Hagamos otro mundo para los niños Atahualpa Yupanqui Hubo un tiempo, no hace mucho, en que era más fácil conectar la pequeña vida individual con el destino del mundo. Esto puede resultar extraño a chicos y grandes. No obstante, aunque parezca paradójico en esta época en la que el internet y las redes sociales parecieran […]
Atahualpa Yupanqui
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que era más fácil conectar la pequeña vida individual con el destino del mundo. Esto puede resultar extraño a chicos y grandes. No obstante, aunque parezca paradójico en esta época en la que el internet y las redes sociales parecieran acortar distancias, hoy es más sencillo saber tu lugar en el mapa que averiguar el sentido que tiene el estar allí.
Ahora podemos averiguar la hora, el día y el año; el clima, las fases lunares y los eclipses; enterarnos de noticias o chismes de Japón, Alemania o Argentina; conocer ideas de hace más de dos mil años; observar casi de inmediato lo que sucede al otro lado del mundo, en el extremo del sistema solar o en el interior de una mujer embarazada… sin saber qué sentido tiene todo eso para nosotros, para cada uno. Y hoy, reitero, es más difícil conectar el destino de la humanidad con nuestra pequeña vida diaria.
Entre las distintas actividades que podemos practicar de manera cotidiana y que nos enseñan a encontrar o construir lugares y atmósferas habitables – en donde se puedan expresar nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras ideas – se encuentra la conversación libre, el diálogo franco o el reflexionar en comunidad. Eso sería algo así como practicar una filosofía para todos. Me explico, esto sería hacer filosofía para niños, para jóvenes y para adultos; filosofía para mujeres y para hombres de todos los colores; filosofía para juntos o revueltos .
Esto no quiere decir memorizar lo que otros pensaron, provechoso al fin y al cabo, sino saber qué pensamos sobre la base de nuestra propia experiencia y qué piensan nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos, amigos, vecinos y compañeros, sobre temas que a nuestra edad, en nuestra circunstancia, son relevantes para la vida en comunidad. Y no solo querer hacerlo sino aprender cómo hacerlo. Y esa actitud reflexiva se cultiva como todos los hábitos . Como un deporte, un arte, un oficio; como la meditación y la amistad.
Y es más sencillo hacerlo acompañado de manera cómplice por otras personas. Somos seres concretos que con nuestro singular modo de estar ahí y actuar estamos «haciendo» a los otros, alterando su existencia. Y estamos, a la vez, dejándonos hacer por ellos, existimos en reciprocidad . Transformarse juntos, de manera consciente, es una experiencia inolvidable. Y, volviendo al principio, es necesario.
Al margen de ello, es divertido y enriquecedor. La educación en el mundo no puede ser solamente una transmisión de saberes acumulados. La educación puede ser, merece ser, un permanente aprender a aprender y aprender a desaprender . El conocimiento es como una luna en el agua, inasible, y con la reflexión se agita o se sosiega en la superficie.
Pequeñas islas son la escuela, la casa, el parque, la calle, la biblioteca, y en ellas podemos hacer, sin previo aviso, un taller de filosofía. En ellas se debe construir un habla que nos permita entendernos bien, desde los abuelos hasta los nietos, desde los que estudiaron más hasta lo que no pudieron o no quisieron hacerlo, pero que tienen una experiencia y una visión del mundo, como todos.
Hay que saber que la mayor parte de las cosas que suceden en el mundo, en este preciso momento, suceden en una conversación. Para hacerlo es importante desapegarse de certidumbres y aceptar al otro como legítimo otro. Y en esta labor se cultiva una cercanía duradera. Saber conversar es un arte que se domina poco a poco y exige de los participantes una apertura amorosa hacia las cosas y la gente, una desmesura creativa.
Y atravesando todas las cosas (elecciones, conflictos locales, guerras, crisis económicas, declaraciones escandalosas; y también hazañas de niños prodigiosos, proezas deportivas, premios internacionales, descubrimientos científicos) existen, dispersos y discretos, conjuntos de personas dispuestos a transformarse que se reúnen cada semana, cada quince días o cada mes, a pensar juntos la vida que tienen y en lo bueno que sería que otros también pudieran disfrutar de esa posibilidad y del privilegio de usar la palabra de manera casi sagrada, alrededor de un texto, de un filme, de un juego o de una idea.
Ernesto Sabato (1911-2011) – escritor, ensayista, físico y pintor argentino que dedicó mucho tiempo a desarrollar las posibilidades expresivas del lenguaje -, al sentir cercana la muerte necesitó escribir varias cartas a las nuevas generaciones que reunió en un libro llamado La Resistencia . En la primera misiva, donde habla sobre «Lo pequeño y lo grande», nos dice:
Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida.
Es por esto que valdría la pena ver a los niños con los ojos de nuestros abuelos más sabios y de nuestros tíos más locos. Y sería importante para todos los que estemos en medio de estas edades, lejanas y afines, crear o fortalecer espacios para ese pequeño y ambicioso fin.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.