 1950-1995 (pasando de 0,23 a 0,12 hectáreas).

  • Las reservas de grano han descendido en los noventa al nivel más bajo de la historia (sólo 50 días de consumo, es decir, 240 millones de toneladas de cereal, en 1996). El nivel mínimo de seguridad alimentaria son 70 días; por debajo de 60 los precios se deslizan hacia una gran inestabilidad.

  • Los incrementos de productividad de la tierra se han frenado bruscamente desde 1990: la producción de cereales por hectárea creció al 2,3% anual en 1950-1990 (pasando de 1,06 toneladas a 2,54), pero en 1990-96 sólo creció al 0,5% anual (mientras la población mundial crecía al 1,6%).

En una situación así, cuando los ecosistemas ecológicamente productivos para asegurar la alimentación humana se convierten en un bien escaso, no se debe tolerar que se siga perdiendo tierra fértil para construir autopistas, hipermercados o campos de golf; o que se dañen las pesquerías por sobrepesca, contaminación de las aguas, destrucción de los estuarios y los manglares, etc.

Implicaciones del comer carne

Las dietas típicas de los países «desarrollados» son muy ricas en carne; y a medida que un país «subdesarrollado» ingresa en el estadio del «desarrollo», sus habitantes ascienden típicamente por la cadena trófica y consumen cada vez más carne. Pero cuando comemos carne de animales criados con productos agrícolas -como soja o maíz- que podríamos consumir directamente perdemos entre el 70 y el 95% de la energía bioquímica de las plantas (éste no es el caso de los rumiantes criados extensivamente en pastizales, que no compiten por el alimento con los seres humanos: nuestros estómagos no pueden digerir hierba o paja). Se trata de una especie de «ley de hierro» de la alimentación: cada vez que se sube un escalón en la cadena trófica, se pierden aproximadamente las nueve décimas partes de la biomasa. Por ello, un aprovechamiento eficiente de los recursos alimentarios exige permanecer en la parte baja de la cadena trófica. Hoy, el 50% de los cereales del mundo y más de la tercera parte de las capturas pesqueras se emplea para alimentar la excesiva cabaña ganadera de los países del Norte.

EEUU

112

Australia

104

Checoslovaquia

102

Francia

91

Alemania

89

Argentina

82

Japón

41

México

40

China

24

Filipinas

16

Egipto

14

Tailandia

8

India

2

Consumo promedio de carne (vacuno, porcino, ovino y aves de corral)por persona y año en países seleccionados, 199º. Datos en kg. (Fuente: Alan T. Durning y Holly B. Brough: «La reforma de la economía ganadera», op. cit., p. 117.

Otra manera de decir lo mismo es señalar que los animales criados en ganadería intensiva son convertidores de energía bioquímica poco eficientes: para obtener un kilo de proteína de origen animal, en las sociedades industriales, empleamos entre tres y veinte kilos de proteína de origen vegetal (según las especies y los métodos de cría intensiva utilizados) que podrían consumir directamente los seres humanos. En 1990, el ganado consumía el 70% del grano en EEUU, el 57% en la Comunidad Europea o el 55% en Brasilvi. En países como China, que están experimentando un rápido crecimiento económico, el nivel creciente de ingreso se traduce en un desplazamiento hacia lo alto de la cadena trófica: el ganado chino consumía el 17% del grano en 1985, pero el 23% en 1995.vii

A nivel global, la mitad de la producción mundial de grano se destina a alimentar ganado, en un mundo donde la quinta parte de la población humana no tiene alimento suficiente. El Consejo para la Alimentación Mundial de las NNUU ha calculado que dedicar a alimentación humana entre el 10 y el 15% del grano que se destina al ganado bastaría para llevar las raciones al nivel calórico adecuado, erradicando el hambreviii. Como se ve, existe un nexo poderoso -aunque no lineal- entre el hambre y desnutrición humanas en el planeta y la alimentación excesivamente carnívora de las poblaciones ricas

India

2

del Norte; y entre ésta última y el deterioro ecológico galopante.

