Las alarmas suenan periódicamente en el planeta, pero ahora, cuando se ha cumplido un siglo del estallido de la gran guerra , el mundo asiste con inquietud a la acción combinada, a veces imprevista, del ruido simultáneo de peligrosos conflictos que pueden encender la mecha de la guerra (Ucrania, Iraq, Siria, Israel-Palestina, sudeste asiático), del […]
Las alarmas suenan periódicamente en el planeta, pero ahora, cuando se ha cumplido un siglo del estallido de la gran guerra , el mundo asiste con inquietud a la acción combinada, a veces imprevista, del ruido simultáneo de peligrosos conflictos que pueden encender la mecha de la guerra (Ucrania, Iraq, Siria, Israel-Palestina, sudeste asiático), del ascenso del nacionalismo, y de la creciente insatisfacción con los sistemas políticos liberales que han abierto profundas crisis en muchos países europeos. Si apenas un par de años atrás parecía iniciarse un período de colaboración entre las grandes potencias, aun existiendo muchas diferencias y disputas, a lo largo de 2014 las cancillerías, estados mayores de ejércitos y centros de pensamiento estratégico han empezado a preocuparse por la hipótesis de un enfrentamiento militar entre los principales países del mundo. El espectro de la guerra vuelve a surgir de las sentinas de la historia. A nadie se le escapa que las diferencias entre Washington, Pekín y Moscú vienen de lejos: desde el escudo antimisiles que Estados Unidos quiere completar alrededor de Rusia y China, hasta la pugna entre un país dominante, USA, pero en declive, y otras grandes potencias, pasando por la definición de las nuevas zonas de influencia en el mundo (proceso que se abrió con la desaparición de la URSS y sigue presente dos décadas después), por el acceso a las fuentes de hidrocarburos y de materias primas, y por la soterrada lucha por el dominio en el ciberespacio y el cosmos, no han faltado motivos de enfrentamiento. Sin embargo, si hubiese que situar el momento en que el mundo empieza a deslizarse por una peligrosa pendiente que puede llevar a una tercera guerra planetaria, es, sin duda, el «giro a Asia» del gobierno de Obama, con su decisión de concentrar progresivamente su fuerza militar alrededor de China, y el apoyo europeo y norteamericano al golpe de Estado en Ucrania, que supuso un serio aviso a Rusia para que abandonase su proyecto estratégico de Unión Euroasiática y una amenaza en toda regla a su propia existencia como país. No es extraño que Strobe Talbott (subsecretario de Estado norteamericano con Bill Clinton y hombre que participó como embajador, durante los años de Yeltsin, en la destrucción de la economía soviética), haya advertido del riesgo real de guerra entre las grandes potencias, y que el veterano Henry Kissinger afirme en su nuevo libro, World Order , que el caos puede apoderarse del planeta y que empieza a recorrerse un camino de fragmentación del mundo en áreas de influencia. Desde los años del imperialismo del siglo XIX, cada nuevo reparto de zonas de influencia ha ido acompañado de la guerra, en Crimea o en Berlín, en Versalles o en Yalta, y los torpes zurcidos de Occidente siguen supurando sangre en las fronteras artificiales de Oriente Medio y África.
Si no hace mucho, Hillary Clinton alertaba al mundo sobre la recomposición de la Unión Soviética, y el gobierno de Obama avisaba de la peligrosa deriva de Rusia y de los «oscuros» propósitos de China, hace unas semanas la revista The Economist calificaba de «inquietante» que la diplomacia china haya conseguido que varios países quieran incorporarse a la OCS, Organización de Cooperación de Shanghái, como ha hecho la India, país que ha solicitado el ingreso en la organización, y cuya inclinación hacia un eje Pekín-Moscú tendría enormes repercusiones estratégicas. Además, el espacio BRICS, el nuevo banco de desarrollo que se anunció en la cumbre de Fortaleza, que puede suponer una sólida posibilidad de acceso a la financiación por parte de países pobres, escapando así de las garras del Banco Mundial y las redes financieras controladas por Estados Unidos, el énfasis en la construcción de infraestructuras que hagan posible el desarrollo, y no en la inversión militar, el Banco asiático de infraestructuras creado por China, y el fortalecimiento de lazos con Unasur, donde Venezuela y Argentina apuestan por alianzas con China y los BRICS, son nuevos motivos de preocupación para Estados Unidos.
