Teherán, 19 de junio. A eso de las 4:35 de la mañana del lunes, mi teléfono móvil de Beirut sonó en mi habitación de hotel en Teherán. Señor Fisk, soy un estudiante de ciencias de la computación en Líbano. Acabo de escuchar que masacran estudiantes en los dormitorios de la Universidad de Teherán. ¿Sabemos eso? […]
Teherán, 19 de junio. A eso de las 4:35 de la mañana del lunes, mi teléfono móvil de Beirut sonó en mi habitación de hotel en Teherán. Señor Fisk, soy un estudiante de ciencias de la computación en Líbano. Acabo de escuchar que masacran estudiantes en los dormitorios de la Universidad de Teherán. ¿Sabemos eso?
Levanté cansadamente del buró mi cuaderno de notas. «¿Y podría decirme por qué -añadió- la BBC y otros medios no informan que las autoridades iraníes han bloqueado los mensajes de texto, los teléfonos móviles y la Internet en Teherán? Sólo por Twitter y Facebook me entero de lo que ocurre».
Cuando llegué a la universidad, los estudiantes lanzaban insultos a través de la reja de hierro del campus. ¡Masacre, masacre!
, gritaban. Disparos de arma de fuego en los dormitorios. Cierto. Sangre en el suelo. Sí. ¿Siete muertos? Diez, me dijo un estudiante a través de la reja. No sabemos. Los policías llegaron minutos después, bajo una lluvia de piedras. Colar la verdad hacia fuera de Irán en estos días es tan frustrante como peligroso.
Un día antes, una mujer me susurró en un elevador que la primera víctima de la violencia en las calles fue un estudiante. ¿Está segura?, le pregunté. «Sí -me dijo-. Vi la fotografía de su cuerpo. Es terrible». Nunca la volví a ver. Ni la foto. Ni nadie había visto el cuerpo. Era una fantasía. Reporteros ávidos verifican estos datos; de hecho, he pasado al menos la tercera parte de mis días en Teherán esta semana, no informando lo que podría resultar cierto, sino descartando lo que claramente no lo es.
Por ejemplo, cinco horas antes de esa llamada madrugadora recibí otra de una estación de radio de California. ¿Podría describir los combates callejeros que presenciaba en ese momento? Casualmente me hallaba en la azotea de la oficina de la televisora qatarí Al Jazeera, en el norte de Teherán, en una entrevista de última hora. Claro que podía describir la escena para California. Lo que veía eran adolescentes en motocicleta que lanzaron gritos de júbilo cuando las luces iluminaron el contenido de un depósito de basura en una esquina de la avenida.
Dos policías con cachiporras se acercaron, y los jóvenes se alejaron a toda velocidad, burlándose de ellos. Luego llegó la brigada de incendios de Teherán para apagar -como me contó uno de los bomberos, con cansancio infinito- el incendio 79 de un basurero en esa noche. Yo sabía cómo se sentía.
Un reporte de que la milicia Basiji se había apoderado de una de las principales casas de campaña de Musavi resultó clásico. Sí, había uniformados en el edificio, pero pertenecían a la compañía de seguridad contratada por el candidato.
Ahora veamos la fantasía más reciente del circuito. Que los crueles policías iraníes
no son de Irán, sino miembros de la milicia libanesa Hezbollah. Ésta me la contaron dos reporteros, tres personas que llamaron por teléfono (una desde Líbano) y un político británico. He tratado de hablar con los policías. No entienden el árabe. Ni siquiera parecen árabes, ya no digamos libaneses. La realidad es que muchos de estos gendarmes callejeros han sido traídos de las zonas de la etnia baluch y de la provincia de Zobai, cerca de la frontera con Afganistán. Otros son azeríes iraníes. Su acento resulta muy extraño para los teheraníes.
La fantasía y la realidad no cohabitan con facilidad, pero una vez que se combinan y propagan con vertiginosa inexactitud por el mundo, también son letales. Elecciones espurias, tomas de oficinas partidistas, masacre en un campus, un inminente golpe de Estado, el posible derrocamiento de la república islámica, el aislamiento de la nación entera porque las comunicaciones se cierran sistemáticamente.
Recuerdo el comentario que Eisenhower hizo a Foster Dulles cuando lo envió a Londres para poner fin a la guerra absurda de Anthony Eden en Suez. La misión del secretario de Estado, instruyó Einsenhower, era decir ¡Alto, muchacho!
