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México: La gran discusión

Fuentes: La Jornada

Muchos ciudadanos progresistas y de izquierda creen que las elecciones de 2006 van a ser como las de antes. Piensan que el Estado mexicano es el mismo de antes. Creen que el gobierno mexicano tiene la misma capacidad de resolver los problemas que parecía tener antes y que lo nuevo es que ahora un buen […]

Muchos ciudadanos progresistas y de izquierda creen que las elecciones de 2006 van a ser como las de antes. Piensan que el Estado mexicano es el mismo de antes. Creen que el gobierno mexicano tiene la misma capacidad de resolver los problemas que parecía tener antes y que lo nuevo es que ahora un buen partido con un buen líder puede ganar en las elecciones el poder necesario para resolver los problemas sociales y nacionales o, por lo menos, para frenar la política neoliberal de privatización y desnacionalización e iniciar un desarrollo parecido al de antes; esto es, que se contente con disminuir el número de marginados y excluidos pero que no fantasee en acabar con la marginación y la exclusión y, tampoco, con enfrentarse al poder de los caciques y las elites, ni con los privilegios de que gozan las megaempresas trasnacionales y sus asociados. A esas creencias añaden razonamientos sobre lo que es político y prudente y lo que es insensato o ultra. Y con esa lógica, los más cautos se limitan a proponer algunas medidas sociales y a defender algunas causas nacionales, mientras los más audaces o firmes buscan formar frentes y bloques nacionales al estilo de los que en el pasado encabezaron los líderes populistas y sus clientelas civiles y militares, entre alianzas tácticas y estratégicas con la que antes se llamaba burguesía antimperialista.

Todos critican con razón una democracia electoral cada vez más vacía de programas e ideas y llena de imágenes e iconos que «venden» a los candidatos más atractivos. Los candidatos, por su parte, se enfrentan a un dilema: si dicen todo lo que es necesario hacer para resolver los problemas mínimos del país consideran que pierden las posibilidades de ganar, y si ofrecen implantar una nueva política de defensa de los intereses sociales y nacionales, cuando llegan al «poder» se encuentran con que no tienen ni el poder de nombrar a sus ministros ni el de lanzar una nueva política de ingresos fiscales ni el de disponer del presupuesto de egresos sin dar prioridad al pago de la deuda externa e interna, y sin recurrir a los «consejos» económicos de los expertos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, cuyos más sólidos argumentos tienen que atender con la única salida que les dejan: un plan trasnacional para pagar intereses e importar bienes y servicios -incluidas las armas obsoletas- de los países prestamistas; la liberalización creciente de la economía en beneficio de las cadenas empresariales que dominan desde las finanzas hasta la agricultura; el estímulo a las inversiones extranjeras, que incluye concesiones y exenciones; la desregulación del «mercado» de trabajo «para aumentar la capacidad de competencia de México» abatiendo salarios y prestaciones; el «equilibrio» del presupuesto mediante la disminución de la carga fiscal a los más ricos y el aumento de los impuestos al consumo, que son los que pesan sobre los más pobres; el abatir al mismo tiempo los salarios «indirectos», al privatizar y comercializar los servicios de salud, educación, seguridad social, que antes beneficiaban a núcleos importantes de trabajadores; el privatizar y desnacionalizar los bienes y empresas nacionales, como alivio al pago de la deuda externa, que de todos modos crece, y como incremento natural de la dominación y acumulación de las grandes empresas agrícolas, industriales, de servicios, comerciales y financieras de Estados Unidos y de sus grandes socios europeos y mexicanos, a los que toca parte de la piñata globalizadora, en la que se encuentran acuerdos y tratados con cálculos de costos de la corrupción de funcionarios públicos, todo lo cual implica un debilitamiento de la moral y la fuerza del Estado y el gobierno, proceso en el que participan numerosos líderes de los partidos políticos y a veces la mayoría o el conjunto de sus voceros.

Así, cuando un candidato de la izquierda llega a ese tipo de gobierno y de Estado, política, económica, monetaria, financiera y moralmente débil, se enfrenta a una clara alternativa: o se cae porque cumple un proyecto nacional que no haya sido elaborado por el Banco Mundial, o se cae porque las manifestaciones de cólera de los ciudadanos y de su pueblo provocan el previsto problema de «ingobernabilidad», un problema que los expertos tratan de resolver con las nuevas investigaciones sobre «la gobernanza», y que los gobiernos asociados y dependientes de nuestros ex países buscan imponer combinando las políticas de cooptación y corrupción con las de represión y exterminio, ambas «focalizadas», esto es, aplicadas en puntos clave (y «nada más»), y ambas cuidadosas de mantener al «país formal» y su «democracia de elites» corrompidas y «cooperativas» y de mercaderes en grande.