The Economist , una publicación liberal que bebe de las fuentes del gobierno británico y de la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado norteamericanos, insinuaba que China está articulando «una especie de OTAN», sin que la revista reparase, primero, en que si se considera legítimo que EE.UU. y Gran Bretaña, entre otros países, dispongan de una alianza militar, ¿por qué no iba a tener ese derecho China?, y, segundo, en el relevante detalle de que la OCS no es una alianza militar. Pero las alarmas se encienden con frecuencia, y el nuevo patriotismo occidental que se viste cada día de democracia tiene inclinación por la denuncia de Pekín y Moscú. Así, el nacimiento de un «nuevo orden internacional» de la mano de la OCS estaría entre los objetivos de China, según The Economist . Hay que precisar que esa es una aspiración compartida por buena parte del planeta, desde Brasil y Argentina a Rusia, desde la India a Japón, y desde Sudáfrica y Nigeria a China e Irán, aunque Occidente siga insistiendo en su interesada visión de identificar estabilidad internacional con el predominio de Estados Unidos y sus aliados europeos. Pekín sigue insistiendo en su «ascenso pacífico», y esgrime, con abrumadora certeza, la total ausencia de tropas y establecimientos militares chinos en el mundo: a diferencia de Estados Unidos, que cuenta con bases militares en más de cien países del mundo, toda la fuerza militar china está dentro de sus propias fronteras. Pero Estados Unidos impugna la tesis del «ascenso pacífico» chino y especula con una futura agresividad de Pekín. Y el golpe de Estado en Ucrania ha ido acompañado de una agobiante campaña de la prensa occidental para demonizar al presidente ruso Putin. Los enemigos están señalados con fuego. En el verano de 2014, el Diario del Pueblo , órgano oficial del Partido Comunista Chino, daba cuenta de la «resbaladiza pendiente» por la que transitaba Estados Unidos con su agresiva política en el sudeste asiático, que, pese a la ausencia de guerra, se ha convertido en una de las zonas calientes del planeta, de forma que no puede descartarse un conflicto abierto. La preocupación del diario chino no era para menos: Michael Fuchs, un relevante responsable del Departamento de Estado norteamericano, acusaba en esas fechas a China de «comportamiento provocativo y unilateral»; y, en agosto, un serio incidente entre un caza chino y un avión espía norteamericano cerca de la isla china de Hainan aumentaba la tensión, agravada, al mes siguiente, por Chuck Hagel, secretario de Defensa norteamericano, cuando advertía a los países que violan la soberanía de otros «por la fuerza, la intimidación y la coacción», en una velada alusión a Moscú y Pekín, que no han violado ninguna soberanía, y sin que el ministro estadounidense fuera consciente de que sus palabras podían aplicarse con toda justicia a la acción exterior norteamericana en Afganistán, Iraq, Pakistán, Siria, Libia, Ucrania, Yemen y otros países. Pero la mentira y la hipocresía son un viejo recurso de los gobiernos y de la diplomacia norteamericana. Es un hecho que en todos los países donde Estados Unidos ha intervenido directamente en los últimos quince años (Afganistán, Iraq, Libia) o a través de países-cliente o grupos terroristas (Siria, Yemen, Pakistán, Ucrania) las estructuras del Estado han sido dinamitadas, dejando paso a una constelación de grupos armados, señores de la guerra, desolación, muerte y gobiernos impuestos que han caído sobre sus poblaciones como una plaga de langosta. No deja de ser sorprendente, además, que Washington apele con frecuencia al derecho internacional y a la primacía de las leyes en sus críticas a Pekín y Moscú, sin reparar en sus constantes violaciones en Iraq, Siria, Pakistán, Yemen o Libia. Pero la advertencia norteamericana que había lanzado Hagel volaba ya hacia su destino. E incluso el propio Obama se permitía criticar el fortalecimiento económico chino afirmando que Pekín se beneficia de las ventajas de otros países, en una velada acusación de «colonialismo» que resulta grotesca en boca de un presidente de los Estados Unidos.
