Tras seis años de invasión, el presidente títere Karzai no controla mucho más de la capital, Kabul. El narcotráfico bate récords y los ataques de la insurgencia se disparan en un país desengañado de las promesas internacionales. El 21 de febrero, la explosión de una mina causaba la muerte de la militar española Idoia Rodríguez. […]
Tras seis años de invasión, el presidente títere Karzai no controla mucho más de la capital, Kabul. El narcotráfico bate récords y los ataques de la insurgencia se disparan en un país desengañado de las promesas internacionales.
El 21 de febrero, la explosión de una mina causaba la muerte de la militar española Idoia Rodríguez. No es la primera baja del Ejército español, que está resultando uno de los más castigados con la aventura afgana. De tener en cuenta el accidente del Yakovlev en el que viajaban 62 militares, la caída de otro helicóptero en 2005 con 17 ocupantes y el fallecimiento de un militar peruano del destacamento español, el coste en vidas alcanza las 82 personas. Nada, eso sí, comparable a los fallecidos en el lado afgano, donde sólo el último año se registraron 4.000 muertes.
Semejante sacrificio no se ha visto traducido en avances para la paz o la seguridad del pueblo afgano. Al contrario, a la luz de los datos, la situación actual en el país asiático ha empeorado con creces durante los últimos meses. Como indica Nuria del Viso, analista de cuestiones internacionales especializada en Afganistán, «las que se dibujaban como amenazas situadas en un futuro indefinido se hicieron realidad: escalada de la insurgencia, aumento del narcotráfico, escasos avances en la rehabilitación del país y un creciente desencanto de la población. Los acontecimientos se han deslizado hacia un punto de difícil retorno, creando uno de los peores escenarios posibles».
En el lado económico, Afganistán, líder exportador de la adormidera de la que se obtiene la heroína, volvió a batir un récord en la producción de opio. En 2006 generó el 92% de la producción mundial. En las antípodas de su erradicación, actualmente cerca del 40% de la economía se vincula al narcotráfico, que beneficia a buena parte del Gobierno.
En el plano político, la autoridad del presidente designado por EE UU, Hamid Karzai, únicamente es efectiva en la capital del país, Kabul, y ciertas áreas controladas por las fuerzas internacionales. Los territorios controlados por los ‘señores de la guerra’ escapan al control del Gobierno. Los talibanes han recobrado fuerzas, con una influencia que alcanza la tercera parte del país. Y los ataques de la insurgencia se multiplican a medida que aumenta el desencanto.
En la política española, la llegada de ataúdes ha reabierto el debate sobre la presencia en Afganistán. BNG e IU han pedido la retirada. El Estado Mayor de la Defensa en cambio pide más tropas. El Centro Nacional de Inteligencia (CNI) advierte del riesgo del deterioro de la seguridad. En teoría, según declaró el 24 de febrero el ministro de Defensa, José Antonio Alonso, las tropas están dedicadas a la «paz, seguridad y reconstrucción civil». Pero la práctica es otra. Desde 2003, la misión de la OTAN, destinada a ‘la seguridad’ y donde se integra el contingente español (ISAF), convive de forma simultánea con la ‘Operación Libertad Duradera’, encabezada por EE UU y dirigida al combate con los talibanes. Pero los límites entre ambas han ido confundiéndose. Las complicaciones en Iraq llevaron a EE UU a trasladar parte de sus funciones a la OTAN, que ha pasado a mantener combates abiertos con la insurgencia.
A seis años de la invasión, las causas humanitarias quedan en un segundo plano. Más allá de una tímida presencia en el Parlamento, la situación de la mujer apenas ha cambiado. Y de Bin Laden, cuya captura sirvió para justificar la aventura afgana, hace tiempo que no se tiene rastro.