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Diálogo entre José Manuel Naredo y Jorge Riechmann

Perspectivas sobre el trabajo en la crisis del capitalismo

Fuentes: PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global

José Manuel Naredo y Jorge Riechmann reflexionan en este diálogo sobre el concepto de trabajo, sobre las características que ha adquirido y las perspectivas que se abren en el actual contexto de crisis de toda una fase del capitalismo. Abordarán la posible reformulación del concepto y las posibles alternativas a la actual situación de precarización del mercado laboral, de exclusión de amplios sectores de la población mundial y de fractura social que las políticas neoliberales han instaurado.

Olga Abasolo(*): El trabajo se considera actualmente como una activi­dad humana orientada a la producción de los bienes y servicios nece­sarios para la satisfacción de las necesidades. Pero, al mismo tiempo, en la forma específica en que tiene lugar bajo el capitalismo, el trabajo asalariado ha sido definido como el modo central de ejercicio de la dominación y expropiación burguesa y, como tal, ocupa un lugar central en la reflexión teórica y política crítica. ¿Creéis que la noción actual de trabajo es una categoría útil para pensar una sociedad verdaderamente alternativa a la actual?

José Manuel Naredo: No, no lo creo. Porque, al igual que otras categorías de la economía estándar, la noción usual de trabajo es un regalo envenenado de la ideología económica imperante, que deforma sin decirlo la imagen que tenemos de la realidad. Pues sesga la percepción de las actividades humanas a favor de aquéllas que tienen una contrapartida pecuniaria y desatiende o invisibiliza otras que no la tienen, aunque sean de gran interés para las personas o para la sociedad, por ser fuente de placer o de creatividad, por ser básicas para la buena convivencia o para el mantenimiento y la reproducción social… o porque se ejercen libremente, ya sea por el simple gusto de hacerlas o por impulsos cívicos, solidarios, amistosos o afectivos que inducen, precisamente, a compartir tareas y cuidados útiles aunque no sean gratificantes. El problema estriba en que hoy se acepta la noción usual de trabajo, junto con aquellas de producción, de crecimiento y de sistema económico, como si de realidades objetivas y universales se tratara, cuando son creaciones de la mente humana orientadas a delimitar y a subrayar ciertos aspectos de la realidad y a soslayar otros, a valorar ciertos comportamientos y a despreciar otros. Pues tampoco solemos advertir que un determinado enfoque no sólo contribuye a subrayar e incluso cuantificar ciertas cosas, sino también, por fuerza, a soslayar o ignorar otras. Es evidente que en este breve diálogo me será difícil subvertir modos de pensar tan asentados, pero al menos trataré de sembrar algunas dudas sobre la universalidad y pertinencia de algunas de las categorías sobre las que se apoyan, como es la de trabajo, para mirar más allá y reenviar a algunas de mis publicaciones en las que trato con mayor amplitud estos temas.

En el capítulo de Raíces económicas del deterioro ecológico y social [1] destinado a la mitología de la producción y del trabajo, argumento que la noción actual de trabajo no es una categoría antropológica, ni menos aún un invariante de la naturaleza humana. Sino que, por el contrario, se trata de una categoría profundamente histórica. Pues la idea actual de trabajo, como categoría homogénea que engloba y mide en unidades de tiempo y dinero un conjunto de actividades a las que se atribuye algún producto o retribución pecuniaria, se afianzó allá por el siglo XVIII, junto con el arsenal de conceptos que dieron vida a la noción usual de sistema económico. Estos conceptos antes no existían. Es decir, que no se veían las sociedades humanas desde el prisma de la producción, el consumo, el trabajo, ni, menos aún, el crecimiento económico. Porque, como expuse largo y tendido en mi libro La economía en evolución [2] no existía una noción unificada de riqueza, ni de producción, ni de trabajo.

Es la idea usual de sistema económico la que marca fronteras definidas a estos conceptos, que si no se quedan desdibujados. Las contabilidades nacionales, que ofrecen el registro contable de esta idea de sistema, lo tienen claro. El aire que respiramos ni se produce ni se consume ni, por supuesto, respirar es trabajo. Como tampoco lo es correr, conducir, mover o clasificar objetos, dar patadas a un balón, hacer bricolage, cocinar, limpiar, cuidar personas, animales o plantas o cualesquiera otras actividades, a no ser que exista una contrapartida monetaria. Si esta contrapartida existe, es cuando pasan a convertirse en trabajos que, se supone, producen bienes y servicios.

Al igual que la noción de producción deja un «medio ambiente» físico inestudiado, también la noción de trabajo deja un medio ambiente social inestudiado. Mi propuesta es relativizar y abrir las nociones de producción y de trabajo como categorías homogéneas, para analizar las cosas heterogéneas que incluyen y, también, las que excluyen, adoptando para ello otros enfoques capaces de abarcarlas. Yo empezaría por proponer, como marco general, el análisis del tiempo que dedican las personas a las distintas actividades a lo largo de las veinticuatro horas del día, para clasificarlo después atendiendo a varios criterios. Uno de ellos puntuaría el carácter más o menos gratificante o penoso de las actividades realizadas, otro su carácter más o menos libre o dependiente, otro atendería a su finalidad o utilidad social… y otro a que estén más o menos remuneradas (siendo éste último el que delimita el conjunto de actividades que responde a lo que normalmente se llama trabajo). El cruce de estas variables permitiría separar el grano de la paja, visibilizando tareas que, aun siendo imprescindibles para el mantenimiento de la vida y la sociedad, no se consideran trabajo, así como otras parasitarias o socialmente degradantes que sí se consideran trabajo. O, también, se vería que el supuesto tiempo libre está plagado de servidumbres que las empresas, administraciones o familias han venido cargando sobre los hombros de las personas, dando lugar en parte a eso que Illich llamó «trabajo sombra» (shadow work). Ésta sería la manera de visibilizar los aspectos y dimensiones que ocultan los enfoques económicos dominantes de la producción y del trabajo.