«La producción de carne está detrás de una parte importante de las tensiones ambientales producidas por el actual sistema agrícola mundial, desde la erosión del suelo al bombeado excesivo de aguas subterráneas. En el caso extremo del ganado vacuno norteamericano, la producción de un kilo de bistec requiere 5 kilos de grano y el equivalente energético de 9 litros de gasolina, y eso sin tener en cuenta la consiguiente erosión del suelo, el consumo de agua, la difusión de pesticidas y fertilizantes, el agotamiento de las aguas subterráneas y las emisiones de metano, un gas de efecto invernadero»ix.

Por ello, no debe sorprender que pasar de una dieta carnívora a una vegetariana suponga reducir fuertemente el impacto ambiental relacionado con las actividades de alimentación. En EEUU se ha calculado el terreno fértil que se necesita para la agricultura convencional mecanizada, con una dieta fuertemente carnívora, y la que se necesita para una forma de vida básicamente vegetariana: son más de 4.000 m2 en el primer caso, frente a menos de 1.000m2 en el segundo. Es decir, la quinta parte de superficie agrícola. Si se trata de miniagricultura intensiva (métodos de John Jevons y Ecology Action en California), bastan entre 180 y 360 m2 x.


Pautas de consumo universalizables

Ninguna pauta de consumo puede considerarse moralmente aceptable si es intrínsecamente imposible de universalizar; si sólo pueden disfrutar de ella una minoría, en tanto la mayoría quede excluida de ella. Sólo los productos que todos los seres humanos pudiesen consumir de manera sustentable, sin dañar al resto de la sociedad ni al medio ambiente, son aceptables para seres humanos preocupados por un «consumo justo». Pues bien: de acuerdo con esta norma mínima, las dietas altamente cárnicas que prevalecen en los países del Norte no son moralmente aceptables.

En efecto: la dieta corriente en los países del Norte, además de poco saludable, no es generalizable al conjunto del planeta. En 1990, para alimentar a los más de 5.300 millones de habitantes del planeta, se contó con una cosecha de 1.780 millones de toneladas de cereales. Supuesta una distribución igualitaria, con esta cantidad hubiesen podido alimentarse suficientemente 5900 millones de personas; pero con el nivel de consumo per capita de Europa Occidental (especialmente el consumo de carne), sólo 2.900 millones. En el mundo real, sin distribución igualitaria (y con pérdidas del 40% aproximadamente entre la cosecha y el consumo), aproximadamente la quinta parte de la humanidad padece desnutrición y hambre. A mediados de los noventa, 82 estados son incapaces de producir o comprar los alimentos que sus poblaciones necesitan.


Dieta mediterránea y justicia en un mundo finito

Supongamos que la cosecha mundial de cereales aumenta hasta totalizar 2.000 millones de toneladas (fueron 1.880 millones en 1996). Con esto podrían alimentarse sólo 2.500 millones de personas con dieta estadounidense (800 kg de cereales al año, la mayoría consumidos indirectamente en forma de carne, huevos, leche, helados…). O bien 10.000 millones de personas con dieta hindú (200 kg de cereales, consumidos directamente casi en su totalidad). Ninguna de estas dos dietas es muy saludable, la primera por exceso, la segunda por defecto. En el término medio se encuentra una dieta que nutricionalmente resulta mucho más adecuada, la dieta mediterránea: con los 400 kg de cereal por persona que consumen anualmente los italianos podrían alimentarse 5.000 millones de personasxi. Sólo que hoy -en 1999- ya somos 6.000, y la población mundial sigue aumentando rápidamente… Todo parece indicar que una dieta básicamente mediterránea, pero menos cárnica que la actual, sería al mismo tiempo: (I) ecológicamente sustentable, (II) generalizable a toda la población mundial (y por ello, en potencia, moralmente aceptable) y (III) más saludable que la actual.

Uso anual per capita de grano y consumo de productos ganaderos en países seleccionados, 1990 (cifras en kg de grano)

PAÍS

Grano

Carne de vacuno

Carne de porcino

Aves de corral

Carne de ovino

Leche

Queso

Huevos

EE.UU.

