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Tres estrategias en el movimiento alter-globalización

Fuentes: Rebelión

El capítulo latinoamericano del Foro Social policéntrico realizado en Caracas puso a contraluz las polémicas y debates que lo recorren acerca de su futuro, ahora que se abrió una nueva coyuntura continental. Del Foro participaron más de 80 mil personas. Alrededor de 53 mil de manera individual, 19 mil como delegados de las más diversas […]

El capítulo latinoamericano del Foro Social policéntrico realizado en Caracas puso a contraluz las polémicas y debates que lo recorren acerca de su futuro, ahora que se abrió una nueva coyuntura continental.

Del Foro participaron más de 80 mil personas. Alrededor de 53 mil de manera individual, 19 mil como delegados de las más diversas organizaciones y el resto como periodistas, colaboradores y voluntarios. Las delegaciones de Venezuela, Brasil y Colombia fueron las más numerosas.

Un nuevo contexto internacional

La participación creciente de movimientos sociales y organizaciones norteamericanas es un dato nuevo de los foros y parece expresar el nuevo clima político anti-belicista que emerge en el país del norte. Su símbolo, Cinthia Sheehan, la madre de un soldado muerto en Irak que acampó frente al rancho de Bush en señal de protesta, tuvo una presencia destacada en Caracas. El contingente norteamericano, entre los que se encontraban las organizaciones sociales y políticas organizadoras de los movimientos y manifestaciones antiguerra, vuelve a conectar las luchas y rebeliones de los países dependientes y oprimidos con las aspiraciones pacifistas de crecientes porciones de la sociedad norteamericana.

Durante las jornadas del Foro, una nueva escalada diplomática tuvo lugar entre Venezuela y EEUU, cuando el gobierno local descubrió acciones de espionaje que involucraban a altos jefes militares y decidió expulsar al agregado naval norteamericano, mientras EEUU replicó anunciando una medida similar contra la jefa de gabinete del embajador venezolano en Washington. Aunque una intervención militar hoy es prácticamente imposible, no habría que subestimar las declaraciones de Rumsfeld cuando comparó a Chávez con Hitler o las del General James Hill, comandante de las FFAA estadounidenses para la zona sur cuando dijo «estamos ante una nueva amenaza emergente en América Latina, que se observa en Venezuela y Bolivia. Al lado del narcoterrorismo, de la guerrilla, etc. aparece ahora el populismo radical. Y esto es una amenaza para los intereses de EEUU». O las afirmaciones recientes de la secretaria de Estado Condoleezza Rice, que llamó hoy a la comunidad internacional a crear «un frente unido» contra el presidente venezolano Hugo Chávez, al que presentó como «un desafío para la democracia» y un «peligro» para la región por sus relaciones con Fidel Castro.

Estas declaraciones pretenden crear el terreno ideológico y político para una eventual ofensiva sobre el continente, aunque posiblemente sus esfuerzos inmediatos no estén dirigidos a una intervención directa sino a la creación de fuerzas locales de oposición (al estilo de la contra nicaragüense) o de sostenimiento moral y financiero de las derechas electorales para recomponer sus filas hoy maltrechas, tanto en Venezuela como en Bolivia.

Pero la reacción histérica de la administración norteamericana revela que su accionar de conjunto en la región adopta rasgos defensivos, si se la compara con las últimas décadas de dominio indiscutido y la preponderancia de las relaciones carnales con las camarillas políticas locales durante los años ’90. El nuevo contexto, entonces, está marcado por el giro a la izquierda de las masas, rebeliones populares y nuevos gobiernos en algunos países que se muestran independientes del imperialismo, sobre todo el de Chávez y habrá que ver en el futuro el alineamiento de Evo Morales. De este modo América Latina es hoy un laboratorio de experiencias y debates que han vuelto a colocar el imaginario socialista y la capacidad de transformar la sociedad, luego de las derrotas y las frustraciones del experimento stalinista y de la hegemonía indiscutida del discurso neoliberal. El nuevo contexto parece propicio para adicionar al famoso No, ese grito de rebelión y rechazo, el Si de una alternativa real y efectiva capaz de oponerse al capitalismo.