En resumidas cuentas, para pensar una sociedad verdaderamente alternativa a la actual el pensamiento tiene que escapar del corsé de la ideología económica dominante con sus ideas de producción, de trabajo y de crecimiento económico. Precisamente creo que la gran tragedia del movimiento revolucionario no es ajena al hecho de que asumió, con un entusiasmo digno de mejor causa, las mismas categorías de producción, de trabajo y de crecimiento que la economía política, y trató de competir con el capitalismo en su propio terreno ideológico. Este aparato conceptual fue así una herencia envenenada que abraza­ron ingenuamente los críticos del sistema con la vana pretensión de impugnarlo desde ella. El ejemplo de la antigua Unión Soviética y de los países de su esfera de influencia es poco reconfortante en este sentido: atizaron la épica del estajanovismo, del productivismo y del desarrollismo industrialista más desenfrenado, con el lamentable desenlace de todos cono­cido. Ciertamente, la experiencia no ayudó a construir ninguna sociedad alternativa econó­mica, ecológica y socialmente más saludable.

Jorge Riechmann: Yo lo veo de manera algo diferente. Primero, sí creo que el trabajo, que es una noción multidimensional, tiene bastante de constante antropológica. El hecho de que el contenido del trabajo, las formas del trabajo, las relaciones sociales en las que se desarrolla hayan cambiado mucho a lo largo de la historia humana no quiere decir que no tenga sentido fijarnos en los elementos comunes de esa noción. Yo sí creo que se trata de una dimensión humana básica, y creo además que tenemos buenas razones, desde una perspectiva ecológica y de transformación social, para querer formular algo así como una ética ecológica del trabajo, si no estamos de acuerdo -y tenemos buenas razones para no estarlo- con la ética burguesa, capitalista del trabajo; con la ética protestante del trabajo, tal y como la pensó Max Weber. Se trata de una noción multidimensional. Por ejemplo, si uno relee a uno de los clásicos de la ecología política, como es E. F. Schumacher, en uno de sus libros, El buen trabajo, [3] nada más empezar recuerda lo siguiente: el trabajo tiene tres dimensiones básicas. La primera, la productiva, la más evidente si se quiere, es la produc­ción de bienes y servicios útiles. ¿Útiles para qué? Bien, está luego todo este debate sobre las necesidades, qué necesidades, según qué criterio discriminamos entre necesidades y meros deseos, qué es lo útil y qué no, la producción de lo superfluo y todo eso. Pero, de entrada, el trabajo produce bienes y servicios también entre los cazadores recolectores que trabajan -además de asistir a la sabrosa coyunda entre el cielo y la tierra y demás-. Hay una segunda dimensión que se podría llamar de autorrealización o de cumplimiento humano, que es el empleo satisfactorio de los talentos y habilidades naturales del ser humano, las capacidades del ser humano. También ése es un aspecto problemático, claro: las capacidades humanas también pueden desarrollarse en muchos sentidos, para lo bueno y para lo malo. Un caso extremo puede ser la anécdota que contaba Primo Levi, en uno de sus libros, sobre los campos de exterminio, donde evocaba el caso de un albañil italiano con el que compartió su cautiverio, que tenía que construir muros de ladrillo con fines inicuos, por ejemplo fortificando las fábricas de armamento de los nazis que funcionaban con trabajo esclavo. Este albañil comunista, sin embargo, tenía una ética del trabajo tan sólida que lo hacía totalmente inepto para el sabotaje; construía los mejores muros de ladrillo, aunque sabía que estaba haciendo una barbaridad. De manera abstracta, podría decirse que las capacidades humanas también existen para el mal, igual que se pueden desarrollar para el bien; pero no deja de ser una dimensión básica del trabajo y, a través de ahí, de lo humano. Y hay una tercera dimensión que es la de vínculo social, la de socialización. Poner en común esas capacidades con otros, persiguiendo fines comunes y creando sociedad en ese empe­ño. Conviene no olvidarlo. Si simplemente equiparamos trabajo con trabajo asalariado en el capitalismo, que es una cosa mucho más restringida, y a partir de ahí nos fijamos en los aspectos de dominación, ejercicio de poder y producción de lo superfluo, que es por donde van las críticas, yo creo que no estamos haciendo bien las cosas. El movimiento obrero formuló una ética del trabajo que en algunos casos estaba demasiado pegada a la ética capi­talista del trabajo, y en ese sentido tiraba piedras sobre su propio tejado: en ocasiones se trataba sin duda de una ética del trabajo demasiado productivista y demasiado puritana. Pero eso no agota la ética del trabajo ni las posibles éticas del trabajo. De hecho, un libro que recurrentemente aparece en estos debates y que en general no está muy bien leído es El derecho a la pereza de Lafargue. [4] Él lo que hace precisamente no es despotricar contra el trabajo como tal, sino formular la ética obrera del trabajo que es alternativa a la burguesa. Lo que está diciendo es precisamente: dejemos de despilfarrar, dejamos de perder fuerzas en la producción de lo superfluo, centrémonos en la producción de lo necesario. La propuesta que aparece en Lafargue no es dejar de trabajar. Parece que la gente no se da cuenta de cuándo está de coña marinera: ¿de verdad no sabemos leer un panfleto satírico apreciando la sátira y la potente ironía? Por ejemplo, cuando dice: tranquilicemos a los burgueses, a quienes sigan firmes en su aversión al trabajo vamos a acogerlos con los brazos abiertos, solamente a los burgueses adictos al trabajo los reeducaremos. Pero más allá de la sátira, en la parte de sus propuestas positivas, lo que llama la atención es la reducción y redistribución del trabajo. Lo que aparece una y otra vez es la propuesta de trabajar sólo tres horas diarias porque con eso es suficiente, él argumenta, para producir los bienes y servicios necesarios para la vida. Igual que el movimiento obrero formuló su ética del trabajo -y yo creo que con buen criterio, aunque requiera esas correcciones que vamos sugiriendo-, creo que el movimiento ecologista debería formular también una ética ecológica del trabajo. Hay una cuestión muy de fondo que se podría mostrar también al hilo de Lafargue: el asunto de la confianza en la máquina, su idea de que la máquina es la redentora que va a aliviar todo el trabajo penoso. Aparece claramente el elemento de mecanización basada en combustibles fósiles, que ha sido central en el desarrollo de toda la era industrial. El movimiento ecologista, estoy simplificando mucho, lleva decenios alertando de que eso es insostenible, no vamos a poder seguir manteniendo ese curso industrial «petrodependiente». Una sociedad con un sobreconsumo energético basado en fuentes no renovables no puede seguir manteniéndose: pero, precisamente, eso es lo que ha permitido aliviar un montón de trabajo penoso en la era del sobreconsumo energético. Ahora, con la desvalorización general del trabajo a la que asistimos, los dardos mayores contra el concepto de trabajo se diri­gen en realidad contra el trabajo manual, contra el trabajo penoso y en concreto la labor manual. En una sociedad ecológica, en la misma medida en que vamos a tener menos sobreabundancia energética, tendremos que recurrir más al trabajo humano. Entonces, resulta contraproducente para el movimiento ecologista un tipo de crítica destructiva del concepto de trabajo, en lugar de una reformulación de una ética del trabajo en el sentido ecológico. Si denigra el trabajo, el ecologismo tira piedras contra su propio tejado.

