Recordemos que Rusia es sobre todo las clases populares -gente obrera, empleada y pequeños empresarios que se ganan su vida de forma más o menos precaria-, que constituyen la mayoría absoluta de la población.
En todas partes solo escucho exclamaciones aterrorizadas contra esas gentes, este pueblo ruso con el cerebro lavado que apoya masivamente la guerra y los actos criminales de Putin. Leo eso de la pluma de periodistas franceses, también lo veo con demasiada frecuencia en las palabras de muchos valientes rusos que aún se muestran abiertamente contra la guerra en las redes sociales. Se nos dice que la sociedad rusa está bajo la influencia de la propaganda a favor de la guerra, que el régimen autoritario de Putin ha despolitizado a la sociedad durante mucho tiempo, que las fuerzas de oposición han sido aniquiladas, con excepción de una fina capa de refractarios que ahora, en su mayor parte, tienen que huir de su país.
Bien; puede ser que esta visión de un único matiz corresponda al menos a una parte de la realidad, pero puede ser que, sobre todo, no sepamos nada de lo que está pasando en el seno de la sociedad rusa, en los sectores sociales que nunca han sido realmente exploradas y que, en realidad, ni siquiera han llamado la atención de analistas, investigadores, políticos. Cualquiera que sea el país del que se trate, las clases populares siempre se consideran como una parte marginal, no fundamental. Pero Rusia, arqueada sobre el mito de la gran cultura rusa y el subdesarrollo de sus mujiks, ha elevado el desprecio social de su pueblo a un nivel difícil de igualar. ¿Y si los mujiks simplemente necesitaran que se les brinde un apoyo para lograr articular su discurso crítico y sus ganas de protesta? En cualquier caso, la supervivencia de la sociedad rusa actual depende fundamentalmente de la forma en que las clases medias educadas y disidentes encuentren, o no, los medios para renovar el contacto con las clases populares.
Porque recordemos que Rusia es sobre todo las clases populares -gente obrera, empleada y pequeños empresarios que se ganan su vida de forma más o menos precaria-, que constituyen la mayoría absoluta de la población. Son también estas clases sociales las que aportan el grueso de los soldados enviados a Ucrania, ya sea por engaño, por la fuerza, por la necesidad de alimentar a sus familias o por convicción. Sin embargo, es de ellas de las que menos oímos hablar, sobre todo porque apenas hablan, al menos no con una voz claramente audible y reconocible.
Y estas son las personas cuya solidificación, cuya emergencia como comunidad social autoconsciente, quedó registrada en mis últimas encuestas de 2018, un cambio que no debe ser subestimado para quienes saben lo mal que habían tratado las reformas capitalistas ultraliberales y el implacable anticomunismo de los años 90 tras la caída del Muro de Berlín [1] a las clases trabajadoras, y la clase obrera en particular. No lo olvidemos: la clase obrera fue destruida, se impuso la ley del arréglate como puedas y el sálvese quien pueda, la miseria y el desorden doblaron las espaldas de millones de personas que, con la privatización o el cierre de sus fábricas/molinos, la desintegración de la URSS y el cambio radical del discurso dominante, habían perdido toda confianza, todo rumbo, incluso todo arraigo en cualquier realidad social descifrable. Casi nadie se llamaba a sí mismo trabajador, casi nadie se reconocía en ninguna comunidad social, ya fuera de clase trabajadora, nacional o de otro tipo. La mayoría se auto-humilló comparándose con tornillos introducidos en un mecanismo inhumano, con el ganado o con esclavos.
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En comparación, los años 2000 y 2010 ofrecieron un panorama completamente diferente. Cierto, se estableció el régimen autoritario de Putin, se cerró el espacio público de los medios (incluso si las voces de los trabajadores ya estaban ausentes de este espacio dominado por la oligarquía yeltsiniana en la década de 1990), pero también se dio una mejora real de las condiciones de vida, una estabilización social que permitió a muchas personas recuperar su pocisión y reconciliarse con su experiencia vital. También se dio un intermitente discurso populista de Putin que, si bien caricaturizaba a la clase obrera, al menos la hizo reaparecer en el ámbito mediático. Finalmente, hubo un discurso patriótico de Putin que, en contra de los objetivos del Kremlin, ha politizado a la sociedad y, paradójicamente, inscribió a la comunidad nacional como un objeto político que permitía incluso la disensión. Y, de hecho, desde mediados de la década de 2000 asistimos a una proliferación de movilizaciones de base, locales, relacionadas con temas sociales, ecológicos o laborales, que testimonian la expansión de las capacidades de autoorganización en todo el país. Las conciencias también evolucionaron, la sociedad se reestructuró, a pesar, o quizás incluso gracias al autoritarismo nacionalista del Kremlin. En cualquier caso, la amplia investigación que dirigí en los años 2016-2018[2] permitió identificar claramente tres grupos sociales.