Los gobiernos de centroizquierda en América Latina

Chávez comete un error fundamental: confunde las necesidades diplomáticas con las caracterizaciones políticas. En su discurso a la Asamblea de los Movimientos Sociales en el Poliedro de Caracas llamó a Lula «gran compañero» y dijo que es preciso ‘apoyarlo’ porque estamos en un proceso». Generalizando su teoría de las circunstancias afirmó que «No se puede pedir a Chávez que haga lo mismo que Fidel. No se puede pedir a Lula que haga lo mismo que Chávez. O a Evo, lo mismo que Kirchner. Estamos todos en un mismo proceso aunque cada uno en sus circunstancias».

En Venezuela es común oír sobre la existencia de un «frente antiimperialista continental», aunque difícilmente pueda ser compatible con la política exterior que ejercen desde la Casa Rosada en Argentina o el Planalto en Brasil. Parece difícil creer que la participación en las tropas de intervención de la ONU en Haití, la distancia y nula colaboración con Cuba o la intervención en Bolivia en concordancia con los deseos norteamericanos de estabilización regional, puedan ser compatibles con la participación, incluso implícita en algo semejante a un «frente antiimperialista continental». Es evidente que existen profundas diferencias entre las políticas implementadas por los gobiernos de Uruguay, Brasil o Argentina (y no sólo en política exterior) de las medidas adoptadas por Venezuela. Cualquier confusión al respecto podría colocar, como ya ha hecho con importantes dirigentes del movimiento social y de los derechos humanos en Argentina, a los movimientos de lucha en el campo de los explotadores y sus representantes políticos, que aplican, sino en su totalidad en su núcleo fundamental, lineamientos de continuidad con los gobiernos neoliberales.

Jerarquías y diversidad

Hace un año, en el marco del V Foro realizado en Porto Alegre, Ignacio Ramonet, así como François Houtart[1], figura destacada en el Consejo Internacional del Fórum, entre otros líderes del movimiento, alertaron de que el evento corría el riesgo de volverse «turismo revolucionario», reuniones «folklóricas», que la fragmentación de los debates en miles de propuestas dejaría sin jerarquía ni capacidad de decisión al foro y que se debían escoger acciones prioritarias y llevarse acabo por todos los participantes. Al igual que otros intelectuales ellos vieron en las acciones de gobierno como el de Venezuela las vías para concretizar los anhelos y utopías de las asambleas ciudadanas. Hugo Chávez en su discurso a la asamblea de los Movimientos Sociales que realizó el viernes 27 en el Poliedro de Caracas retomó el hilo conductor de Ramonet alertando sobre los mismos problemas (folklorización, turismo) y proponiendo acciones conjuntas a nivel global contra el imperialismo y su jefe «Mr. Danger». Evidentemente la incapacidad del foro para establecer agendas prioritarias ha impedido hasta ahora acciones comunes antiimperialistas de carácter mundial, sistemáticas y efectivas, que hundan sus raíces en las luchas de los pueblos coordinadas globalmente. Para Antonio Martins[2], integrante de ATACC- Brasil, el foro ha sido un espacio abierto y laboratorio de ciencia social donde se reelaboran permanentemente teorías de la transformación. Coloca en contacto a diversas teorías y escuelas sociales y no lo hace desde el punto de vista académico o sólo de cúpulas partidarias, sino que rompe las barreras entre la ciencia y la militancia, poniendo en diálogo a intelectuales y activistas de todos los continentes, a diversas teorías y experiencias en un mismo ámbito de debate. En ese contexto el foro se ha vuelto una referencia mundial para gobernantes y representantes políticos de todas partes. Hay cosas realmente ciertas en esto. Las grandes insurrecciones en las calles desde Seattle a fines de 1999 fueron un impulso decisivo para la emergencia de este fenómeno nuevo. En los hechos, la existencia de un espacio donde se practica el libre debate de ideas y el intercambio de experiencias es una novedad del movimiento de lucha social anticapitalista favorecido por las nuevas condiciones internacionales abiertas hacia fines de los ’90. Incluso ha permitido el conocimiento y la articulación de nuevas organizaciones y redes de acción internacional que hubieran sido imposibles sin este espacio. Las mismas organizaciones revolucionarias que somos una pequeña minoría en el foro, donde predominan las expresiones políticas e ideológicas reformistas, los programas redistributivos, hemos podido avanzar, gracias a este espacio, en intentos de reagrupamiento político y organizativo, oponiéndonos periódicamente a las visiones no-clasistas del mundo globalizado, las omisiones mayoritarias a toda propuesta de ruptura radical con la sociedad existente, los modelos neo-keynesianos, las relaciones preferenciales que muchos líderes del foro conservan con los gobiernos social-liberales de Europa o Latinoamérica o las visiones angelicales sobre las reformas necesarias en el terreno de las finanzas internacionales, la ONU, o la paz mundial. Aún así el espacio de Forum se enfrenta a una crisis que es un producto combinado de su crecimiento numérico y político y de sus debilidades ideológicas.