JMN : Aviado estaría el movimiento ecologista si tuviera que tragarse crudas las catego­rías de la ideología económica dominante, como producción, trabajo o desarrollo económi­co, dando por buena una universalidad de la que carecen. Y repito que es la idea usual de sistema económico la que marca fronteras definidas a estos conceptos, que si no se quedan desdibujadas. Yo no pretendo vetar la palabra trabajo, sino ponerla en su sitio para que sepamos de qué estamos hablando, y hoy por hoy ese sitio es el que le marca la noción usual de sistema económico, atribuyéndole retribuciones y contrapartidas productivas. Para que la palabra trabajo tenga significado más allá de sus fronteras habituales, a las que se atienen las estadísticas, las instituciones o la prensa, habría que definir otras fronteras y yo no pretendo ahora trazarlas. Es lo que hace Illich cuando nos habla de «trabajo sombra», o el movimiento feminista cuando habla de trabajo doméstico en un sentido más amplio del que le otorga el enfoque económico habitual o lo que intuyo que sugieres y me parece muy bien.

Pero la filosofía de la ciencia nos enseña que no son las definiciones explicitas y enumerativas las que marcan de verdad las fronteras de un concepto, sino la noción de sistema que aporta la estructura conceptual y el dominio de aplicaciones del enfoque al que pertenecen. En el caso que nos ocupa es la idea usual de sistema económico la que marca conjuntamente las fronteras «oficiales» de lo que es producción y lo que es trabajo. Al igual que el sistema de la mecánica clásica establece una definición bien clara y diferente de la noción de trabajo: en los manuales de mecánica se llama trabajo a una magnitud igual al producto de la fuerza por el desplazamiento… y potencia al trabajo por unidad de tiempo. Pero esta es una acepción técnica más limitada. Lo mismo ocurre cuando en la ecología se habla de producción o de producto, atribuyéndoles un significado distinto del que les otorga el enfoque económico ordinario (se refiere a la generación de materia vegetal mediante la fotosíntesis), pero en ambos casos se precisa con claridad el significado para no inducir a confusión. El problema estriba en que el éxito de la ideología económica dominante hace que toda la población acepte indiscriminadamente las nociones de producción, de trabajo… y de crecimiento económico como fuente inequívoca de progreso, sin preocuparse de pre­cisar su contenido, ni de poner en cuestión el lado oscuro ni las lagunas asociadas a estos conceptos. Para iluminar ese lado oscuro y detectar esas lagunas es para lo que propuse cruzar la acepción habitual de trabajo con otros enfoques que ofrezcan una imagen más amplia y diferente de las actividades humanas. De este cruce podrían surgir nuevas acepciones del término trabajo o nuevos términos que definan y documenten nuevas percepciones. Yo no me opongo al uso de nuevas acepciones o adjetivos asociados al término trabajo, pero hay que proponerlas con claridad y tal vez la sociedad las acabe aceptando. Si no seguiremos en el mar de confusión y conformismo reinantes. Mientras tanto debe quedar claro que la noción de trabajo que la sociedad y las estadísticas asumen es la que marca la ideología económica dominante. Y esta noción es la que hay que relativizar y trascender, para que aunque siga existiendo la palabra, esté ya lo suficientemente controlada como para evitar que siga ejerciendo su actual función mistificadora.