La situación es bien conocida por la clase política, y ésta, sea de izquierda, centro o derecha, más que ser atraída por una política centrista, es sometida a los «atractores» de una conducta «políticamente correcta», en la que es obviamente insensato, por ejemplo, exigir la cancelación de una deuda externa cuyo monto ha pagado el país más de ocho veces. Como numerosos ciudadanos están enterados también de todo esto, y viven en carne propia sus consecuencias, hay un abstencionismo en aumento, que a menudo pasa de 50 por ciento de los mexicanos con derecho a voto, el que lejos de ser entendido como un índice de la crisis que está afectando a esta democracia de pocos, con pocos y para pocos, llena de alegría a los neoliberales paternalistas panistas y a los sucesores del populismo priísta, con sus respectivas políticas de apatronados y de clientelas que caracterizan a las elites en el poder y en los partidos.

Dadas todas las condiciones señaladas, lo lógico de las fuerzas progresistas y de izquierda sería pensar que al margen de la lucha política y de quienes sólo buscan bases de apoyo para las elecciones se tiene que organizar, quiérase que no, una política de los de abajo, con los de abajo y para los de abajo… que de paso salve hasta la existencia de «los de arriba», pues la verdad es que el sistema en que vivimos está al borde del despeñadero financiero, político, moral, militar, cultural, educativo, sanitario, por no decir que ya ha caído en él, al menos en muchos terrenos, fenómeno que no sólo se da a escala nacional, sino regional y mundial, según los más serios e informados expertos. A pesar de todas esas circunstancias, la lógica de las fuerzas progresistas y de izquierda sigue siendo muy parecida a la del pasado, y a la de los bloques o frentes nacionales que, paradójicamente, contribuyeron a parir lo que pasa hoy al traicionar a sus bases sociales y conformarse con sus redes de clientelas y de protegidos funcionales.

Es más, la vieja lógica de los frentes nacionales abarca hoy la conciencia y los sentimientos tanto de los dirigentes y activistas políticos y sociales de numerosas organizaciones de bases, con sus estructuras piramidales de poblaciones incluso marginadas y excluidas, que creen en sus líderes y partidos y en el carácter natural y necesario del sistema político y social; incluye también a importantes intelectuales, artistas y pensadores, periodistas, editorialistas y caricaturistas, que de la mejor buena fe creen que regresar a la posición de izquierda de los antiguos frentes nacionales y populares es la solución más indicada, no sólo posible sino deseable, para juntar fuerzas frente al neoliberalismo. Rebatir sus posiciones y hacerles ver la debilidad de sus creencias no es nada fácil. Insistir en que el neoliberalismo de guerra no corresponde a una estrategia imperialista cuyas políticas privatizadoras, desnacionalizadoras y depredadoras se puedan frenar por los estados, gobiernos y partidos electorales heredados, debilitados y modernizados, resulta una empresa tan difícil que ningún razonamiento ni discurso con esas tesis alcanza a llegarle a «la gente», o a sus cabezas pensantes y actuantes, si no está respaldado por un movimiento democrático que cuente con la fuerza organizada de los ciudadanos y los pueblos. Y aun así, es seguro que habrá de enfrentarse a las políticas más agresivas del imperio -confesadas y publicitadas o «desclasificadas» por éste-, como lo prueba el caso del presidente Hugo Chávez, en Venezuela, que no sólo ha tenido que recurrir a las elecciones del pueblo más de ocho veces, sino a la organización democrática y crecientemente autónoma de la ciudadanía, lo que le permite contar con la inmensa mayoría de ésta y de las fuerzas progresistas civiles y militares, en un nuevo proyecto nacional que para sostenerse tiene que profundizarse, y que combinar el carácter auténtico de una democracia con organizaciones populares, con los proyectos de liberación y socialismo, en que se piensa en otra democracia, otra liberación y otro socialismo, que aprovechen las experiencias anteriores para ser más eficaces en el logro de sus objetivos de libertad, justicia, independencia, autonomía y soberanía.

