Traducido por Zuriñe Vázquez
Al oeste, enclavadas en una de las zonas tribales que separan Afganistán de Pakistán, al sur de Peshawar se encuentra Darra Adam Khel, donde la ley pakistaní no ha lugar y los habitantes se pasean con el kalachnikov al hombro. En la primera casa que cruzamos lo primero que salta a la vista es un cartel que anuncia la prohibición del acceso de extranjeros a la ciudad. ¿¿Por qué? La respuesta está en sus muros, y en la invitacióón a todos lo jóvenes para unirse a la djihad de «la armada de Mohammed». Tenemos que hacer uso de algunos dólares para conseguir que uno de los guardias nos deje deambular por las callejuelas de la ciudad de los 100.000 fusiles.
Darra Adam Khel está en la lista de los más grandes mercados (no oficiales) de armas del mundo: 2.600 tiendas de armas, 3.000 artesanos que copian una media de 400 armas por día. Es el almacén que aprovisiona las zonas tribales de Waziristan, conocida como la base de combatientes árabes.
Encontramos todo tipo de armas en Darra, desde una Beretta a misiles antiaéreos, pasando por granadas. Es aquí donde viene a aprovisionarse Abou Jihad, uno de los principales combatientes taliban que dirige la guerrilla contra las fuerzas norteamericanas en Afganistán. Pero es al otro lado de la frontera, en Spin Boldak (Afganistán) que Abou Jihad, en el interior de una tienda de televisores, que cuenta su lucha y ardor guerrero al semanario «Nouvel Observateur».
Lo primero que nos llama la atención es la evidencia de que los talibanes que sustentan la guerrilla contra los americanos en Afganistán no están escondidos en montañas inaccesibles ni grutas subterráneas como se cree, sino que viven tranquilamente en el corazón de las ciudades afganas o pakistaníes. Pasan el invierno en Karachi, se abastecen en Peshawar, compran las armas en Darra, se reúnen en Quetta y viven en Kandahar o Jalalabad. Atraviesan cada día la frontera entre Afganistán y Pakistáán (que no reconocen puesto que divide artificialmente el Pachtusnitan, y no admiten dicha partición).
Sentado encima de un televisor japonés estropeado, Abou, vestido con el Salwar kamiz negro propio de la región, cuenta entusiasmado como la guerra de Irak a dado un soplo de vigor a la lucha en Afganistán. Se cree que Ossama Ben Laden (o quienquiera que esté detrás de esas palabras) ha abierto campos de entrenamiento en le triangulo sunita que va de Irak a Afganistán para aprender los últimos métodos de los insurgentes irakies.
El prestigio de los combatientes árabes es tal a los ojos de los afganos que todos quieren hacer el viaje. Tres condiciones son requeridas para ser aceptado en la gran escuela de la djihad: tener buena salud, recibir una carta de invitación de Abdul Hadi al-Iraqi, el representante de Ben Laden en Irak, y por supuesto hablar árabe.
Quince (ocho afganos, tres árabes, tres Uzbekos y un iraní) son los que han emprendido el peregrinaje guerrillero a Irak. De Kandahar a Ramadi, cerca de Fallujah, su viaje ha durado más de cinco semanas.
Durante tres meses, Abou Jihad se ha entrenado en el manejo de las armas: «para nosotros era más bien aburrido, confiesa, porque ya sabíamos utilizar los laza granadas y el resto de las armas. Aunque hemos aprendido también mecanismos más sofisticados que eran nuevos para nosotros y el manejo de explosivos a distancia».
Lo que ha impresionado más a los afganos ha sido la disciplina y la euforia de los combatientes irakies, cuyos ojos y caras estaban habitados por un inmenso odio a los americanos. También estaban los camicaces, adolescentes donados por los padres irakies para la djihad. Varias veces por semana los responsables del campo, bautizado poéticamente como «el campo amante de víírgenes del paraíso», pedía voluntarios. Abou afirma haber levantado la mano varias veces sin haber tenido la suerte de ser elegido.
Es un hecho que los atentados suicidas, las decapitaciones filmadas como las de los supuestos espías en Post (Afganistán) demuestran una similitud con la barbarie iraki. Si bien el grado de violencia es incomparable y las elecciones se han desarrollado en una atmósfera relativamente tranquila, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero hay que tener en cuenta que en el sur los opositores al régimen de Kabul se han puesto de nuevo en marcha.
Circular hacia el sur por la autovía nueva que va de Kabul a Kandahar, la que los afganos han bautizado como la autovía Bush, se convierte en una ruleta rusa.
En el pueblo de Moqar, cerca del distrito de Zabol, donde los alrededores están completamente controlados por los insurgentes, el antiguo portavoz del gobierno taliban en Europa, Nek Muhammad Nekmal, acepta mantener una entrevista. El antiguo diplomático cuyas numerosas cicatrices y una pierna de plástico son obra de una mina, es bastante elocuente sobre la situación políítica y militar: «para vivir hoy en el sur de Ghazni, explica, hay que tratar a los representantes del gobierno como agitadores o rebeldes». Confiesa que a pesar de sus numerosas relaciones con la guerrilla no se le ocurre aventurarse hacia la provincia de Zabol. Junto a Nekmal se encuentra el jóven Bismillah, vendedor de coches que nunca ha sido taliban. Acaba de dejar su pueblo en la provincia de Zabol para instalarse en Moqar. Describe la zona como un lugar sin ley donde los representantes del gobierno tienen que retirarse a la capital de la provincia cuando llega la noche. No hay colegios, ni gasolina, incluso las indispensables moviletes (medio favorito de locomoción de los talibanes) están prohibidas por los americanos. Como consecuencia los habitantes parten en masa a Pakistán o hacia el norte para refugiarse.
«»En la provincia de Zabol tienes dos opciones, continúa Bismillah, ser arrestado por el gobierno porque tienes barba o ser asesinado por los talibanes porque pareces un espía».
Rahman Akhondzada, 40 años, es un comandante de los insurgentes talibanes de la provincia de Zabol. Muy difícil de mantener un cara a cara, responde a las preguntas por teléfono. Afirma que con sus 150 hombres lanza al menos un ataque por semana a la base americana de Daya Choopan. Son más de 15 distritos los que están bajo la ley islámica de los talibanes, según sus informaciones. En estos momentos hay cambios en cuanto al liderazgo taliban, pero lo que está claro es que la djihad no ha hecho más que comenzar.
Abdul Salam es el primer ex taliban (uno de los cinco oficiales de mayor grado) que ocupa un cargo en el Parlamento Afgano. Sentado cerca de la puerta de su casa de Kabul describe como una letanía la avalancha de amenazas y advertencias que recibe desde su elección. Y eso a pesar de las buenas relaciones que guarda con sus antiguos compañeros. Incluso de vez en cuando tiene que interceder para soltar rehenes retenidos por los insurgentes o cuando el presidente Karzaïï le ruega que interceda y trate de convencer a los talibanes para una tregua. «Todos el estado mayor de la resistencia taliban está en Quetta, explica tranquilamente. Abdul Razak, Obeidullah, Kahar y el resto, como un verdadero gobierno en la sombra. Detrás de ellos está el consejo del mal: los coroneles del SII (Servicios Internos de Inteligencia, los servicios secretos pakistaníes), quienes les organizan y les financian delante de las mismas narices del presidente Moucharraf y los americanos».