De lo anterior se desprende que yo no creo que la noción usual de trabajo pueda calificarse de constante antropológica ni de invariante de la naturaleza humana. La propia antropología lo desmiente. En el capítulo del libro antes mencionado comento que la antropología aporta abundantes materiales que indican que en las llamadas «sociedades primitivas» la noción de trabajo no tiene ni el soporte conceptual ni la incidencia social que hoy tiene en la nuestra. En consecuencia, se observa que su lenguaje carece de un término que pueda identificarse con la noción actual de trabajo, pues cuentan solo con palabras con significado más restringido, referidas a actividades concretas, o con otras mucho más generales. Tampoco en griego antiguo, ni en latín existía la palabra similar a lo que hoy se entiende por. trabajo… Como he indicado, hubo que esperar a que esta noción se consolidara y exten­diera por todo el cuerpo social, junto con aquellas otras constitutivas de la idea usual de sis­tema económico allá por el sigo XVIII.

JR : Pero ¿no nos pasa algo parecido con todos los conceptos importantes? Hay que tener cuidado con el juego de las etimologías, y atender tanto a los cambios históricos que afectan a la semántica como a los núcleos de sentido que permanecen más o menos constantes. Las palabras griegas que correspondían, más o menos, a lo que ahora llamamos libertad no se solapan con el concepto moderno de libertad, y no por eso dejamos de entender a los griegos cuando hablaban de su libertad. Lo mismo si hablamos de felicidad: la eudaimonía griega no coincide con la felicidad de los modernos, y no por eso dejamos de entender de lo que hablaban ellos hace 25 siglos. Pasa con todos los términos importantes, por lo que eso no supone un argumento definitivo. La cuestión es ver si tiene sentido o no utilizar un concepto común para todas esas actividades diferentes, teniendo en cuenta las transformaciones históricas que han sufrido también. Yo creo que sí que lo tiene: si no acaba uno haciendo auténticos malabarismos conceptuales. Si trabajo es solamente trabajo asalariado bajo relaciones de producción capitalistas, ¿cómo vamos a llamar al trabajo doméstico en las sociedades capitalistas o no capitalistas? ¿Cómo vamos a llamar a la labor de los campos en sociedades precapitalistas y poscapitalistas…? Me parece que es una cuestión básica y que además tiramos piedras contra nuestro propio tejado lanzando el concepto al cubo de la basura. No necesitamos proponer ahora un nuevo concepto de trabajo partiendo desde cero: lo lleva haciendo -con mayor o menor fortuna- el pensamiento de izquierdas, y también el feminismo, desde hace un par de siglos. Si empleamos la expresión «trabajo doméstico», la mayoría de los lectores entenderán que nos referimos a una actividad socialmente necesaria y habitualmente no retribuida: no necesitamos explicitarlo a renglón seguido, por lo general. Si hablamos de «trabajo de labranza», nuestro interlocutor o interlocutora no dará por sentado que nos referimos a jornaleros que han vendido su fuerza de trabajo en un mercado capitalista. Me parece claro, por poner otro ejemplo, que el análisis general del proceso de trabajo que propone Marx no permanece encerrado en el marco del pensamiento económico dominante.

JMN : No se trata de tirar a la basura un concepto que, querámoslo o no, goza de muy buena salud, sino de desmitificarlo aclarando que es la ideología económica dominante la que marca sus límites, como primer paso para poder relativizarlo y trascenderlo. Si consideras trabajo a todas las «tareas domésticas» y no sólo a las expresamente remuneradas, habrá que decirlo y fijar los límites de lo que se entiende por tareas domésticas. Tendrás que utilizar, para ello, como proponía antes, otros enfoques y nomenclaturas que fijen los límites del nuevo concepto y bautizarlo ya sea adjetivando la palabra trabajo o recurriendo a otras. El problema estriba en que el lenguaje ordinario es tributario de la ideología económica dominante y que, sin darnos cuenta, tratamos de ver el mundo, en todo tiempo y lugar, aplicando o estirando sus propios conceptos: esto es lo que nos impide ver sociedades alternativas diferentes en el futuro, porque tampoco las vemos en el pasado. Por ejemplo, tendemos a ver todas las labores del campo desde la noción actual de trabajo, ignorando que las prácticas agrarias debutaron en la historia de la humanidad impregnadas de un claro sentido ritual que poco tiene que ver con la actual idea desacralizada de trabajo. Lo mismo que pensamos que las personas del paleolítico «trabajaban» cazando o recolectando o, como apuntó Keynes con cierto sentido del humor, que la construcción de las pirámides en el antiguo Egipto fue un buen invento para combatir el desempleo. Tendremos que hacer examen de conciencia y percatarnos de por qué pensamos que las personas del paleolítico trabajan cazando y, sin embargo, no pensamos que trabajen los acaudalados ciudadanos que cazan en un safari africano: hemos de reconocer que es la ideología económica imperante la que nos traza sin decirlo la frontera entre ocio y trabajo. No se trata pues de negar la noción de trabajo, sino de relativizarla y usarla con propiedad, sabiendo dónde ponemos o queremos poner la frontera del concepto y conociendo lo que abarca y lo que queda fuera.

OA: Podrían destacarse, de un modo muy sintético, dos extremos en las interpretaciones más frecuentes del concepto de trabajo sobre las que se ha reflexionado desde la izquierda. Una, lo entendería como condena (su origen etimológico es tripalium: instrumento de tortura para amarrar al ganado y a los esclavos) y otra, como un potencial medio de autorrealización y de responsabilidad ética hacia la sociedad. ¿Qué relación consideráis que existe entre trabajo y emancipación; entre trabajo y libertad humana?

