Sólo una confederación global de ciudades rebeldes nos puede llevar hacia una nueva sociedad racional que cumpla la promesa de una sociedad más humanitaria
Soy hija de dos municipalistas veteranos. Mi madre, Beatrice Bookchin, se presentó a las elecciones del ayuntamiento de Burlington, en el estado de Vermont, hace treinta años, en 1987. Era miembro de una plataforma expresamente municipalista que pretendía construir una ciudad ecológica, una economía ética y, sobre todo, asambleas ciudadanas que cuestionaran el poder del estado nación. Mi padre es el teórico social y municipalista libertario Murray Bookchin.
Durante muchos años, la izquierda ha debatido sobre el modo de llevar a cabo nuestras ideas de igualdad, justicia económica y derechos humanos. En ese sentido, la carrera política de mi padre ilustra el razonamiento que quiero desarrollar: que el municipalismo no es solo una de las muchas maneras de hacer efectivo el cambio social, sino que es la única manera de transformar la sociedad con éxito. Tras una juventud comunista y con una educación esencialmente marxista, mi padre tuvo un dilema con los modos de pensar economicistas y reduccionistas que históricamente habían impregnado la izquierda marxista. Mi padre buscaba una idea de libertad más amplia, no sólo la liberación de una explotación económica, sino una libertad que se despojara de toda forma de opresión: de raza, clase, género, u origen étnico.
Al mismo tiempo, a principios de los años ’60, Murray era cada vez más consciente de que el capitalismo avanzaba hacia un choque con el mundo natural. Pensaba que no se pueden abordar los problemas medioambientales a salto de mata: tan pronto protegiendo bosques de secuoyas un día como oponiéndose a una planta nuclear al día siguiente, porque la estabilidad ecológica estaba siendo atacada por el capitalismo. Es decir, la razón del beneficio económico, la filosofía del ‘crece o muere’ del capitalismo, es absolutamente contraria a la estabilidad ecológica del planeta.
Así que empezó a elaborar el concepto que él denominaba «ecología social», que parte de la premisa de que todos los problemas ecológicos son problemas sociales. Murray opinaba que, para reconducir nuestra devastadora relación con el mundo natural, debemos cambiar las relaciones sociales desde su núcleo. No sólo debemos acabar con la opresión de clase, sino que también debemos poner fin a la dominación y a las jerarquías en todos los niveles, ya sea la dominación de hombres sobre mujeres, de heteros sobre lesbianas, gais y personas transgénero, de personas blancas sobre personas de color, o de los mayores sobre los jóvenes.
La pregunta para él era: ¿Cómo construimos una nueva sociedad igualitaria? ¿Qué tipo de organización social alternativa puede crear una sociedad en la que seres humanos verdaderamente liberados puedan prosperar y que, al mismo tiempo, cure nuestra ruptura con el mundo natural? Realmente la pregunta es: ¿qué tipo de organización política es la que puede cuestionar el poder del Estado? Y así, a finales de los años ’60, Murray empezó a escribir sobre una forma de organización a la que denominó municipalismo libertario. Él creía que el municipalismo ofrecía una salida al punto muerto entre las tradiciones marxista y anarquista.
El municipalismo rechaza tomar el poder del Estado, que tras las experiencias del siglo XX todos sabemos que es una causa perdida, ya que el Estado -sea capitalista o socialista- y su burocracia sin rostro nunca son de veras responsables ante el pueblo. Al mismo tiempo, los activistas deben reconocer que no conseguiremos el cambio social simplemente llevando nuestras reclamaciones a las calles. Las acampadas y manifestaciones multitudinarias pueden desafiar la autoridad del Estado, pero no han logrado usurpársela. Aquellos que participan sólo en políticas de protesta o se organizan en los márgenes de la sociedad tienen que ser conscientes de que siempre habrá poder: este no se desvanece sin más. La pregunta es en manos de quién recae el poder: en la autoridad centralizada del Estado, o en el nivel local con el pueblo.
Es cada vez más evidente que nunca lograremos el cambio social radical y tan desesperadamente necesario yendo simplemente a las urnas. El cambio social no se producirá por votar al candidato que nos promete un sueldo mínimo de 15 dólares la hora, educación gratuita y baja por motivos familiares u ofrece lugares comunes sobre la justicia social. Cuando nos limitamos a votar al menos malo, conformándonos con las migajas que nos deja la socialdemocracia, somos cómplices y apoyamos la misma estructura centralizada que ha sido diseñada para mantenernos subyugados para siempre.
Al mismo tiempo, aunque muchas veces ignorada por la izquierda, hay una rica historia de democracia directa, política radical y autogobierno ciudadano: desde la antigua Atenas a la Comuna de París, desde las colectividades anarquistas de la España de 1936 a Chiapas (México), desde Barcelona y otras ciudades y pueblos españoles en los últimos años hasta Rojava, en el norte de Siria, donde el pueblo kurdo ha implementado un proyecto de autogobierno profundamente democrático, sin precedentes en Medio Oriente.