En México el salto creador se ha dado en un sendero distinto. La necesidad de otra política, de otros frentes y de otros bloques ha sido planteada por la Coordinadora Nacional contra el Neoliberalismo, encabezada por el Sindicato Mexicano de Electricistas y que incluye a más de 220 organizaciones de masas y de la sociedad civil, quienes en Querétaro aprobaron a principios del presente año un «Programa mínimo no negociable», que no mereció la atención activa y comprometida de ninguna fuerza electoral progresista o de izquierda. Pero, más recientemente, los zapatistas no sólo conmovieron al país sino al mundo con su llamada «alerta roja» que antecedió a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, consensuada por todos los pueblos indios del movimiento maya, y en la que plantearon la necesidad de una nueva política de los oprimidos y explotados. El proyecto es de una enorme creatividad en la historia mundial de los movimientos revolucionarios.

La novedad del planteamiento es múltiple. En él se recogen, enriquecidas, muchas de las experiencias anteriores de la resistencia indígena, de los movimientos de liberación nacional de los años 60 y 70, o de otros anteriores, y de los movimientos socialistas y obreros, en especial las experiencias de la resistencia y la insurgencia que no acabaron aceptando el indigenismo populista, ni derivaron en el populismo bajo el capitalismo de Estado o se conformaron con el parlamentarismo neoliberal y se olvidaron sus identidades originales, de sus luchas por la autonomía descolonizadora, la liberación nacional frente al imperialismo, la «transición» al socialismo con la mediación de «una revolución democrática» (sic).

El planteamiento de la otra campaña y la Sexta Declaración de la Selva Lacandona comprende así una crítica al sistema político, una crítica al sistema social y una crítica a los movimientos y fuerzas que luchan en el sistema electoral y en el Estado por un México menos inequitativo, menos dependiente, menos opresivo, menos corrompido; pero en que todas sus luchas se centran en actividades electorales, parlamentarias y gubernamentales, sin que den primordial importancia a la concientización y organización del poder de la ciudadanía y de las comunidades, etnias, pueblos, y de los trabajadores, empleados, maestros, estudiantes, técnicos, licenciados, doctores e intelectuales.

El planteamiento de la otra campaña se enfrenta así tanto al sistema político como al Estado hegemónico y al modo de dominación y acumulación capitalista preminente en México y el mundo. Conscientes de tamaña tarea, sus promotores zapatistas reconocen que son como un pueblito frente a una gran ciudad que es el mundo. Al mismo tiempo nos recuerdan, por si lo habíamos olvidado, aquello de que: «Somos profesionales de sobrevivir al exterminio», verdades ambas que ellos complementan con un programa de lucha por las demandas y metas que han levantado con anterioridad de «educación, vivienda, salud; de libertad, justicia y democracia», y de respeto a todas las religiones, ideologías y civilizaciones, a las soberanías y autonomías de los pueblos, a las que añaden las luchas por una moral y una cultura de la solidaridad que entrañe la lucha por el socialismo y la sustitución de una política económica en que priva la lógica de la acumulación y el enriquecimiento privado y personal por otra en que los pueblos organizados se articulen en redes o caracoles y ejerzan el poder con «juntas de buen gobierno», que «manden obedeciendo», o con otras estructuras e instituciones que, en todo caso, hagan efectiva la democracia, la libertad humana y la justicia social en algunos rincones de la Tierra, a reserva de colaborar en su difusión por «contagio» moral a toda la Tierra, y desde todos los pueblos de la Tierra, es decir, desde «todos los mundos que son un mundo».

El subcomandante Marcos cita las palabras de un indígena de la ciudad de México, que dijo: «La gente piensa que somos mostros (monstruos). Piensa que somos gentes que no pensamos». Pero de que piensan, piensan, y los que andan en la otra campaña saben muy bien que emprenden un camino largo y peligroso, pero el único que le queda a la humanidad para sobrevivir: organizar la fuerza y la conciencia de los pueblos de la Tierra, empezando ahora con los pueblos indios y «de allí pa’lante» hasta encontrar a los otros en la confluencia de senderos de México, América Latina, Estados Unidos y el mundo.