JR : Propongo detenernos un poco en el aspecto de los trabajos más difíciles y duros, en el trabajo súper penoso y degradante, porque ahí hay una piedra de toque. En este debate a menudo asistimos también a la asimilación del trabajo con otras categorías de actividad humana por parte, digamos, de los defensores del trabajo. A menudo encontramos la equiparación del trabajo o con el juego o con el arte… y por parte de los detractores con la tortura y la terminología recurrente de tripalium… resulta que el trabajo no es ninguna de esas dos cosas, o que es una cuestión que no va en ninguna de esas dos direcciones, o quizá tiene algo de las dos… lo que está detrás de todo ello son quizá desacuerdos en torno a las ideas de la condición humana. La burguesía, y con ella también, como muestra Lafargue en su libro, buena parte del proletariado consciente, soñó con la erradicación completa del trabajo penoso y degradante a través de la máquina. Ahí esta negro sobre blanco en El derecho a la pereza. Yo creo que el ecologismo no puede compartir ese sueño, como no lo han compartido otras culturas. Es un sueño completamente burgués, en ese sentido. Otras culturas han tenido una conciencia más clara de la condición trágica del ser humano: «te ganarás el pan con el sudor de tu frente». Con respecto a ese aspecto, sobre todo del trabajo penoso, más duro, puede uno abrigar la ilusión de deshacerse completamente de él, pero yo creo que es ilusorio, no responde a lo que realmente somos y llegaremos a ser los seres humanos. Y, en cambio, con todas las medidas algunas de las cuales se han intentado tomar ya, y otras que podríamos tomar, se podría acercar más el trabajo al arte y al juego. Ahí está un campo, digamos, bajo la etiqueta de humanización del trabajo, de las relaciones laborales, que está siendo un campo de acción del movimiento obrero desde sus inicios. Y es mucho lo que podría hacerse, sin embargo, no podemos pensar en eliminar esa parte dura y penosa del trabajo. Además, muchos de los más cotidianos, como cuidar ancianos incontinentes y limpiar las letrinas, van a seguir siendo necesarios, y lo único que puede hacer uno con eso no es engañarse y pensar que va a poder conseguir robotizar por completo ese aspecto y quitárselo de las manos; creo que es contraproducente y nos lleva al tipo de contrasentidos que abundan tanto en esta sociedad… es preferible avanzar hacia una sociedad más igualitaria en la que ese trabajo se reparta.

JMN : Sí, yo estoy de acuerdo con todo eso, pero volviendo a la pregunta, creo que su respuesta se clarifica mucho a la luz de mi propuesta inicial de abrir y relativizar la noción de trabajo. Pues el conflicto entre los defensores y los detractores del trabajo es un diálogo de sor­dos que se deriva de la noción misma de trabajo: unos ven en ella y ensalzan los aspectos positivos, gratificantes o socialmente útiles que encierra y otros los más negativos, penosos y degradantes que también encierra. Para superar ese diálogo de sordos hay que romper ese cajón de sastre del trabajo para ver y valorar lo bueno y lo malo que hay dentro, en vez de tratarlo como un todo… tanto para idolatrarlo, como para denigrarlo en bloque. Y de esas cosas que hay dentro interesará promover las positivas y recortar las negativas.

Efectivamente, como dice Jorge, es un espejismo creer que la máquina podrá eliminar todas las tareas penosas, pues podrá recortarlas, pero no eliminarlas. La cuestión impor­tante que define el tipo de sociedad en la que nos encontramos es la valoración social y la retribución que tienen esas tareas. El desprecio por esas tareas es un rasgo distintivo de todas las sociedades jerárquicas en las que una elite se sitúa en la cúspide de la pirá­mide social. A medida que esa sociedad piramidal se consolidó con la unificación del poder y la aparición del Estado en la historia de la humanidad, lo hizo también una men­talidad aristocrática que ha venido despreciando las tareas más duras o rutinarias ligadas al abastecimiento y la intendencia diaria que fueron quedando en manos de mujeres o esclavos. Ese mismo desprecio es el que seguimos viendo en la sociedad actual, pese a las declaraciones formales a favor de la igualdad de derechos. La escasa valoración social de esas tareas, va unida su escasa retribución monetaria. Pues el abanico de retri­buciones que se observan en las actuales sociedades capitalistas tiende a distribuirse de forma inversamente proporcional a la penosidad de las tareas realizadas. Esto es un derivado de la que he denominado Regla del Notario [5] , que afirma que en la sociedad actual la valoración de los procesos y las tareas tiende a evolucionar en proporción inversa a el coste físico y a la penosidad de los mismos, haciendo que los que son físicamente menos costosos y humanamente menos penosos, se lleven la parte del león de la «creación de valor» y la retribución. Por ejemplo, las tareas de mantenimiento y cuidados ejercidas en el entorno del hogar, tienen poca valoración social y muy escasa o nula retribución eco­nómica, lo que hace que la mayor parte de ellas ni siquiera salga en la foto de la noción usual de trabajo. A la vez que las «altas» tareas de gestión, comercialización, imagen y dirección empresarial o política gozan a la vez del prestigio social y de las retribuciones más elevadas. En fin, que a la vez que se habla de la «globalización» económico-finan-ciera, el aumento del paro y del trabajo precario, originan una creciente polarización social que se sitúa en las antípodas de esa sociedad de individuos libre e iguales de la que nos habla la utopía liberal. Los criterios de valoración antes esbozados hacen que el capita­lismo perpetúe la situación observada en las sociedades jerárquicas anteriores en las que las tareas más duras y degradantes eran a la vez las menos consideradas y retribuidas, llegando incluso a denigrar la pobreza hasta el punto de convertir en un insulto el mismo atributo de «pobre hombre».