Una política municipalista es mucho más que impulsar una agenda progresista en el ayuntamiento, por importante que esto pueda ser. El municipalismo -o comunalismo, como mi padre lo llamaba- es un retorno a la política en su definición original, como un llamamiento moral basado en la racionalidad, la comunidad, la creatividad, la libre asociación y la libertad. Es una visión profundamente articulada de una democracia descentralizada y asamblearia, en la que las personas actúan unidas para diseñar un futuro racional. En un momento en el que los derechos humanos, la democracia y el bien público son atacados por gobiernos estatales cada vez más nacionalistas, autoritarios y centralizados, el municipalismo nos permite reclamar la esfera pública para el ejercicio de la ciudadanía y la libertad auténticas.
El municipalismo exige que devolvamos el poder a los ciudadanos de a pie, que reinventemos lo que significa hacer política y lo que significa ser ciudadano. La política real es lo contrario a la política parlamentaria. Comienza en la base, en las asambleas locales. Es transparente, con candidatos 100% responsables ante sus organizaciones vecinales, candidatos que son delegados más que representantes entregados al tejemaneje. Celebra el poder de las asambleas locales de transformar, y de ser transformadas, por una ciudadanía cada vez más informada. Y es festivo: en el mismo acto de hacer política nos convertimos en nuevos seres humanos, construimos una alternativa a la modernidad capitalista.
El municipalismo pregunta: ¿Qué significa ser un ser humano? ¿Qué significa vivir en libertad? ¿Cómo organizamos la sociedad de manera que promueva el apoyo mutuo, el cuidado y la cooperación? Estas preguntas y las políticas que se derivan de ellas llevan consigo un imperativo ético: vivir en armonía con el mundo natural para evitar destruir la base ecológica de la vida misma, y al mismo tiempo maximizar la libertad y la igualdad humanas.
La buena noticia es que la política se hace cada vez más visible en movimientos horizontales alrededor del mundo. En las fábricas recuperadas de Argentina, en las guerras del agua de Bolivia, en los ayuntamientos vecinales que han surgido en Italia, donde el gobierno se mostró inútil ante las necesidades de los municipios gravemente afectados por las inundaciones, una y otra vez vemos gente organizándose a nivel local para tomar el poder, para de hecho construir un contrapoder que reta a la autoridad y el poder del estado nación. Estos movimientos están tomando la idea de democracia y expresándola en su máximo potencial, creando una política que es fiel a las necesidades humanas, que promueve el compartir y la cooperación, el apoyo mutuo y la solidaridad, y que reconoce que las mujeres deben tomar posiciones de liderazgo.
Lograr esto significa llevar nuestra política a todos los rincones de nuestros barrios, haciendo lo que los conservadores de todo el mundo han hecho con tanto éxito en las últimas décadas: presentar candidatos a nivel municipal. También significa crear un programa mínimo -como acabar con los desahucios, poner fin al aumento de los alquileres y la desestabilización de nuestros barrios a causa de la gentrificación- pero también desarrollar un programa máximo en el que reconsideremos lo que la sociedad podría ser si pudiéramos construir una economía solidaria, aprovechar las nuevas tecnologías y expandir el potencial de cada ser humano para vivir en libertad y ejercer sus derechos civiles como miembro de comunidades prósperas y verdaderamente democráticas.
El siguiente paso es confederarnos, trabajar más allá de las fronteras estatales y nacionales en el desarrollo de programas que aborden cuestiones regionales e incluso internacionales. Esta es una respuesta importante a aquellos que dicen que no seremos capaces de resolver grandes problemas transnacionales actuando de manera local. De hecho, es precisamente a nivel local donde estos problemas se están resolviendo día tras día. Incluso grandes desafíos como el cambio climático se pueden gestionar a través de confederaciones de comunidades que envíen delegados a tratar asuntos regionales y globales. Necesitamos crear instituciones políticas permanentes a nivel local, no simplemente mediante líderes políticos que articulen una agenda de justicia social, sino mediante instituciones que sean directamente democráticas, igualitarias, transparentes, totalmente responsables, anticapitalistas, con conciencia ecológica y que den voz a las aspiraciones de las personas. Requerirá tiempo y educación la formación de asambleas municipales como un poder que contrarreste el poder del estado nación, pero es nuestra única esperanza de convertirnos en los nuevos seres humanos necesarios para crear una nueva sociedad.
Este es nuestro momento. Alrededor del mundo las personas no quieren sólo sobrevivir, sino vivir. Si queremos transitar desde la espiral mortal que décadas de neoliberalismo nos han impuesto hasta una nueva sociedad racional que cumpla la promesa de una sociedad más humanitaria, debemos crear una red global de ciudades y pueblos audaces. No merecemos menos.
Debbie Bookchin escritora, periodista laureada y coeditora de The Next Revolution: Popular Assemblies and the Promise of Direct Democracy (Verso, 2014), una colección de ensayos de Murray Bookchin.
Fuente original: http://roarmag.org/magazine/debbie-bookchin-municipalism-rebel-cities/
Traducción: ADELA BRIANSÓ JUNQUERA