En una insólita decisión, el Comité Nobel de Noruega puso fin a siete meses de búsqueda entre los 205 nominados para el Premio Nobel de la Paz y se lo concedió a Barack Obama. En el camino quedó nuestra entrañable senadora colombiana Piedad Córdoba, cuyos esfuerzos en pro de la paz en su desgarrado país […]
En una insólita decisión, el Comité Nobel de Noruega puso fin a siete meses de búsqueda entre los 205 nominados para el Premio Nobel de la Paz y se lo concedió a Barack Obama. En el camino quedó nuestra entrañable senadora colombiana Piedad Córdoba, cuyos esfuerzos en pro de la paz en su desgarrado país merecían con creces la recompensa del Premio adjudicado al presidente estadounidense. Éste fue nominado, y no es un dato menor, cuando apenas se cumplían dos meses de su ingreso a la Casa Blanca. ¿Qué hizo por la paz mundial en ese breve plazo? Pronunciar lavados discursos y formular nebulosas exhortaciones. En cambio la senadora lleva años exponiendo su integridad física detrás de sus palabras y sus acciones a favor de la pacificación de Colombia. Pero el Comité noruego no lo entendió así y Piedad fue una vez más postergada. Mujer, negra, de izquierda, latinoamericana: demasiados defectos para los prudentes integrantes del Comité, siempre «políticamente correctos», eternos «bienpensantes» que sólo por equivocación elegirían a un personaje público cuyas luchas por la paz no sean aceptables para el imperio. El Dalai Lama lo es; Piedad no. Para aquél el Premio; para ésta el ninguneo.
Por eso no sorprende que la decisión del Comité noruego haya provocado reacciones muy diversas en el sistema internacional: desde el estupor hasta una gigantesca risotada. Las declaraciones del presidente de ese órgano, Thorbjorn Jagland, no tienen desperdicio: «es importante para el Comité reconocer a las personas que están luchando y son idealistas, pero no podemos hacer eso todos los años. De vez en cuando debemos internarnos en el reino de la realpolitik. Al fin de cuentas es siempre una mezcla de idealismo y realpolitik lo que puede cambiar al mundo». El problema con Obama es que su idealismo se queda en el plano de la retórica, mientras que en el mundo de la realpolitik sus iniciativas no podrían ser más antagónicas con la búsqueda de la paz en este mundo.
Según informa Robert Higgs, un especialista en presupuestos militares del Independent Institute de Oakland, California, la forma en que Washington elabora el presupuesto de defensa oculta sistemáticamente su verdadero monto. Al analizar las cifras elevadas al Congreso por George W. Bush para el año fiscal 2007-2008 Higgs concluyó que representaban poco más de la mitad de la cifra que sería efectivamente desembolsada, llegando por eso mismo a superar la barrera, impensable hasta ese entonces, de un billón de dólares. Es decir, un millón de millones de dólares. Y esto es así porque, según Higgs, a la suma originalmente asignada al Pentágono es preciso sumar los gastos relacionados con la defensa que se ejecutan por fuera del Pentágono, los fondos extraordinarios demandados por las guerras de Iraq y Afganistán, los intereses devengados por el endeudamiento en que incurre la Casa Blanca para afrontar estos gastos y los que se originan en la atención médica y psicológica de los 33.000 hombres y mujeres que sufrieron heridas durante las guerras de Estados Unidos y que requieren un abultado presupuesto de la Administración Nacional de Veteranos. Obama no ha hecho absolutamente nada para detener esta infernal máquina de muerte y destrucción; al contrario, bajo su gestión este presupuesto se incrementó, de modo que aquella barrera del billón de dólares ya quedó bien atrás. Por eso resulta sumamente irritante que cuando por boca de su Secretaria de Estado la Casa Blanca denuncia los «gastos desproporcionados en armamentos» en lugar de ver la viga que tiene en su propio ojo, el blanco de sus críticas no sea otra que ¡la Venezuela bolivariana!
El flamante Premio Nobel de la Paz aumentó el presupuesto para la guerra en Afganistán al paso que contempla incrementar el número de tropas desplegadas en ese país; sus tropas siguen ocupando Iraq; no da señales de revisar la decisión de George Bush Jr. de activar la Cuarta Flota; avanza en un tratado todavía secreto con Álvaro Uribe para desplegar siete bases militares estadounidenses en Colombia, y se habla de cinco más que estarían a punto de confirmarse, con lo cual está preparando (o se convierte en cómplice) de una nueva escalada belicista contra América Latina; mantiene a su embajador en Tegucigalpa, cuando prácticamente todos se marcharon, y de ese modo respalda a los golpistas hondureños; mantiene el bloqueo contra Cuba y ni se inmuta ante la injusta cárcel de los cinco cubanos encarcelados en Estados Unidos por luchar contra el terrorismo. Claro, el Comité noruego sufre periódicamente algunos desvaríos -no se sabe si ocasionados por su ignorancia de los asuntos mundiales, presiones oportunistas o las delicias del acquavit noruego-, lo que se traduce en decisiones tan absurdas como la actual. Pero si en su momento le concedieron el Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger, correctamente definido por Gore Vidal como el mayor criminal de guerra que anda suelto por el mundo, ¿cómo se lo iban a negar a Obama, sobre todo después del desaire que sufriera a manos de Lula en Copenhague? La realpolitik exigía reparar inmediatamente ese error. Porque al fin y al cabo, como declaró el propio presidente de Estados Unidos al enterarse de su premio, éste representa la «reafirmación del liderazgo estadounidense en nombre de las aspiraciones de los pueblos de todas las naciones.» Y, en un súbito ataque de «realismo», los compañeros del Comité noruego pusieron su granito de arena para fortalecer la declinante hegemonía estadounidense en el sistema internacional. Se sospecha que por esta ayudita ellos también, en su momento, serán debidamente recompensados.
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