Ha pasado ya un mes. Se han apagado los focos de las cámaras, aunque la situación esté muy lejos de la «normalidad». El pasado 8 de noviembre el tifón Haiyan, o Yolanda como lo llaman allí, hizo tierra en Filipinas. La tormenta más fuerte que ha tocado tierra desde que existen registros en la zona. […]
Ha pasado ya un mes. Se han apagado los focos de las cámaras, aunque la situación esté muy lejos de la «normalidad». El pasado 8 de noviembre el tifón Haiyan, o Yolanda como lo llaman allí, hizo tierra en Filipinas. La tormenta más fuerte que ha tocado tierra desde que existen registros en la zona. Vientos de 270 km por hora, con ráfagas que llegaron a los 321 km por hora, y olas de más de 7 metros, arrasaron vidas, infraestructuras y cultivos. Las últimas cifras oficiales, a tres semanas del paso del tifón, hablan de 5.924 personas que han perdido la vida, 27.022 heridas y hasta 1.779 desaparecidas. Hay unos 3 millones de personas desplazadas, más de medio millón de hogares totalmente destruidos, más medio millón parcialmente afectados, así como regiones enteras con toda la cosecha perdida.
Ante la dramática situación, no tardó en llegar a Filipinas el desembarco de los equipos de emergencia de ONG y gobiernos (incluidas fuerzas militares), acompañado de la ronda de promesas de ayuda. Se han prometido casi 500 millones de dólares, y se han recibido poco más de 12 millones, la mayor parte en forma de ayuda técnica y alimentaria. En quince días se levantaron 1.526 centros de evacuación, ofreciendo cobijo a más de 85 mil familias. Hasta el momento, 33.692 personas, 1.324 vehículos, 109 barcos, 162 aviones y otros equipamientos de ayuda han sido movilizados para proveer la ayuda.
Es un ritual que empieza a resultarnos familiar. Con cada «desastre natural», sea terremoto o tifón, un baile de cifras humanitarias. Nuestras retinas se acostumbran a las tiendas de los centros de acogida, de miles de personas sin casa, sin agua, sin comida, sin cosechas. Imágenes que nos recuerdan al Tsunami en el sud-este asiático en 2004, al terremoto en Haití en 2010, al paso de Sandy no sólo por Estados Unidos, sino también por el Caribe.
Por ello, porque la situación no es nueva, y porque además el Cambio Climático la va a convertir en cada vez más frecuente, es vital que aprendamos de los errores del pasado. Y para encontrar errores no hay más que mirar a la ayuda de emergencia y reconstrucción en Haití.
En Haití se han desembolsado casi 6 mil millones de dólares de ayuda tras el terremoto de 2010. Pero los haitianos tienen la sensación que muy poco se ha avanzado, y que, en cualquier caso, les ha tocado una parte muy pequeña del pastel de la reconstrucción. Entre 200.000 y 400.000 personas viven aún en campamentos de desplazados, y la reconstrucción de buena parte de Puerto Príncipe está lejos de ser aún una realidad.
Al preguntar a diferentes personas en Haití (dónde me encuentro con el proyecto #HaitiOtrosTerremotos) cuál es el aprendizaje que se puede sacar de la experiencia de 2010 y los años posteriores, tres cuestiones se repiten insistentemente.
La falta de coordinación entre ONGs, agencias de cooperación e instituciones locales. «Las grandes ONG se empezaron a coordinar tras los primeros momentos, pero la cantidad de organizaciones sobre el terreno hacía casi imposible una acción coordinada» comenta Vincent Maurepás, haitiano y director de Intermon Oxfam en el país. El Estado haitiano, muy debilitado ya antes del terremoto, estuvo prácticamente ausente del proceso. Una parte muy importante de los ministerios, y sus funcionarios, fueron afectados fatalmente por el terremoto. La comunidad internacional optó por asumir esa condición, sin tratar de reforzar las estructuras públicas en el proceso de reconstrucción. El 99 % de los recursos para la ayuda de emergencia y reconstrucción desembolsados después del terremoto se canalizaron a través de agencias de Naciones Unidas, ONG, empresas subcontratadas y otros proveedores de servicios no estatales. Menos del 1 % de los más de 6 mil millones de dólares desembolsados se canalizaron a través de instituciones públicas locales o del gobierno. Y sólo el 23 % de la financiación para la reconstrucción a largo plazo está siendo canalizada a través del gobierno.
Otro de los errores, que no se limita a la ayuda post-terremoto, es el de no haber contado con las redes sociales existentes en el país, siendo estas casi borradas del mapa por la «invasión de ONGs» que siguió al terremoto. Haití, como Filipinas, tiene una larga tradición de movimientos sociales. Una sociedad rebelde y activa, que ha luchado contra fuerzas coloniales y dictaduras. Una sociedad civil rica y dinámica que demasiado a menudo es ignorada por la comunidad internacional y las ONG, que prefieren contrapartes menos incómodas, sin la voluntad de transformación radical que tienen esos movimientos sociales
Finalmente, señalan en Haití la total falta de un plan de ruta hacia la reconstrucción que se abordase esas causas estructurales de tanta destrucción, en definitiva, la falta de transición de la ayuda de emergencia a una estrategia de largo plazo, generada por y para los haitianos. Para muchos el problema no fue el terremoto. «El terremoto visibilizó el empobrecimiento, las desigualdades, los problemas estructurales de la sociedad y la economía haitiana», me decía el otro día un militante de un movimiento social de izquierdas por la democracia. El problema es pues mucho más profundo. En Haití resulta evidente que sólo revirtiendo la tendencia neoliberal y centralizadora que ha empobrecido el país durante las últimas décadas se puede hablar de reconstrucción para el pueblo haitiano.
Desgraciadamente parece ser que buena parte de la ayuda post-terremoto ha ido en la dirección contraria, la de afianzar la deriva neoliberal. La ayuda alimentaria, la supuesta ayuda forma de créditos condicionados, la promoción de la minería o las zonas francas para la producción de textiles para la exportación, todas ellas estrategias que convierten Haití en más dependiente, en menos soberano.
El gobierno de Filipinas cuantificaba hace unos días el coste de la reconstrucción en 4.250 millones de euros, a la vez que preveía que deberían acudir al crédito internacional para hacer frente a esos costes. Si el objetivo es no sólo la reconstrucción física, sino el desarrollo humano, la ayuda a la reconstrucción no puede ser en forma de crédito, que eterniza la dependencia del exterior y somete a los pueblos a las duras medidas de austeridad que imponen los acreedores, generalmente el FMI y los bancos de desarrollo como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Asiático de Desarrollo.
Ahora que Filipinas ya no ocupa portadas, probablemente nos olvidaremos de monitorizar si las promesas de ayuda se cumplen o si la ayuda que efectivamente se despliegue es adecuada y transparente. Nos olvidaremos de analizar si se llega a acuerdos relevantes en la cumbre de Cambio Climático en Varsovia para tratar de minimizar sus efectos en el futuro. Pero sobretodo, nos olvidaremos de presionar para que se afronten las causas estructurales del empobrecimiento que fenómenos «naturales» como el tifón Yolanda encuentran a su paso, convirtiéndose en mucho más destructivos y letales.
Iolanda Fresnillo. Investigadora y comunicadora sobre finanzas al desarrollo
Fuente: http://alternativaseconomicas.coop/posts/que-filipinas-no-sea-haiti–2