JR : Pero eso exige reivindicar el trabajo más que denigrarlo, fíjate que precisamente ese asunto de la Regla del Notario es muy ilustrativo. En sociedades como esta, con toda esa pujante dinámica notarial a todos los niveles, resulta muy llamativo el fenómeno de la huida del trabajo manual. Si uno considera las imágenes de joven trabajador que muestran la tele­visión y la prensa, tenemos a la joven actriz, el joven diseñador, la joven estilista, el joven corredor de bolsa… eso es lo típico. Alucinante, pero se trata de una deriva social muy gene­ralizada: huyamos lo más posible del trabajo manual (de donde se sigue la necesidad de incorporar al mercado laboral a montones de inmigrantes en condiciones lamentables, des-protegidos y privados de derechos, para realizar porciones cada vez mayores de ese traba­jo desvalorizado). La salida no es por tanto la crítica destructiva del concepto de trabajo, es la defensa de una ética ecológica y social del trabajo.

OA: Efectivamente, y como estáis apuntando, para que una sociedad funcione alguien tiene que ocuparse de las tareas consideradas más penosas y menos creati­vas y liberadoras. ¿Qué soluciones basadas en la igualdad y la justicia social po drían darse en la práctica?

JMN : En primer lugar habría que valorar y distribuir mejor esas tareas rutinarias o peno­sas que son socialmente necesarias. Pero también habría que aderezarlas con relaciones sociales o aspectos atractivos, como hay ejemplos en la vieja cultura campesina. En las sociedades tradicionales que contaban con un campesinado libre más o menos igualitario, se solían hacer tareas duras o repetitivas en común, pero conllevaban encuentros, cancio­nes o fiestas asociadas. El gran problema es que el capitalismo ha tendido a despojar esas tareas duras o rutinarias de cualquier distracción o complemento gratificante, en aras de aumentar la productividad o reducir el coste laboral unitario, haciéndolas mucho más pura y exclusivamente penosas.

El movimiento sindical ha tratado de reducir y dulcificar la jornada de trabajo intercalan­do actividades personal y socialmente gratificantes, además de exigir mayores retribuciones para las tareas más penosas. Por ejemplo, en la minería ―uno de los trabajos más duros, tra­dicionalmente a cargo de esclavos o penados― la presión sindical se ha conseguido en deter­minados países notables mejoras en las condiciones de trabajo, los derechos y las retribu­ciones de los mineros, enderezando de alguna manera en este caso la Regla del Notario.

JR : Pero José Manuel, no ves que precisamente para eso una parte de lo que nos toca hacer es la reivindicación del trabajo, porque el núcleo de la idea de trabajo es el trabajo manual… Insisto: si hace falta invertir la Regla del Notario tiene que ser precisamente a tra­vés de una ética del trabajo.

JMN : La ideología económica dominante ya se ha encargado de inventar, reivindicar y mitificar sobradamente las nociones homogéneas de trabajo y producción como para que tengamos que seguirlas reivindicando o demandando en bloque, incluido lo que juiciosa-mente se llama ahora «trabajo basura», generalmente duro y mal retribuido. Pero entiendo que lo que propones no es reivindicar el trabajo, ni la producción, en general, sino revalori­zar las tareas más duras y peor remuneradas para invertir la Regla del Notario. Estoy de acuerdo con esta reivindicación o esta ética que apunta a enderezar la Regla del Notario, siempre que no desemboque en el estajanovismo. Creo que la finalidad de esa ética tam­poco debe de ensalzar el trabajo duro y penoso en sí mismo, sino tomarlo como una simple carga que la sociedad tiene que soportar, para hacer una llamada a la solidaridad en el reparto de esa carga y en el reconocimiento y retribución de los que la soportan. Esto tanto en la sociedad en general, como en los colectivos concretos de empresas, administracio­nes, cooperativas… o grupos de amigos y familias, pues siempre me han caído mal los que tratan de escaquearse a la hora de realizar tareas necesarias para el grupo, llamémoslas o no trabajo.

OA: El feminismo ha enriquecido históricamente el debate y algunas voces pro­ponen desde él un cambio de paradigma. El concepto de «trabajo de cuidados», básico en el proceso de reproducción social, pone en el centro la sostenibilidad de la vida; pone el acento en la dimensión de calidad del trabajo, e incluye las dimen­siones emocionales y éticas, contraponiéndolas a los valores productivistas. Plantea un cambio en el diseño tanto de las políticas públicas como en la empresa privada; un cambio en el reparto del tiempo.

JR: Con respecto a los tiempos de trabajo, se trata de un aspecto central que han intro­ducido, con toda la razón y mucha fuerza, en el debate las mujeres desde hace más de 30 años. La cuestión de los tiempos de trabajo formal, y por debajo del mismo todo el trabajo doméstico y de cuidado y de reproducción… En cierto sentido es más trabajo que el mer­cantilizado y más básico y necesario. De nuevo, creo que ahí la vía de avance es una igual­dad mayor, también en el desempeño de esos trabajos y en el gobierno de esos tiempos, con el añadido además de que parte de esos trabajos más difíciles y desagradables de los que hablábamos se dan en esa esfera y van a seguir estando… Se trata de que cada vez más sea una responsabilidad socialmente asumida.