El primer grupo no era el más masivo y sobre todo estaba compuesto por personas de trayectoria social ascendente: el de los conformistas, para quienes lo importante es poseer el poder y proyectarse en una comunidad nacional única y unida. Esta categoría aprobaba ampliamente la propaganda patriótica y depositaba masivamente su fe en Putin.
El segundo grupo estaba formado por personas que se auto-definían sobre todo por sus cualidades intelectuales o morales y se identificaban con la élite intelectual, frente a la masa de pobres ignorantes. Este grupo de intelectualizantes o moralizantes, aunque tenían en común el mismo desprecio social por las clases trabajadoras, se escindió en dos campos diametralmente opuestos: uno pro-Putin y partidario del proyecto patriótico del Kremlin orquestando el renacimiento de la gran cultura rusa, y el otro, anti-Putin que rechaza cualquier apego a una nación calificada como de mierda.
Finalmente, el tercer grupo era el más amplio, el de las clases populares que se proyectaban en una gran comunidad, la del pueblo trabajador y pobre y que vivía solidariamente en una crítica a las desigualdades sociales y a la explotación de la mayoría por una minoría de oligarcas amparados por el poder, bajo las trompetas de un patriotismo mentiroso.
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Estos tres grupos no los retomo aquí en un ejercicio de complacencia académica, sino para resaltar la estructuración social que había surgido de las convulsiones post-comunistas, y que se manifestaba en forma de claras divisiones entre la burguesía o los aspirantes a la burguesía, las clases medias cultas de pretensión elitista y las clases populares. Pero si algo sabemos de los dos primeros grupos, muy poca información circula sobre lo que les está pasando a las clases populares hoy que Rusia está embarcada en la guerra de Ucrania.
Sin duda, el primer grupo se dedicó en cuerpo y alma a apoyar la operación militar de Putin, mientras que otra parte ha abandonado Rusia para mantener un nivel de vida amenazado por las sanciones. El segundo grupo, el que más anima sus voces en las redes sociales, se debate entre los pro y los anti-guerra, los que muestran su “vergüenza” de ser rusos frente a los que están más orgullosos que nunca de ello. Son los puntos de vista de los representantes de estas clases medias educadas los que se transmiten en nuestros medios, son estos mismos representantes que se oponen a la guerra quienes se encuentran en gran parte huyendo de Rusia. Y estas son las voces que denuncian la inmoralidad de la sociedad rusa, su pasividad, su lobotomización, la facilidad con la que se adhiere a la propaganda bélica del Kremlin.
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Obviamente apoyo a los colegas obligados a dejarlo todo para marcharse, respeto su firmeza moral y su valentía. Sin embargo, lamento que una vez más, como en los años 90, las clases medias cultas, en su autoidentificación elitista, estén transmitiendo, una y otra vez, la misma imagen distorsionada y degradante de las clases populares, esas gentes, que son sin embargo la mayoría de la gente en Rusia. Me parece absolutamente necesario, como lo expresó con belleza Jonathan Littell en su “Carta a mis amigos rusos”[3], que aquellos que se ven a sí mismos como élites intelectuales y morales comiencen al menos a tratar de escuchar y comprender a las clases populares. Ningún derrocamiento duradero del régimen, ninguna democratización real puede tener lugar sin el apoyo y la participación activa de estas últimas.