Detrás de la opinión de que «no hay sujetos sociales «históricos», más capaces que otros para encabezar la transformación del mundo» y que por lo tanto «no hay campañas que sean, a priori, más relevantes que las demás», que no hay «direcciones ni partidarias ni intelectuales autorizadas a definir estas campañas en nuestro nombre, fuera de nuestros espacios de diálogo»[3] , se ha rechazado campañas y definiciones comunes concretas, puesto que los Forum sólo pueden ayudar a «construir actores colectivos, lugares de encuentro e intercambio» pero no son la «instancia más adecuada para tomar decisiones». Así, bajo la supuesta «lucha contra las jerarquías» los referentes del Foro se incapacitan para definir los puntos fundamentales de una agenda de lucha mundial inmediata, basada en la oposición a la guerra imperialista en Irak y la «guerra preventiva» ideada por la administración Bush, que hoy se continúa mediante la ofensiva sobre aquellos países a los que considera «ejes del mal» como Irán, Venezuela, Siria o Corea del Norte, o sobre movimientos y partidos como el Hamas o las Farc. La idea de que no cabe tomar decisiones a nombre de otros suena algo paradójico, puesto que no se deja de hacerlo: rechazar la puesta en práctica de formas democráticas de toma de decisiones para ejecutar planes globales de lucha concretos y efectivos. Al mismo tiempo la apelación a la diversidad y la igualdad de problemáticas oculta el núcleo y los fundamentos de los males que atraviesa la sociedad contemporánea, regada de injusticias, guerras, degradación social y moral y catástrofes ecológicas en nombre de la democracia y el mercado. La preocupación legítima por las cuestiones de género, ecológicas o de otra índole no se subestima ni se menosprecia cuando se las incorpora a la lucha más vasta y abarcadora contra el imperialismo guerrerista y el capitalismo depredador.

La pasividad y la abstención, le sirven de manera directa a los señores de la guerra, o indirectamente a sus aliados diplomáticos que ejercitan un discurso pacifista pero son cómplices y hasta socios comerciales de la guerra, como Alemania, Francia y otros países «civilizados». Muchos líderes del Foro, que mantienen estrechas relaciones con este tipo de gobiernos social-liberales pretenden mantener a los mismos como lugares de debate, de intercambio cultural y artístico y así evitar pronunciamientos y medidas que puedan comprometer o poner en serios apuros a sus socios. Nadie puede rechazar algunos de los logros que los dirigentes del foro mencionan, pero ellos podrían servir como una plataforma superior para la lucha antiimperialista. Todo lo que no progresa termina por estancarse, e incluso retrocede. Samir Amin apuntaba a este desafío cuando sostuvo en el marco del Foro en Caracas que «así como la naturaleza, la política tiene miedo al vacío. Los cambios en el mapa de América Latina, y la creciente situación de inestabilidad en Irak y Medio Oriente, abren un nuevo espacio de actuación para las fuerzas que se oponen a la actual lógica de dominación mundial comandada por EEUU». Por último, más paradójico aún resulta ser el hecho de que los dirigentes del la CUT y el PT, o de la socialdemocracia europea, que son tan influyentes en el foro, no puedan mostrar en sus prácticas habituales ese desapego tan consecuente hacia las jerarquías y toma de decisiones «en nombre de otros» que practican en el FSM.