Washington sigue reforzando su dispositivo militar en la zona de Asia-Pacífico, desde Japón, Corea del sur y Filipinas hasta Thailandia y Singapur. China ha pedido al Pentágono que sus aviones se abstengan de realizar vuelos provocativos en los límites del espacio aéreo chino, pero no ha conseguido ninguna seguridad, y el reforzamiento militar estadounidense en todo el Pacífico es inquietante: nuevos bombarderos estratégicos han sido desplegados en Guam, por ejemplo, y la colaboración británica desde Diego García, al sur de la India, está fuera de duda: Washington dispone allí de una base militar con bombarderos en alerta. Las perspectivas no son muy tranquilizadoras: Martin Dempsey, jefe del Estado mayor conjunto de las Fuerzas Armadas norteamericanas, señalando la paja en el ojo ajeno, ha manifestado que el reforzamiento militar chino hará más probable el estallido de una guerra en la próxima década. Es cierto que Pekín y Washington mantienen consultas con regularidad, y que ambos gobiernos participan en encuentros anuales orientados a aumentar la confianza, pero pese a los acuerdos para incrementar los intercambios militares y la cooperación contra el terrorismo, la tensión no se ha reducido. Cuestiones como la seguridad en Internet o las rutas marítimas enfrentan a ambos países: Estados Unidos insiste en la «libertad en los mares», aunque, en realidad, busca limitar los corredores marítimos utilizados por China: entorpecer su desarrollo, aumentar la presencia militar norteamericana en las proximidades de esas rutas y fortalecer sus alianzas militares con países del sudeste asiático supone no sólo una inversión estratégica estadounidense sino también un aviso para el futuro que Pekín no puede dejar de observar con preocupación, sobre todo porque buena parte de las exportaciones chinas y de sus importaciones de petróleo pasan por los estrechos del Mar de China meridional, que se ha convertido en uno de los corredores marítimos más importantes del planeta. La pugna por el dominio del Pacífico occidental enfrenta a Estados Unidos y China, y Washington está estimulando las diferencias entre los países de la zona, incitando a sus aliados a adoptar una agresiva política contra China, a quien ha definido en sus documentos estratégicos como la principal potencia a abatir. De esa forma, Japón, Corea del Sur, Filipinas, son arrastradas a la beligerancia antichina. Utilizando los contenciosos pendientes, Washington trata incluso de atraer a Vietnam a su frente antichino, igual que Pekín intenta mejorar sus relaciones con Corea del Sur y, eventualmente, apartarla de la coalición asiática que dirige Estados Unidos.
China prosigue su desarrollo con cautela. La reciente cumbre de la OCS en Dushanbé abrió la puerta a la entrada de nuevos países: India, Pakistán, Irán, y, significativamente, a la cooperación con la Unión Euroasiática. La principal preocupación china es la estabilidad de la región, además del impulso económico. Xi Jinping insistió en la lucha contra el fanatismo religioso y el terrorismo, cuestión que también preocupa a la India y a Irán: tanto Delhi como Teherán están muy interesados en la colaboración contra el terrorismo islamista. Al igual que ocurre en Europa con grupos de fanáticos islamistas, miembros de los grupos nacionalistas del Xingjiang chino se han incorporado a las filas yihadistas en Siria, Iraq, y Pakistán, y han llegado incluso a Indonesia. La rivalidad por el control de las rutas marítimas es cada día mayor, y países como China, Japón, Corea del sur, Vietnam, Filipinas, Brunéi, Taiwán y Malasia mantienen disputas y reclamaciones sobre derechos en el mar (como en el caso de las islas Diaoyu o Senkaku, como las denomina Japón), que Estados Unidos intenta utilizar para enfrentar a Pekín con sus vecinos. El control de pequeñas islas deshabitadas implica la posesión de extensas zonas marítimas con su correlato de vías comerciales, explotación pesquera y recursos en hidrocarburos. China está dispuesta a la negociación con cada país y en el marco de las organizaciones regionales como la ASEAN, pero Estados Unidos quiere internacionalizar la cuestión e intervenir en la negociación, aunque la progresiva confianza que ha adquirido China en sus propias fuerzas le ha llevado a exigir a Estados Unidos que permanezca al margen de las disputas del sudeste asiático, exigencia que el gobierno norteamericano no piensa atender, aunque no deja de observar con preocupación el nuevo protagonismo chino: Pekín ha contribuido con sus barcos a combatir la piratería en el golfo de Adén, protegiendo la navegación internacional, por ejemplo, y mientras que la epidemia de ébola en África ha hecho que Washington retirase los médicos norteamericanos, los facultativos chinos seguían allí: China, como Cuba, ha sido de los pocos países que ha enviado más médicos a África para combatir la epidemia.
Estados Unidos desarrolla su estrategia alrededor de su sólida alianza con Japón, Thailandia (cuyo reciente golpe de Estado no ha recibido la menor crítica de Washington), Corea del sur, Filipinas y Singapur, con Australia en segundo plano, y trata de atraerse a Malasia y Vietnam. La nueva política del gobierno japonés de Shinzo Abe, con una nueva lectura de su constitución pacifista y el rearme ante China, va de la mano del interés norteamericano en fortalecer sus acuerdos de mutua defensa, que, en la práctica, suponen la garantía norteamericana de utilizar su fuerza militar en cualquier disputa en Oriente entre China y Japón. Abe habla de disuasión pero está reforzando su ejército y prepara al país para hipotéticas intervenciones fuera de sus fronteras: malos augurios para China, que no está interesada en un incremento de la tensión y, mucho menos, en el estallido de una hipotética guerra, y pretende incrementar las inversiones bilaterales (China mantiene unas reservas de cuatro billones de dólares, de las que una tercera parte está invertida en deuda norteamericana) como mecanismo para consolidar la estabilidad, abrir un nuevo estadio de cooperación ecológica, alrededor del desarrollo de energías limpias y renovables y en la crucial cuestión del calentamiento global, junto con la adopción de medidas de confianza y de relación entre las fuerzas armadas de los dos países, pese a las reticencias norteamericanas. Sin embargo, tanto el desarrollo del escudo antimisiles norteamericano en Asia como su nuevo despliegue militar frente a las costas chinas inquietan a Pekín, que no puede descartar el estallido de un conflicto abierto y que es consciente de que Estados Unidos, pese a su retórica de defensa de la libertad y la democracia, ha impulsado o apoyado los recientes golpes de Estado en Egipto, Ucrania y Thailandia, y ha encendido nuevas guerras como las de Libia o Siria; por no hablar de su desinterés en las cuestiones relaciones con el cambio climático, las epidemias en el mundo pobre, el hambre y el subdesarrollo.
