En febrero de 2005, el presidente norteamericano George W. Bush no pudo elegir un hombre más adecuado para dirigir sus nuevos servicios de inteligencia: era John Negroponte, un funcionario experimentado, capaz de ordenar matanzas sin conmoverse, un hombre considerado como uno de los más duros halcones de los círculos de poder norteamericanos, indicado para trabajar […]
En febrero de 2005, el presidente norteamericano George W. Bush no pudo elegir un hombre más adecuado para dirigir sus nuevos servicios de inteligencia: era John Negroponte, un funcionario experimentado, capaz de ordenar matanzas sin conmoverse, un hombre considerado como uno de los más duros halcones de los círculos de poder norteamericanos, indicado para trabajar con Rumsfeld, Wolfowitz, Perle (el príncipe de las tinieblas) y otros inquietantes personajes que miraban el mundo desde Washington.
De origen griego, Negroponte nació en Londres, y fue alumno en Yale. Cuando fue elegido por Bush, tenía ya una larga carrera al servicio del poder imperial estadounidense: estuvo destinado en Vietnam, Filipinas, Honduras, México, Iraq, y la ONU. Estuvo cuatro años en Saigón, durante la guerra de Vietnam, encargado de planificar asesinatos y torturas, y de organizar las matanzas de la siniestra operación Phoenix que acabó con la vida de miles de vietnamitas. Participó después en las negociaciones que pusieron fin a la guerra de Vietnam, trabajando con Kissinger, pero nunca pudo superar la derrota ante los hijos de Ho Chi Minh. Fue también impulsor de la guerra contra Iraq en la ONU, el compañero de Colin Powell en la declamación de las mentiras ante el Consejo de Seguridad que pretendieron justificar la agresión y los bombardeos sobre Iraq. Fue, además, un diplomático que no dudó en espiar, chantajear, comprar, amenazar a sus colegas diplomáticos en la ONU.
Entre 1989 y 1993 fue embajador en México y contribuyó a las negociaciones para el Tratado de Libre Comercio de América del Norte entre su país, Canadá y México. De México saltó a las Filipinas, y, después, a Panamá, con un preciso objetivo, vital para el entonces presidente Clinton y el Pentágono: conseguir que las bases militares norteamericanas en ese país no fueran desmanteladas. Pero Negroponte estaba preocupado por la actuación cubana, y su trabajo en América Latina estuvo centrado en su obsesión anticomunista. En Honduras, fue embajador en la primera mitad de los años ochenta, supervisando desde allí la evolución de las pequeñas repúblicas centroamericanas: impulsó una sistemática acción terrorista, de persecución de las organizaciones de izquierda, de los focos guerrilleros, de lo que denominaba «la infiltración comunista en América Latina», controlando directamente las operaciones sucias en Nicaragua y El Salvador.
Era un feroz anticomunista que no se detenía ante nada, pero cumplía instrucciones de Washington. Las repetidas violaciones de los derechos humanos, denunciadas por organizaciones civiles, no fueron un obstáculo para él: con un perfecto y tranquilo cinismo negó siempre las evidencias, hasta el extremo de declarar ante el Senado norteamericano que jamás toleró violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, se supo que había organizado un campo clandestino en El Aguacate (una base aérea en Honduras) donde permanecían los detenidos y se practicaba de forma sistemática la tortura. Allí, los militares que trabajaban a sus órdenes instruían a los mercenarios que componían la llamada contra que pretendía derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua.
El 22 de abril de 1981, treinta y dos mujeres salvadoreñas, varias de ellas con sus hijos, fueron arrestadas por la policía hondureña en Tegucigalpa; amedrentadas por la represión, las mujeres y sus niños habían huido de su país tras el asesinato del arzobispo Oscar Arnulfo Romero. Fueron torturadas en dependencias de la policía hondureña, y, después, maniatadas, arrojadas al mar desde un avión en vuelo por un batallón militar dirigido por la CIA. Los niños que no fueron lanzados desde el avión fueron entregados a militares salvadoreños, y nunca más se supo de ellos.
Era imposible que Negroponte, embajador norteamericano en Honduras, ignorase el operativo. Esa era la diplomacia criminal que Estados Unidos destacó por el mundo. Después, hasta nuestros días, con Obama o con Trump, otros funcionarios siguieron la senda del Negroponte de manos ensangrentadas. Aquel distinguido diplomático de los servicios consulares de la muerte, aquel frío asesino, vive ahora tranquilo una apacible vejez en Washington.
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