800

42

28

44

1

271

12

16

Italia

400

16

20

19

1

182

12

12

China

300

1

21

3

1

4

7

India

200

0,4

0,4

0,2

31

13

Fuente: Lester R. Brown y Hal Kane: Full House: Reassessing the Earth’s Population Carrying Capacity, Norton, New York, p. 261.


Ganadería intensiva y sufrimiento animal

El criterio de universalizabilidad que antes enunciamos, ¿es el único principio que hemos de tomar en cuenta a la hora de enjuiciar moralmente nuestros sistemas agropecuarios? Parece obvio que no. Una dieta universalizable pero que cause intenso padecimiento a muchos seres sintientes será también objetable. Aunque hasta aquí hemos razonado en términos exclusivamente antropocéntricos, desde una perspectiva más amplia existe otra razón de mucho peso para rechazar la ganadería intensiva: los animales criados en tales condiciones padecen una vida lamentable y llena de sufrimientos.

Los movimientos de defensa de los animales, a mi entender, han contribuido en los últimos decenios a dar forma a la conciencia moral emancipatoria hasta tal punto que, sin su aportación, ésta se vería irremediablemente mutilada. «El gran error de toda la ética», escribió hace años el médico y filósofo alemán Albert Schweitzer, «ha sido, hasta ahora, el de creer que debe ocuparse sólo de la relación del ser humano con el ser humano». En la estela de autores anglosajones como Jeremy Bentham o Henry S. Salt, filósofos contemporáneos como Peter Singer han sentado con rigor las bases para una verdadera «revolución copernicana» en la filosofía moral: el ser humano debe dejar de ser el único animal merecedor de consideración moral. No hay buenas razones para que la comunidad moral acabe allí donde acaba la especie humana xii.

«No comemos animales por razones de salud ni para incrementar nuestra provisión alimentaria. La carne es un lujo, y la gente la consume porque su sabor le gusta.

Al considerar el aspecto ético del uso de la carne para la alimentación humana, estamos considerando una situación en la cual se debe sopesar un interés humano relativamente secundario y compararlo con la vida y el bienestar de los animales afectados. El principio de igual consideración de los intereses no consiente que se sacrifiquen los intereses principales a los secundarios.

El conjunto de razones que se oponen al uso de animales para la alimentación cobra más fuerza cuando se hace que los animales lleven una vida llena de sufrimiento para que su carne pueda ser accesible al consumo humano al menor coste posible. Las formas modernas de crianza intensiva ponen los adelantos científicos y tecnológicos al servicio de la idea de que los animales son objetos y están destinados a que los usemos. Con el fin de tener la carne en la mesa a un precio que la gente pueda pagar, nuestra sociedad tolera métodos de producción que recluyen a seres dotados de sensibilidad, en condiciones inadecuadas e incómodas, durante todo el curso de su vida. Se trata a los animales como si fueran máquinas de convertir forraje en carne, y cualquier innovación que resulte en una ‘relación de conversión’ más alta será probablemente aceptada. Tal como ha dicho una autoridad sobre el tema, ‘sólo se reconoce que la crueldad es tal cuando deja de ser lucrativa’. Para evitar el prejuicio de especie, debemos poner término a estas prácticas.»xiii

Las modernas factorías pecuarias son campos de exterminio y cámaras de tortura para animalesxiv. No pueden describirse cabalmente de otra forma. No son «granjas» sino por abuso de lenguaje: se trata de fábricas para producir carne, con los mismos imperativos de reducción de costes, productividad y eficiencia de las demás industrias capitalistas. La diferencia es que en este caso la materia prima son seres sintientes. Es inmoral someter a las vacas, los cerdos o las gallinas a los terribles sufrimientos de la crianza intensiva.

¿En qué condiciones sería moralmente aceptable el consumo de carne? Desde mi punto de vista, sólo en el caso de animales que hubiesen sido sacrificados de forma indolora, después de haber vivido una vida digna y rica en experiencias agradables. De manera aproximada, la ganadería extensiva tradicional se ajusta a estas pautas (excepto en lo que atañe a los métodos indoloros de sacrificio, donde aún hay que mejorar mucho las cosas): la vida de los pollos de corral, los cerdos de dehesa o el ganado vacuno de montaña es envidiable si la comparamos con sus congéneres sometidos a estabulación industrial.