JMN : Creo que toda esta esfera de tareas domésticas y cuidados saldría de la sombra a la que la somete la noción usual del trabajo si se aplicaran los enfoques más amplios que propuse al principio. Si se analiza el destino que hacen las personas de su tiempo, se apre­ciará el tiempo que destinan a esas tareas domésticas o de cuidados, esté o no remunera­do, visibilizando esa realidad antes soslayada. Si se cruzan después estas tareas con el grado de penosidad o disfrute de las mismas o con la voluntad libre o la coerción que las impulsa, saldrá también a la luz la complejidad de este campo cuyo juicio pormenorizado escapa a esta breve conversación. Campo en el que se entrecruzan tareas realizadas con gusto o apoyadas por afectos y solidaridades diversas, con otros forzados por rutinas discri­minatorias o por violencias ejercidas normalmente contra las mujeres. Una misma actividad, como es el cuidado de los niños, puede ser motivo de satisfacción de padres y abuelos, hasta desembocar en casos de verdadera esclavitud: se habla de madres y abuelas esclavas. Este campo resulta, por lo tanto, difícilmente reductible a tiempo de trabajo homogéneo despro­visto de sentimientos, valores y connotaciones éticas. A mi juicio habría que extender por todo el cuerpo social esa ética del cuidado, como rezaba el título de un libro clásico sobre el tema, que hasta ahora ha venido recayendo fundamentalmente sobre las mujeres.

OA: Tendría, por tanto, sentido reivindicar que fuera social y políticamente soste­nible algún tipo de organización colectiva del reparto del tiempo del trabajo y de sus productos conjuntos. ¿Sería conveniente garantizar un derecho a ingresos desligado de la obligación de contribuir al trabajo socialmente necesario?

JMN : Una cosa es favorecer el reparto de tareas y reequilibrio de retribuciones, ya comentado, y otra el derecho a ingresos desligados de deberes. Esto último plantea otro tema, es que no puede haber una sociedad compuesta por una ciudadanía libre e igualita­ria sin que haya redes sociales que aseguren un mínimo de subsistencia. Desde hace siglos se sabe que no puede haber libertad e igualdad para todos, si no van acompañadas de fra­ternidad o solidaridad. Condorcet ya tenía bien claro que para que la libertad e igualdad no sean una simple quimera, hace falta una red social que asegure a los que no tienen fortuna unos mínimos para que no se vean forzados a venderse o someterse a otros para subsistir aceptando condiciones precarias. En resumidas cuentas, que lo que habría que evitar es que nadie sea tan pobre como para tener que venderse a cualquier precio… y que nadie sea tan rico como para que pueda comprar a otros a cualquier precio. Es evidente que junto a los derechos tiene que haber deberes, pero creo que concretar y matizar todo esto esca­pa a este breve intercambio.

JR : Las luchas por la igualdad, desde esa percepción de que siempre habrá una parte de trabajo necesario pero penoso que hace falta distribuir de la manera más equitativa posi­ble, requieren fortalecer las posiciones de los que ahora están en peor situación en nues­tras sociedades. Pensemos en esas categorías de trabajos reservados a las mujeres y a los inmigrantes: en una sociedad decente eso tiene que cambiar, y los tipos de trabajo más desagradable -pero necesario- deben retribuirse de la forma más equitativa posible. ¿Por qué no organizarlos mediante un servicio laboral obligatorio? Quizá no fuera una mala forma de abordar una parte de ese trabajo más duro… haciendo visible específicamente en este caso el carácter socialmente necesario de algunos trabajos. Si nos cuesta tanto encontrar reco­lectores de fruta, o limpiadores, ¿por qué no poner a todos los jóvenes de ambos sexos durante un tiempo a la tarea? Por otro lado, ya sabéis que desde hace tiempo soy más bien contrario a la idea del subsidio universal incondicional (o renta básica). No me parece una buena idea. Es decir, la parte racional es la que señala la imposibilidad de que en socieda­des complejas como esta, con una división del trabajo sumamente enmarañada, la ideolo­gía según la cual las retribuciones que conceden los mercados corresponden a lo que cada uno aporta al producto social no tiene asidero. Eso justifica una retribución en parte desli­gada del aporte al producto social general que cada uno hace: es el núcleo racional de la idea del subsidio universal incondicional. Pero creo que no debe, en parte por las razones de fondo que antes estaba comentando, no debe romperse el vínculo entre lo que uno da y lo que uno recibe en esa elaboración del producto social y en esa creación de un mundo humano común. Una posibilidad sería precisamente, si decidimos introducir un subsidio uni­versal incondicional, vincularlo a un servicio laboral obligatorio. A usted le toca trabajar en las tareas más difíciles, aprovechando que es joven y tiene fuerzas sobradas, no sé, entre los 18-20 años, o la edad que nos parezca, el tiempo que se calcule no para producir más de lo necesario, sino lo que de verdad hace falta; y a cambio tiene usted su subsidio uni­versal incondicional durante el resto del tiempo.