Porque son capaces de movilizarse, ya lo han demostrado en muchas ocasiones. Citemos, por ejemplo, las movilizaciones de cientos de miles de personas contra la llamada reforma de monetización de las prestaciones sociales en 2005, las masivas y duraderas movilizaciones de ciertas regiones en defensa de su autonomía contra la arbitrariedad de Moscú (Kaliningrado en 2010, Khabarovsk en 2020), las rebeliones populares de las ciudades monoindustriales (Pikalevo y otras, en 2009), el movimiento contra la reforma de las pensiones (2008), las movilizaciones ecologistas (en particular en Shies, en 2019-2020 , contra un vertedero de residuos de Moscú).
Así pues, el problema no es la capacidad de autoorganización, el problema es la agenda; ¿se trata de luchar para que nuestra suerte, la de la pequeña gente como nosotros, mejore, o bien seremos, una vez más, víctimas de las luchas que están más allá de nosotros y cuyos entresijos no controlamos? El problema es también la aguda desconfianza que se siente hacia la oposición liberal, o incluso hacia todas las élites, percibidas como despectivas y que no comparten nada de la experiencia de la vida real de las clases trabajadoras. Finalmente, el problema también radica en lo que distingue a las clases populares rusas de sus contrapartes occidentales, a saber, un fuerte sentimiento de impotencia cuando se trata de cuestiones relacionadas con el poder político nacional: ¿qué se puede hacer frente a la oligarquía, mientras ellos tengan el dinero, la policía y el ejército?
A pesar de numerosas movilizaciones victoriosas (pero con poca cobertura mediática), este sentimiento de impotencia pegado al cuerpo no se ha desvanecido,. Incluso se fortaleció cuando las clases populares comenzaron a darse cuenta de la represión políticas, en particular a partir de 2021 y el encarcelamiento de Alexeï Navalny. La guerra y la atmósfera de vigilancia general, el control del territorio por zonas por parte de las fuerzas del orden, así como la imagen que producen los medios de comunicación de una unanimidad en torno a Putin incitan aún más a la gente a guardarse para sí sus dudas y preguntas.
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¿Están las clases populares en contra de la guerra? Dada la poca información que se dispone, no hay nada que lo confirme. Los críticos del apoyo mayoritario de las clases populaes a la guerra suelen estar satisfechos con encuestas (¡en tiempos de guerra y censura!), con discusiones fragmentarias con los padres, o con comentarios recogidos en la peluquería o en el taxi… ¿Qué pienso yo con mi experiencia en realizar encuestas?
Me hubiera sentido tentada a argumentar que las clases populares, inclinadas a desconfiar de la propaganda y las palabras engañosas, no deberían dejarse engañar fácilmente por la propaganda a favor de la guerra (los rusos salvarían a los suyos de las garras de los nazis en las regiones rusófonas de Ucrania). Y quizás los medios populares mantengan la cabeza fría y distancia irónica. Sin embargo, un elemento introduce la duda: la propaganda era denunciada como falsa cuando podía ser contrastada con datos de la experiencia vivida, cuando se confrontaba a una narrativa alternativa, articulada en discusiones informales, bromas, connivencias, a la certeza de ser confortado en su crítica por el eco aprobatorio que emanaba de la comunidad imaginaria de la plebe.
Pero, ¿cómo se puede experimentar en la propia experiencia una guerra que no tiene lugar en el propio espacio inmediato y sobre la que llega información ultracontradictoria por canales poco fiables? Y cómo podemos estar seguras de compartir la misma distancia crítica con una comunidad imaginaria de la que ya no sabemos realmente lo que piensa, por falta de una narrativa alternativa probada, sin duda por falta de libertad de expresión, incluso en espacios informales. ¿Están entonces las clases populares tentadas a confiar en la versión televisiva, a falta de algo mejor? ¿Aferrarse a lo que se presenta como la opinión general? Sin duda esto es, al menos en parte, lo que está sucediendo ahora.
Sin la guerra, yo hubiera dicho que las clases populares tenían la capacidad de construir juntas una contra-narrativa de lo que está pasando, una narrativa con ironía subversiva e irrespetuosa, que presentaría a la guerra como una ilustración más de los crímenes de los poderosos de este mundo, contra los pequeños que siempre llevan la peor parte de sus ambiciones, así que una historia que podría incluir a la plebe ucraniana en la comunidad imaginaria de las víctimas de la historia. Pero, ¿existe todavía un mundo común imaginario del pequeño pueblo? ¿No se tambalea el pedestal en el que se encontraba -las interacciones sensibles, la seguridad en sí mismo, la re-habitación de su espacio vital-?