Entre la autonomía y el estado

El foro social desde su primera iniciativa en el 2001 incluyó un gran componente autonomista. No se trataba sólo de mantener la autonomía del foro frente a los distintos gobiernos y partidos, sino fundamentalmente de la convicción de que los cambios esenciales en las relaciones sociales provenían de lo que comúnmente se denomina la «sociedad civil» y no del estado. Allí estaban como testimonio las experiencias fallidas y el posterior derrumbe tanto del estalinismo como del estado benefactor y el estatismo practicado y proclamado por la socialdemocracia. La idea del «poder constituyente» como elemento comunista subversivo y creador frente al «poder instituido» cosificador de las relaciones sociales y opresor de Tony Negri, o la teoría del «anti-poder» en Holloway se volvieron sentido común para los movimientos sociales de resistencia en casi todo el mundo, sobre todo en el período en que la oleada asfixiante de gobiernos neoliberales que inundaba el mundo ni siquiera permitía pensar la acción estatal como factor de cambio y liberación. En ese sentido los autores autónomos hicieron época, reflejando un período marcado por la deserción absoluta del estado y la mercantilización de toda la vida social, como las pensiones de retiro, los servicios públicos esenciales y hasta el tiempo libre.

Ahora el estado volvió por sus fueros, aquí y ahora, y su capital es Caracas. El estado fue nuevamente asumido como el instrumento fundamental de cambio y ahora la supina idea de «tomar el mundo sin cambiar el poder» parece, luego de un par de años, un grito disonante, ingenuo, un recuerdo de cómo fue colocado el movimiento popular a la defensiva, sin capacidad real de maniobra en la lucha de clases. Aunque ese eco no desapareció ni mucho menos del escenario mundial, por lo menos en América Latina parece haber quedado fuera de moda.

Emir Sader, Ramonet y otros intelectuales encabezan la exigencia de que se tome en cuenta a los gobiernos latinoamericanos cuando se piensa en que «otro mundo es posible». Para Sader «fracasaron también los movimientos sociales que pretendieron mantenerse en la esfera de la lucha social, sustituyendo la lucha política o intentando prescindir de ella. (…) En la propia Venezuela, los participantes en el FSM encontrarán un proceso político en el que efectivamente se promueve la prioridad de lo social, se limita la libre circulación del capital financiero, se opone a la hegemonía imperial belicista, se promueve activamente la integración latino-americana, tanto en los planos político y económico general, como en aspectos decisivos como el energético y la democratización de los medios de información»[4] .

Así estamos, mientras unos exigen mirar el siglo pasado para superar los límites del reformismo estatista, el populismo y su culto al estado, con sus promesas, mitos y desencantos, otros exigen ver más allá de las «resistencias sociales» y pasar al terreno de los proyectos políticos si se pretende superar la intrascendencia.

Entre las tendencias ideológicas autonomistas y los renovados impulsos keynesianos y estatistas que comienzan a brillar en el firmamento latinoamericano, hay más cosas en común de lo que están dispuestos a admitir cualquiera de sus integrantes. Baste con recordar la cuestión fundamental: su oposición a las experiencias de rupturas revolucionarias radicales. Ya sea porque el poder instituyente se vuelve, al estilo Foucoultiano, es decir por la naturaleza misma del poder, un nuevo Leviatán opresor, o bien porque las rupturas radicales terminan eventualmente en dictaduras estalinistas, las vías revolucionarias para la transformación social del mundo han sido declaradas obsoletas y peligrosas. Las coincidencias teóricas han tenido su correlato en acuerdos políticos concretos, como el apoyo al Si en el referéndum sobre la Unión Europea en Francia o el apoyo al gobierno de Lula en Brasil.