Buen consejo para los que creen en los mensajes vía Twitter.
Pero quienes creen que cuando el río suena agua lleva tienen cierta razón. Recordemos la extraordinaria marcha de un millón de partidarios de Musavi contra el régimen, el domingo pasado. Hasta la prensa iraní se vio obligada a informar de ella, si bien en páginas interiores. Sí, las autoridades cerraron el servicio local de mensajería instantánea. Sí, redujeron la velocidad de la Internet, pero no la cerraron. Mi teléfono de Beirut ahora rara vez llega a Londres, pero sí recibe llamadas -por desgracia para mí- el día entero. Es obvio que el gobierno iraní intenta interferir con las comunicaciones de los partidarios de Musavi para evitar que organicen nuevas marchas. Escandaloso en cualquier país normal, tal vez. Pero éste no es un país normal. Es un Estado tan obsesionado con los peligros de la contrarrevolución como Occidente está obsesionado con las ambiciones nucleares de Irán. El discurso del líder supremo, este viernes, es prueba de ello.
Sin embargo, luego vino la famosa instrucción del Ministerio de Guía Islámica a los periodistas en Teherán de que ya no podían informar de manifestaciones callejeras. No había yo oído nada al respecto. De hecho, la primera pista llegó cuando me negué a ser entrevistado por CNN (por su cobertura tan sesgada en Medio Oriente) y la mujer que me llamó preguntó: ¿Por qué? ¿Le preocupa su seguridad?
Fisk seguía pasando en las calles 12 horas al día. Sólo descubrí que había una prohibición cuando leí la nota en The Independent. Tal vez los chicos y chicas del ministerio no pudieron enlazar la llamada a mi teléfono móvil. Pero entonces, ¿quién cortó las líneas telefónicas?
De hecho, hemos informado sobre toda la censura, tanto de los medios locales como de las comunicaciones. Las escenas filmadas del brutal ataque de la fuerza policial a los opositores políticos en las calles de la capital han estremecido al mundo. Con justa razón, aunque nadie ha hecho la comparación con las fuerzas policiales que apalean manifestantes en calles de Europa occidental, que golpean a mujeres con cachiporras, que han dado muerte a balazos a un pasajero inocente en el Metro de Londres… Son normas especiales de moralidad que se deben aplicar a los países de Medio Oriente, y en definitiva no a nosotros.
Dudas y supuesto fraude
Así pues, echemos un ojo a esas elecciones en Irán. Fueron un fraude, según creo. Y he tenido las dudas más oscuras sobre esas cifras electorales que dieron a Musavi un escaso 33.75 por ciento de los votos. De hecho, algunos iraníes y yo calculamos que si las estadísticas oficiales fueran correctas, el comité electoral habría tenido que contar 5 millones de votos en sólo dos horas. Pero nuestra cobertura de estos comicios ha sido sumamente deficiente. La mayoría de los periodistas occidentales se alojan en los hoteles de los suburbios ricos del norte de Teherán, donde viven decenas de miles de partidarios de Musavi, donde es fácil encontrar traductores con estudios avanzados, que adoran a Musavi; donde los entrevistados hablan inglés con fluidez y están más que dispuestos a denunciar el estancamiento espiritual, cultural y social de la -seamos francos- semidictadura iraní.
Pero pocas organizaciones de noticias tienen las facilidades, el tiempo o el dinero para viajar por este país de un millón 649 mil kilómetros cuadrados -siete veces el tamaño de Gran Bretaña- y entrevistar hasta a la más pequeña fracción de sus 71 millones de habitantes. Cuando visité las ciudades perdidas del sur de Teherán, por ejemplo, descubrí que el número de partidarios de Ahmadinejad crecía en la medida en que disminuía el de los seguidores de Musavi. Y me preguntaba si en todas las enormes ciudades y vastos desiertos del país se podría descubrir un fenómeno similar. Un equipo de televisión del canal 4 británico se merece gran reconocimiento por haber viajado a Isfahan y las aldeas que rodean esa hermosa ciudad y regresar con una sospecha -imposible de probar, cierto; anecdótica, pero real- de que tal vez Ahmadinejad sí ganó la elección presidencial.
Ésa es también mi sospecha.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
http://www.jornada.unam.mx/2009/06/20/index.php?section=mundo&article=021n1mun