Cuatro razones para renunciar a la ganadería intensiva

Recapitulemos: hay cuatro conjuntos independientes de razones que aconsejan fuertemente dejar de criar y matar animales para comer sus cadáveres, o al menos reducir drásticamente el consumo de productos de origen animal y renunciar a la ganadería intensiva. Los objetivos de protección ecológica, solidaridad humana y evitación de sufrimiento animal coinciden felizmente:

  1. En primer lugar están las cuestiones morales que plantea el bienestar animal, la consideración de los intereses de los propios animales.

  2. Pero hay un segundo y muy poderoso conjunto de razones de solidaridad humana: en un mundo donde millones de humanos están subalimentados o mueren de hambre, y en cuyo horizonte oteamos problemas cada vez más graves para alimentar adecuadamente a una población creciente, no podemos desperdiciar tanta comida criando animales como hacemos hoy.

  3. Los sistemas agropecuarios actuales producen ya hoy impactos ecológicos inaceptables, y -si pensamos en el futuro- son ecológicamente insostenibles.

  4. Pueden aducirse en último lugar consideraciones de puro egoísmo personal: la dieta occidental típica es demasiado rica en carne y grasas de origen animal como para resultar saludable (y no digamos cuando se trata de los cadáveres animales producidos industrialmente, rebosantes de hormonas, antibióticos, etc.). Está científicamente establecido que las dietas demasiado carnívoras acarrean problemas cardiacos, hipertensión, obesidad, diabetes y varios tipos de cáncer.

Creo que hay que interpretar el precepto ecologista de «caminar más ligeramente sobre la tierra» de forma que incluya «no avanzar hollando los cadáveres de los animales con quienes compartimos la biosfera». Es cierto que no podemos vivir sin aniquilar otras vidas, al menos vegetales (y por ello nuestra existencia se perfila irremediablemente sobre un fondo trágico), pero hay múltiples vías para minimizar el daño y la devastación que hoy causamos. Una de las más inmediatas y evidentes es dejar de comer animales, o por lo menos carne y huevos procedente de esos dolorosos campos de exterminio que llamamos granjas-factoría.

Al discutir sobre estas cuestiones resulta frecuente oír que comer animales es «natural» o «lógico», o incluso un asunto de «defensa propia»: puesto que los animales se comen entre sí, ¿por qué no vamos a comerlos nosotros? Quien así razona incurre, como es obvio, en una crasa falacia naturalista: el que un felino devore a un antílope es un acto desprovisto de significación moral, ya que ninguno de los dos actores del drama es un agente moral. Pero los seres humanos sí que lo somos; y para saber lo que es moralmente correcto no basta con echar una ojeada a las cadenas tróficas dentro de la biosfera. Dentro de muchas culturas humanas se ha practicado el canibalismo, pero no puede apelarse a esta cuestión de hecho como premisa para una defensa moral del consumo de carne humana.


Una propuesta ético-política: menos carne, mejor carne, vida para el campo

Hemos visto que los actuales sistemas agropecuarios industriales, y la dieta rica en carne típica de los países más ricos, plantean importantes problemas morales: no son ecológicamente sustentables ni generalizables al conjunto de la humanidad, además de generar un ingente sufrimiento animal.

Dado que una de las principales raíces de los problemas de alimentación presentes y -sobre todo- futuros es la dieta excesivamente carnívora de las poblaciones más ricas del planeta, y que por otro lado tal dieta se basa en un indecible grado de sufrimiento animal (en las condiciones de ganadería intensiva), el tratamiento de esta cuestión permite vincular tres líneas de reflexión importantes en ética ecológica: los debates sobre los «límites del crecimiento» y la sustentabilidad ecológica, los problemas de equidad y justicia internacional e intergeneracional en lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades básicas, y la relación moral con los animales. Cómo alimentarse, en las sociedades industrializadas, resulta ser una cuestión de alto contenido político y moral.

