Confieso que lloré cuando vi las imágenes desgarradoras de los niños muertos y traumatizados en Beslán. Esa fue mi primera reacción. La segunda, recordar que mi hija Alejandra empezaba sus clases también este seis de septiembre y que si no viviera en Cuba hubiera podido estar a merced de la muerte. Más sosegada, pensé en […]
Confieso que lloré cuando vi las imágenes desgarradoras de los niños muertos y traumatizados en Beslán. Esa fue mi primera reacción. La segunda, recordar que mi hija Alejandra empezaba sus clases también este seis de septiembre y que si no viviera en Cuba hubiera podido estar a merced de la muerte. Más sosegada, pensé en el poema de Mirta Aguirre, nuestra olvidada y profunda poeta comunista, que le dedicó unos versos a los niños de Kerch, antigua ciudad rusa ocupada por los fascistas alemanes. Mirta cuenta que un día los nazis ordenaron que los pequeños fueran enviados a la escuela. No volvieron nunca. Entre este hecho y el acontecido el primer día de clases en Beslán ha transcurrido más de medio siglo, ¿pero qué ha cambiado? ¿Cuál es la diferencia entre fascismo y terrorismo? No la hay: en Kerch y en Beslán más de doscientos niños muertos. Por eso prefiero cederle hoy la columna a Mirta Aguirre y a estos, sus versos tan actuales:
Escuchadme, sonrientes mujeres, descuidados hombres,/amas de casa que discutís la calidad del pan y diariamente/repasáis los botones/a la ropa blanca.
Escuchadme, vosotros que vais a la oficina o a la fábrica,/grávidas esposas,/campesinos que habláis del precio injusto del tomate,/muchachos deportistas,/directores de orquesta.
Allá es otro planeta. Un desbordado,/negro planeta de terror y angustia.
Y yo no podría hoy hablaros de otra cosa/sino de niños. De doscientos cuarenta y cinco niños.
Alguien, en Kerch, mandó que fueran a la escuela./Aun entre la sangre y el rencor y el odio y la venganza,/las madres supieron encontrar pan fresco,/suaves hogazas rubias,/redondeadas manzanas,/un poco de almíbar rezagado, alguna/alegre, dorada, joven, mágica ciruela./Porque hasta cuando hay guerra y sombra y odio/los niños tienen hambre en la escuela a mediodía.
Salieron con sus libros, con sus plumas,/sospechosas de suciedad las hojas del cuaderno./Y a las seis de la tarde no volvieron, ni a las siete./Y no volvieron a las nueve de la noche./Ni al otro día, ni al otro,/ni el domingo.
Después los encontraron./Amasijo de fango y plomo y muerte./Y manzanas pudriéndose./Y dulces panes tiernos/empapados en sangre./Y lápices y libros/empapados en sangre./Y, entorno, ese universo extraño de cuchillas,/de cuerdas y pedazos,/de motas de algodón y esferas de cristal y cosas,/que habita sin cesar las ropas de los niños,/empapado en su sangre.
¡Y ahora, decid vosotros,/contestadme vosotros si es posible/vacilar un instante!