La experiencia venezolana

Para los estatólatras como Sader -que han seguido defendido al PT incuso cuando el barco ya estaba hundido-, sin el estado no hay posibilidad de cambios. Pero se hace caso omiso del tipo de estado que puede efectuarlos. La Meca se mudó de Brasil a Venezuela. En parte es comprensible. El gobierno venezolano ha mantenido una política exterior independiente. Chávez ha sido valiente en sentarse junto a Fidel Castro, comerciar y establecer relaciones con Irán, Rusia, China o con quién sea, aunque le moleste a Norteamérica. En ese sentido Kirchner, Lula o Tabaré Vázquez no les llegan ni a los talones. Es real también que los últimos años del gobierno venezolano, sobre todo luego del golpe fallido y sobre todo de derrota del paro petrolero, ha adquirido una dinámica social que ha operado cambios importantes. Las misiones, las reformas en salud, el combate al analfabetismo, son indicadores de una nueva política social, que ha recibido el apoyo de la inmensa mayoría de los pobres del campo y la ciudad. Pero por supuesto, esto no modifica el carácter de clase del estado.

El proceso revolucionario en Venezuela tiene pendiente un camino claro en la ruptura con la propiedad privada de los medios de producción estratégicos, los medios de comunicación que han sido la cuna del golpismo imperialista, y la reforma agraria, instrumentos indispensables e insustituibles para reemprender un proceso de reindustrialización y recuperación productiva de la renta petrolera. El socialismo del siglo XXI sólo puede abrirse paso si se parte de estas medidas básicas. Y esto por supuesto exige profundizar el proceso revolucionario, asimilando las lecciones de todo el siglo XX, en el que movimientos de transformación tantos o más profundos han tenido lugar en Argentina, Perú, Brasil o México sin que a la larga sean modificadas las relaciones sociales fundamentales.

En segundo lugar el tipo de estado al que aspiramos los socialistas desde Marx, es aquel que se construye con la fuerza y participación desde debajo de la inmensa mayoría de los explotados, y que en parte comienza desde que se hace efectiva esa participación, a volverse un no-estado, un aparato que va disolviendo y entregando sus potestades políticas, que son reabsorbidas por la sociedad de la que había estado separada e incluso enfrentada irreconciliablemente. En Venezuela el estado lo es todo, (o casi todo) mientras que la sociedad es débil. Esta característica histórica construyó relaciones desiguales entre el poder estatal y las masas, introdujo elementos cesaristas y caudillisticos permanentes y le otorgó rasgos autoritarios y represivos permanentes al sistema democrático bipartidista de adecos y copeyanos. La potencia del caudillo sólo puede surgir de la voluntad popular, pero para que el mito perdure, esa voluntad debe ser entregada al jefe. Cuanto más se refuerza esa autoridad, incluso si este adopta, como Chávez, medidas progresistas y antiimperialistas, menos capacidad adquieren las masas para el auto-gobierno. Llega un punto en que el gobierno de un hombre, un cesarismo progresivo frente al poder imperialista, se vuelve una traba para el desarrollo de la polis moderna, del gobierno democrático de las masas. El caudillo no tiene control ni contrapeso. Los partidos pueden ser mediadores de las demandas presidenciales, pero nunca pueden limitar o controlar, y menos aún rechazar su poder.