Necesitamos impulsar la transición desde los actuales sistemas de agricultura industrial hacia una agricultura y ganadería sustentables, mucho menos intensivas en energías no renovables y agroquímicos, que aseguren la producción de alimentos, respeten la biodiversidad, minimicen el sufrimiento animal y creen nuevas relaciones entre el campo y la ciudad.

Mi conclusión es que deberíamos cambiar nuestras pautas de alimentación hacia una dieta básicamente vegetariana -la «dieta mediterránea» que antes evocamos-, mucho menos rica en carne que la actual, y renunciar a la ganadería intensivaxv. Sólo resulta moralmente aceptable la ganadería extensiva: crianza de aves en corrales abiertos, ganado vacuno y ovino que pastan libremente en praderas, etc. (A condición, claro está, de que se minimice el sufrimiento producido a los animales en el transporte y se los sacrifique con métodos indoloros). En torno a estos objetivos debería poder articularse una amplia coalición social que uniese a ecologistas, defensores de los animales, ganaderos de montaña (y pequeños ganaderos en general), preservadores de las razas autóctonas, activistas de la alimentación natural y consumidores conscientes. El lema de una coalición así podría ser «menos carne, mejor carne, vida para el campo».

i Robert Goodland: «Environmental sustainability in agriculture: diet matters». Ecological Economics 23, 1997, p. 190.

ii Jesús Alonso Millán, Una tierra abierta. Materiales para una historia ecológica de España, Compañía Literaria, Madrid 1995, p. 240-242.

iii Informe Global 2000 de Gerald Barney y otros, citado en Ernst Ulrich von Weizsäcker, L. Hunter Lovins y Amory B. Lovins: Factor 4: duplicar el bienestar con la mitad de los recursos naturales (informe al Club de Roma). Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona 1997, p. 103.

iv Immo Lünzer: Energiefragen im Umwelt und Landbau (1979), citado en Ernst Ulrich von Weizsäcker y otros, op. cit., p. 101.

v Los datos siguientes proceden de Lester R. Brown y otros, La situación del mundo 1997, capítulo 2; así como de Lester R. Brown y otros, Signos vitales 1998-99, GAIA Proyecto 2050/ Bakeaz, Madrid 1998.

vi Alan T. Durning y Holly B. Brough: «La reforma de la economía ganadera», en Lester R. Brown y otros: La situación en el mundo 1992, Apóstrofe/ CIP, Barcelona 1992, p. 120.

vii Goodland, op. cit., p. 194.

viii Robert Goodland y otros: Environmental Management in Tropical Agriculture, Westview Press, Boulder (Colorado) 1984, p. 237.

ix Alan T. Durning, «¿Cuánto es suficiente?», en Lester R. Brown y otros: La situación en el mundo 1991. CIP/ Eds. Horizonte, Madrid 1991, p. 252.

x Ernst Ulrich von Weizsäcker y otros, op. cit., p. 158-161.

xi Lester R. Brown, La situación en el mundo 1997, p. 77.

xii Liberación animal de Peter Singer (Trotta, Madrid 1999) está por fin disponible en castellano. Ha pasado casi un cuarto de siglo desde su primera edición en inglés (en 1975), que se tradujo y publicó en una esquiva edición pirata en Méjico, prácticamente inaccesible desde España; y casi diez años desde la segunda edición revisada y actualizada (en 1990), que es la que ahora se ha vertido al castellano

xiii Peter Singer: Ética práctica, Ariel, Barcelona 1991, p. 76-77.

xiv Ello está bien documentado en el capítulo 3 de Liberación animal de Singer, op. cit.. Puede verse también, para un planteamiento general del problema, Jesús Mosterín y Jorge Riechmann: Animales y ciudadanos, Talasa, Madrid 1995.

xv Los instrumentos con los cuales cabría articular políticamente esta renuncia son variados. Una posibilidad, por ejemplo, sería fijar por ley las superficies mínimas de que deberían disfrutar los animales en explotaciones ganaderas, y prohibir determinadas prácticas de estabulación crueles y degradantes.