Sin la guerra, habría dicho que las clases populares desconfían por principio de los designios humanistas de los gobernantes y los poderosos, sospechosas a priori de servir a sus propios intereses por encima de todo. Pero una ofensiva asesina llevada a cabo sobre un país hermano, vecino, de la misma cultura, rebasa sin duda los límites de la oscuridad atribuida a los oligarcas.
Por lo que parece probable que gran parte de las clases populares vuelva a encontrarse perdida en el caos y la ausencia de referentes, lo que se traduce en una actitud de espera, una negación más o menos activa, una postura de defensa o de repliegue. Esto no es apoyo a la guerra ni a Putin; pero tampoco es oponerse a ella.
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¿Cómo podría evolucionar esta situación?
Una narrativa alternativa tendría que lograr ser audible y resonar con las formas de ver de los círculos populares. Esto podría surgir de movilizaciones reales y luchas comunes, en particular cuando las sanciones y el deterioro de las condiciones de vida lleguen a sentirse lo más cerca posible de la experiencia vital. ¿Podría llegar de las clases medias educadas contra la guerra? Puede, pero con la única condición de que estas últimas no sean percibidas como provenientes de élites que desprecian a la población. En todo caso, una contra-narrativa expresada exclusivamente por una minoría en el exilio no tendría ninguna repercusión. Alexei Navalny logró aparecer como un opositor serio y preocupado por el destino de Rusia precisamente porque se arriesgó a regresar al país.
Sería necesario que se produzca un choque significativo o más próximo posible a la experiencia vital de la gente. Esta conmoción bien puede provenir de la llegada de los ataúdes de los soldados rusos muertos en la guerra; sobre todo porque estos soldados, alistados o forzados a alistarse, provienen en masa de las clases populares.
En cualquier caso, no se puede descartar un repentino cambio de opinión, ni tampoco protestas masivas. Lo que debe excluirse, por otro lado, es una posición basada en valores morales o políticos abstractos. De hecho, toda la experiencia de las clases populares les ha enseñado a desconfiar de las lecciones morales y los grandes eslóganes democráticos, especialmente si son percibidos como provenientes de Occidente o de una élite liberal pro-occidental, ya que la década de 1990 les enseñó cómo los valores democráticos y humanistas [de Occidente] podían volverse en su contra y llevarles al empobrecimiento y sometimiento.
La clase media educada y progresista puede desempeñar un papel en el desencadenamiento de una dinámica de protesta. Hay mucho en juego: no se trata solo de detener la guerra y garantizar la soberanía ucraniana, sino también de evitar el aniquilamiento de la sociedad rusa, la recaída en una dinámica de desorden, empobrecimiento, atomización, apatía y anomia aún más destructiva que en la década de 1990. Para enfrentar el desafío, es absolutamente necesario que una parte de esta clase media se despoje de su elitismo y de su desprecio social, que renueve un diálogo confiado y empático con las clases populares y que participe con ellas en la elaboración de un nuevo imaginario de salida de la crisis, de ruptura con el régimen de Putin, de democratización real y de redistribución de la riqueza.
Notas:
[1] Sobre este tema, véase Karine Clément, Russian Workers in Market Turmoil. 1989-1999: destruction d’un groupe social et remobilisations collectives, París: Syllepse, 2000; también M. Burawoy, The great involution: Russia’s response to the market, 1999. Manuscrito no publicado: http://burawoy.berkeley.edu/Russia/involution.pdf
[2] K. Clément, Contestation sociales “à bas bruit” en Russie: critiques sociales ordinaires et nationalismes, París. Ed. Croquant, 2022.
[3] Le Monde del 29/03/2022.
Karine Clément, es socióloga, investigadora en el CERCEC (Centro de Estudios de los Mundos Ruso, Caucásico y Centroeuropeo, Unidad mixta de Investigación CNRS / EHESS) y en el CRESPPA (UMR CNRS-Universidad Paris 8 Saint-Denis-Universidad Paris Ouest Nanterre –Universidad París Lumière– UPL)
Fuente: A’lencontre
Traducción: viento sur