El otro gran frente que puede encender la mecha de la guerra global es el Este de Europa, donde el reforzamiento de la OTAN, el despliegue del escudo antimisiles estadounidense y el apoyo a golpes de Estado como en Ucrania, no anuncian precisamente que Washington opte por una política de cooperación, distensión y desarme. Al mismo tiempo, Estados Unidos no ha renunciado a la fragmentación de Rusia, y estimula la oposición interna sin dejar de encender focos de conflicto en la periferia rusa, que se iniciaron en Chechenia y Georgia, y cuyas redes siguen operando en casi todas las antiguas repúblicas soviéticas. Las sanciones impuestas a Rusia por la Unión Europea y por Estados Unidos pretenden infligir un duro castigo a Moscú sin prever que precipitan el acercamiento ruso a Pekín, que supondrá mayores dificultades para el dólar como moneda de reserva: los acuerdos ruso-chinos para prescindir del dólar en su comercio bilateral, el gigantesco convenio entre la compañía rusa Gazprom y la china CNPC (Corporación Nacional de Petróleo de China) para suministros de gas a China por valor de 400.000 millones de dólares, los acuerdos interbancarios y la decisión rusa de dejar de utilizar los sistemas de tarjetas de crédito occidentales (como Visa y Mastercard) para pasar a utilizar el de China Union Pay, CUP, (que ya es el más importante del mundo: ha desbancado a Visa), así como la colaboración militar, son pasos relevantes en el fortalecimiento de la alianza ruso-china.
Aunque el gobierno norteamericano estaría dispuesto a ciertas concesiones a China, que no pusiesen en peligro su propia hegemonía, la hipótesis de un G-2 mundial que asegurase la gobernabilidad y afrontase las crisis no aparece entre los objetivos de Pekín. China sigue centrada en su propio desarrollo, interesada en impulsar la nueva ruta de la seda entre Asia y Europa y en asegurar la estabilidad estratégica en Asia, y aunque rehuye escenarios de enfrentamiento con Washington, convencida de que es posible llegar a un entendimiento, a acuerdos de estabilidad que permitan a cada país seguir su propio camino, es consciente de que la tradición hegemónica de Estados Unidos y su convicción de ser el necesario país dirigente del planeta y la «nación imprescindible» ponen rumbo a la colisión entre las dos grandes potencias, hipótesis que llevó al presidente chino, Xi Jinping, en las sesiones del llamado Diálogo estratégico y económico entre Estados y China, a advertir de que «el enfrentamiento entre China y Estados Unidos sería un desastre».
De hecho, la agresiva retórica contra China y Rusia de los medios de comunicación norteamericanos prepara a la opinión pública occidental para una nueva guerra. Lejos de optar por una política de colaboración internacional y de distensión, Estados Unidos busca la definición de nuevos enemigos: históricamente, su poder ha crecido siempre con la guerra, y, para fortalecer su hegemonía, Washington siempre ha recurrido a ella. En la práctica, el nuevo enfoque estratégico norteamericano, con el énfasis puesto en China, y el giro a Asia de su política exterior, la ruptura abierta con Moscú, las heridas sangrantes de Ucrania y de Oriente Medio, las disputas del sudeste asiático, junto a los nuevos escenarios para el enfrentamiento, como el espacio, los océanos (dos en especial: Pacífico occidental y Ártico) y las redes del ciberespacio, no han hecho sino crecer la rivalidad y los enfrentamientos entre las dos grandes potencias. No es tranquilizador, pero la tensión entre ambos países aumenta y el fracaso de una globalización dirigida por Occidente que pretendía ligar el destino del mundo a sus propios designios, junto al incierto y trabajoso nacimiento de un nuevo orden mundial, pueden poner en marcha los cañones, los bombarderos y escudos, para recorrer de nuevo los senderos de la guerra.
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