JMN : Por supuesto que hay que ligar derechos con deberes, pero, como ha apuntado Jorge, una de las cosas que ha desmontado la sociedad actual es esa idea del enfoque eco­nómico ordinario que presupone que el mercado es justo porque hace que a cada trabajo le corresponda un producto fruto de su esfuerzo. Cuando la cotización y el negocio de las gran­des empresas transnacionales se apoya hoy sobre todo, más en la producción de dinero financiero que en la producción de mercancías, más en la comercialización que en la producción… y más en la compraventa de acciones, empresas, inmuebles, terrenos y demás bienes patrimoniales, que en la de bienes y servicios, no cabe identificar la contribución de este o aquel empleado a esa compleja y enmarañada «creación de valor». El predominio de este juego especulativo, unido la dimensión trasnacional de las grandes empresas, hace naufra­gar el viejo enfoque productivista del trabajo, al romper la asociación directa entre trabajo y producto y entre derechos y deberes de los trabajadores y los empresarios. La revolución francesa se hizo contra los derechos sin deberes de la nobleza, es decir, contra sus privile­gios. Hoy en día lo que hace el sistema financiero internacional es distribuir derechos sin deberes, abriendo la puerta a nuevos privilegios.

OA: En el actual contexto de crisis del capitalismo se evidencia una transformación de las relaciones entre trabajo y ciudadanía: la extensión de la precarización y flexibili­zación del mercado laboral, la pérdida de derechos de las trabajadoras y los trabajado­res, la progresiva erosión de la ciudadanía laboral; para algunos conlleva que la noción de explotación pierda progresivamente fuerza explicativa a favor de la de exclusión. Además, el momento histórico que vivimos ha sido caracterizado también como de quiebra específica de la conciencia social y colectiva. ¿Qué papel creéis que puede lle­gar a jugar la organización colectiva en torno al trabajo o al rechazo del mismo?

JMN: El problema es que el movimiento sindical se articula justo en torno a una noción restringida de trabajo, la noción al uso. Esta exclusión que comentas se relaciona con toda la preocupación más allá del trabajo, que se une luego a lo que Iván Íllich denomina traba­jo sombra. Son actividades penosas, que hay que hacer, y que se echan cada vez más enci­ma de las personas, que en su tiempo libre tienen que resolver cantidad de cosas. Antes había autobuses que llevaban a los trabajadores a sus empresas y ahora que cada cual se compre su coche, o que llegue al sitio como pueda, con lo cual ese tiempo, ese trabajo som­bra, no está retribuido… Hay cantidad de aspectos que copan lo que se llama ocio, y por otra parte está todo el tema del paro in crescendo. Si los sindicatos se ocupan solo de lo que es trabajo y de reivindicar más o menos los salarios de los que están trabajando… o de pedir las peras del pleno empleo al olmo de un sistema que por sus propias características gene­ra paro; para que la gente pida de rodillas un trabajo aunque sea precario… yo creo que habría que replanteárselo desde una perspectiva mas amplia de toda la sociedad. Esas rei­vindicaciones, como detallo en el capítulo dedicado al trabajo en el libro Raíces económicas del deterioro ecológico y social, deberían ir encaminadas no ya solo a enderezar la Regla del Notario, sino abrirse a preocupaciones sociales que van más allá de reivindicar sin más los intereses de los asalariados afiliados…

JR: Yo creo que ahí la línea histórica de avance es la reducción del tiempo de trabajo y la redistribución del trabajo, durante toda una fase primera del movimiento obrero. Esa fue una fase absolutamente central, y se consiguió pasar de las jornadas laborales de 16 ó 18 horas diarias a la de 8 o un poquito menos. Y a partir de ahí quedó más o menos congela­do, perdió parte del protagonismo que había tenido en las luchas obreras, y yo creo que, sin embargo, un análisis del asunto muestra que es la única forma de apuntar de verdad a una sociedad más igualitaria y con una capacidad de regulación colectiva de sus intercambios con la naturaleza, que es lo que necesitamos desde una conciencia ecológica. Por lo tanto, la cuestión de la reducción y redistribución del tiempo de trabajo es básica. En este sentido, la consigna de Lafargue sigue siendo de actualidad: trabajar tres horas al día y producir en ese tiempo lo necesario, no lo superfluo, sin rentistas ni notarios, digamos.

JMN: Sí es fundamental reducir la jornada. Pero, yo diría también, promover cierto tra­bajo libre o cooperativo en actividades que el Estado y, en general, toda la sociedad deja de lado. Habría que privilegiar esa salida para que la gente pueda valerse por sí misma, que es lo que había venido haciendo la mayoría de la especie humana hasta que el capitalismo le cortó las alas, obligándola a mendigar empleo dependiente a un empresariado que ha dejado de ser el explotador «insaciable y cruel» de la canción, para convertirse en benéfico creador de puestos de trabajo.

JR: Sí, bueno, pero no se trata solamente de las salidas digamos de autoayuda, auto­organización en tiempos malos, sino del asunto mucho más amplio de la democracia eco­nómica: formas de autogestión de la economía que han de aparecer en cualquier modelo de sociedad deseable. En una sociedad ecosocialista la forma de organización de las unidades económicas tendría que ser cooperativa, claro.




[1] J. M. Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social, Siglo XXI, Madrid, 2006 [2ª ed. actualizada 2010].

[2] J. M. Naredo, La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico, Siglo XXI, Madrid, 1987 [3ª ed. actualizada 2003; 4ª ed. en preparación].

[3] E. F. Schumacher, El buen trabajo, Debate, Madrid, 1980.

[4] P. Lafargue, El derecho a la pereza, Sevilla, Doble J, 2007.

[5] Expuesta también en el libro antes mencionado sobre las Raíces económicas del deterioro ecológico y social.

(*) Olga Abasolo Pozas es responsable del área de democracia, ciudadanía y diversidad de CIP-Ecosocial y jefa de redacción de Papeles de relaciones ecosociales y cambio global

Fuente: Papeles de relaciones ecosociales y cambio global nº 108 2009, pp 147-161

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