En la gran discusión, con sus ceremonias de iniciación, de todas las críticas la más difícil es la que busca precisar la identidad de quienes emprenden la otra campaña. Al hacerlo, los voceros indios, incluido Marcos, nuevamente viven la discriminación y el rechazo, el regaño paternalista, el llamado integracionista característico de las políticas de asimilación del México y el mundo colonialistas, depredadores, expansionistas, racistas, en que incluso los socialistas, los marxistas, los revolucionarios, los trabajadores, los pobres urbanos -como los ingleses del siglo XIX frente a los irlandeses-, se sienten trabajadores o pobres, revolucionarios o marxistas, o socialistas pero «ingleses» y, en nuestro caso, mexicanos por antonomasia, por excelencia, «de por sí», que no ven al Otro de la periferia, al discriminado, rechazado, ninguneado, salvo cuando es, como decía una hacendada yucateca, «un indio alebrestado», y en esa categoría colocan a todos los que violan la complicada «etiqueta colonial» a que se refirió K. N. Panikkar con estas palabras: «en las sociedades coloniales -escribió- hay una complicada etiqueta que señala los términos en que debe y puede uno dirigirse a los diferentes grupos sociales; el grado de cortesía o de grosería que son aceptables; el tipo de humillaciones que son naturales». Y lo mismo pasa con los políticos e intelectuales «blanquitos» de México -como le gusta que se diga al poeta Bañuelos-, que hoy viven en una polis en que la calumnia, la grosería, el chisme, la injuria, la anécdota, el escándalo de moda, son cosa de todos los días sin que se antepongan debates, precisiones y consensos para las luchas fundamentales por una política social y nacional, ética e ideológica, que impulse y organice el poder centrado en las fuerzas populares, y no en supuestos «representantes», y políticos expertos o hábiles, cuyas mentiras, incumplimentos y corruptelas, de variada dimensión, fortalecen las políticas de enajenación, dependencia, injusticia, desestructuración y destrucción del país y del mundo.

Pero así como el racismo dominante no nos lleva a una rebeldía racista, así la grosería reinante no puede llevarnos a una grosería rebelde, cuyo uso, por riguroso, exacto y comprobable que sea, en general oscurece la gran discusión que inicia la otra campaña, a la que se quiere encerrar en otra grosería y en el México sublime de las groserías, o en una ruptura más de las fuerzas progresistas y de izquierda que luchan por la independencia, la justicia, la libertad, la autonomía, la democracia y el socialismo.

Con todo respeto, pienso que los zapatistas tienen que acentuar, con la inmensa cortesía y claridad, que tan bien manejan, su identidad rebelde y autónoma que hoy ejercen al iniciar una campaña muy distinta de las electorales, que «ni se rinde ni se vende» y que está dispuesta a luchar, entre todos los riesgos que implica, por la construcción de una fuerza de los pueblos y los ciudadanos organizados, pensantes y actuantes, única que en México y el mundo, tiene probabilidades de defender, con la justicia y la soberanía efectivas, con la libertad, la democracia y el socialismo, moral y realmente existentes, la sobrevivencia de la humanidad frente a un sistema de dominación y acumulación que se vuelve cada vez más autodestructivo aquí y ahora, en toda la tierra y en el futuro inmediato, en el imperio de Estados Unidos y en el nuevo bloque asiático, dos «imperios» nacientes cuyo enfrentamiento sólo podrá guardar los límites de la paz si los pueblos se organizan para recuperar su poder de decisión respetuoso de las distintas civilizaciones y culturas, pero respetuoso sobre todo de la libertad humana, imaginada por los más grandes movimientos de la historia universal.

Que ese triunfo es difícil y que otros lucharán con distintos procedimientos, incluidos los de la democracia electoral y parlamentaria, no cabe duda, como no cabe duda que los zapatistas tienen que ratificar expresamente su respeto a quienes mantienen su fe en la costumbre de los procesos electorales, y que participan en éstos. A todos, a ellos y a nosotros, nos hace falta una interpretación de la Sexta Declaración en que los propios zapatistas aclaren de una manera no coyuntural -ni limitada a las luchas de 2005/2006- sus posiciones no negociables y sus posiciones de consenso.

Quienes como ellos creemos en la nueva forma de hacer política y en la otra campaña no podemos erigirnos en sus interpretes y en los guardianes de su memoria, ni en los conocedores de sus actuales planteamientos. Muchos sentimos que los propios zapatistas son los más indicados para aclarar de manera precisa que, sin participar en las elecciones ni competir en ellas, no piden a quienes participen en ellas que dejen de hacerlo, y sólo les piden que no quieran estar en las dos campañas al mismo tiempo y les reconocen su derecho a seguir luchando en la forma por ellos acostumbrada, a reserva de que el día de mañana se integren en cuerpo y alma a la forma que nosotros creemos que puede ser la más efectiva para que los pueblos triunfen en un mundo incierto.