Hace sólo cuatro meses atrás, el 13 de diciembre de 2004, Joseph Ratzinger, prefecto de la congregación para la doctrina de la fe, firmó una nueva carta de condenación a un teólogo «desbocado». En esta ocasión el sancionado fue el padre Roger Haight, un jesuita norteamericano, profesor de la Weston Jesuit School of theology y […]
Hace sólo cuatro meses atrás, el 13 de diciembre de 2004, Joseph Ratzinger, prefecto de la congregación para la doctrina de la fe, firmó una nueva carta de condenación a un teólogo «desbocado». En esta ocasión el sancionado fue el padre Roger Haight, un jesuita norteamericano, profesor de la Weston Jesuit School of theology y ex presidente de la sociedad teológica católica americana. Según Ratzinger «las afirmaciones contenidas en el libro «Jesus Symbol of God» del Padre Roger Haight S.J. deben ser calificadas como graves errores doctrinales contra la fe divina y católica de la Iglesia. Por consiguiente, le es prohibido al autor la enseñanza de la teología católica en cuanto sus posiciones no fuesen rectificadas, de forma a estén en plena conformidad con la doctrina de la Iglesia[1]».
El caso de Roger Haight es uno de los muchos ejemplos que ilustran el modus operandi de Ratzinger, que desde 1981 ha encabezado la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esta departamento de la curia romana originalmente se llamaba Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, y fue fundada por Pablo III en 1542 con la Constitución «Licet ab initio», para defender a la Iglesia de «las herejías». Es la más antigua de las nueve Congregaciones de la Curia. Como afirman los documentos de esta misma Congregación, su misión es «difundir la sólida doctrina y defender aquellos puntos de la tradición cristiana que parecen estar en peligro, como consecuencia de doctrinas nuevas no aceptables».
En estos años, los métodos aplicados por Ratzinger para defender a la Iglesia «de las nuevas doctrinas» pueden muy bien aparecer entre las formas de violaciones a los derechos humanos que aplican los estados totalitarios a sus ciudadanos. La persecución y el acoso, en abierta disidencia a la libertad de conciencia que garantiza la declaración universal de los DD.HH. se ha desarrollado bajo Ratzinger de múltiples formas. Bajo su poder han caído desde los renombrados moralistas Bernard Häring y Charles Curran a Ernesto Cardenal, pasando por Gustavo Gutiérrez, Ivonne Guevara, Leonardo Boff, y Edward Schillebeekx, entre otros.
El teólogo español José María Castillo, que ha vivido ese proceso en carne propia, lo describe así: «En la Iglesia nadie tiene derechos adquiridos. Te pueden quitar de párroco, de profesor, de obispo… con un simple escrito, con una llamada telefónica, de palabra. Y no tendrás a quien recurrir, ni contra quien protestar, porque generalmente la orden te vendrá dada por alguien que nadie tiene que ver en el asunto, que es un mandado de otro. Es más, te considerarán mala persona por el solo hecho de no aceptar en conciencia el monitum recibido. Y esto, por desgracia, está siendo el pan nuestro de cada día[2]».
Las consecuencias de esta represión doctrinal nos permiten entender el drama que viven hoy los católicos en el mundo entero: » la situación de discriminación permanente a la mujer en la Iglesia; la situación de muchas comunidades eclesiales que, por falta de ministro ordenado, no pueden celebrar la Eucaristía, a la que tienen derecho; de sacerdotes que reivindican la posibilidad del matrimonio para si; un gran núcleo de hombres y mujeres que, por una orientación homosexual, están llamados a vivir bajo el signo de la soledad toda su vida; la situación de multitud de hombres y mujeres que, divorciados se vuelven a casar, sin poder acceder a la eucaristía o al sacramento de la penitencia si no asumen las condiciones estrictas y estrechas de la Iglesia; tampoco podemos olvidar la situación de multitud de profesores de religión que, por una cláusula en el acuerdo Iglesia-Estado, no pueden pensar en la posibilidad de una estabilidad laboral, ya que su auorización para trabajar depende del permiso del Obispo del lugar….[3]»
En este contexto es alarmante que Ratzinger controle de forma absoluta a la Iglesia Católica. Recordemos que la autoridad papal solo es asimilable a la de una monarquía absoluta. El canon 331 del actual Código de Derecho Canónico afirma que el Papa tiene, «en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente». Por tanto, no existen límites a la potestad del Papa dentro de la Iglesia. En el canon 333, párrafo tercero, se establece que «no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice». Más aún, el canon 1404 afirma: «La Primera Sede por nadie puede ser juzgada». O sea, la persona del Pontífice se halla fuera de cualquier fuero, eclesiástico o civil, ya que no hay ninguna autoridad superior a él que pueda juzgarle. Y para que no quede posibilidad alguna de limitar la potestad papal, el canon 1372 dispone que «quien recurre al Concilio Ecuménico o al Colegio de los Obispos contra un acto del Romano Pontífice, debe ser castigado con una censura».
Las palabras de Ratzinger, en el vía crusis de este año, muestran que sus intenciones inquisitoriales están más vivas que nunca, cuando se refirió a «lo que tiene que sufrir Cristo por la suciedad que hay en su Iglesia, en la que se abusa de su palabra». Para limpiar esa suciedad, ¿cuáles serán los métodos elegidos por Benedicto XVI? ¿Serán los mismos métodos de limpieza racial e ideológica que conoció en su juventud, cuando formó parte de las juventudes hitleristas?
[1] Congregação para a doutrina da fé. «Notificação sobre o livro «Jesus symbol of god» do padre Roger Haight, s. j.»
[2] José María Castillo. ¿Qué está pasando en la Iglesia?. En Discípulos, revista de teología y ministerio. Abril 2003.
[3] Juan Antonio Chaves León, op. «Derechos humanos en la Iglesia». en Revista del Movimiento Juvenil Dominicano de España.