La consecuencia de la debilidad histórica de lo que puede denominarse la «sociedad civil» ha hecho que las masas hayan intervenido en momentos específicos y determinados del proceso revolucionario, como el golpe del 2002 o el paro del 2002-2003, pero la gran mayoría de las iniciativas permanentes de organización y participación de masas han sido adoptadas desde el gobierno y el estado. Las misiones, los círculos bolivarianos, los consejos comunales. Incluso la formación de la UNT fue apadrinada desde arriba, aunque su formación fue catalizada por la participación obrera en la lucha contra el paro. Pero existe una dialéctica de organización-cooptación, basada en la ampliación del espacio de influencia partidista, que al mismo tiempo genera una tendencia dinámica autónoma y de autogobierno en el que han crecido organismos, y núcleos autónomos en comunidades, en el campo y los movimientos indígenas, y a su vez una dependencia estatal y subordinación política de las mismas. Es un movimiento contradictorio y un proceso vivo que está aún en desarrollo. La cogestión obrera, reducida a pocas empresas, fue lograda gracias al protagonismo de los trabajadores contra el look out patronal, e incluso en su momento apoyada desde el gobierno, pero luego estancada e incluso desmantelada en PDVSA, o congelada en el sistema eléctrico. Mientras el estado se arroga representar a los trabajadores, algunos de ellos exigen participar en la gestión de las empresas. Las denuncias sobre la corrupción del aparato estatal, el rechazo masivo a los «partidos del cambio» oficiales, e incluso el boicot de gobernantes, alcaldías o funcionarios respecto a las medidas que el pueblo exige, demuestran hasta qué punto el aparato estatal le es ajeno a la población, un agente clasista sobre ella, jerárquico, sostenedor de un sistema heterónomo de relaciones sociales. No es casualidad que sólo la figura presidencial sea convocante y respetada, sin la cual el proceso no avanzaría. La relación bonapartista del ejecutivo con las masas expresa la debilidad y no la fortaleza del proceso, y convoca al desarrollo de organizaciones autónomas de la clase trabajadora, los campesinos y el pueblo pobre para desarrollar y facilitar el poder popular y el auto-gobierno de las masas. La experiencia del «socialismo real» en los países del este debería ser lo suficientemente aleccionadora sobre los riesgos de alentar y justificar el burocratismo, el sustitucionismo y la toma de decisiones de corte verticalista, incluso de aquellas medidas progresivas que se hacen en nombre del antiimperialismo o del socialismo del siglo XXI. Sería irónico que pudiéramos extraer conclusiones adecuadas en el este, pero incapaces de mantener una línea socialista consecuente e independiente en América Latina. La urgencia por colocarse en el margen correcto en la lucha contra el imperio, no debería ser la excusa para otorgar un cheque en blanco al nacionalismo de izquierda venezolano ni al socialismo de estado cubano, con todo el valor y la valentía (y la simpatía y el apoyo que nos merecen) tener que enfrentarse con un poder imperialista mil veces superior. Al revés, una concepción libertaria, genuinamente socialista, tal como lo formulara, más allá de sus puntos débiles, Lenin en El Estado y la revolución, podría servir mil veces más al socialismo tanto en Cuba como en Venezuela que un seguidismo acrítico y una concepción estatista y burocrática del mismo.

En resumen, se trata de superar la antinomia entre el autonomismo o el estatismo burgués. El primero carece de proyección política estatal sin la cual es imposible derrotar al imperialismo y dar paso en la transición al socialismo. Esta comienza a ser la lección fundamental que puede dejar la experiencia de más de diez años de lucha de los zapatistas en México, que luego de errores fundamentales en su estrategia autónoma se encaminan a ensayar alternativas de organización política a nivel nacional; o la de Ecuador, donde los movimientos indígenas y campesinos entregaron su propio poder a militares y a políticos veletas que significó una derrota que aún hoy los movimientos sociales están pagando. O finalmente, la experiencia Argentina, donde pareció que las prácticas autónomas y experiencias barriales o productivas podían sustituir con éxito la construcción de herramientas políticas anti-capitalistas, aunque la recomposición del estado y de la clase dominante recondujo esas experiencias con relativa facilidad e incluso cooptó a muchos de sus integrantes.

El segundo caso, el estatismo reformista, niega la superación de la propiedad privada, la socialización de los medos de producción y la gestión directa y democrática de todos los asuntos públicos por parte de las masas, única posibilidad de crear un nuevo tipo de estado que inaugure el camino a la sociedad comunista. Por eso sus partidarios se encandilan con más mínima medida que algún gobernante de centroizquierda pueda tomar con la esperanza de que sean dos o tres milímetros más izquierdistas que los Menem, Cardozo o Battle, o recrean la ilusión de un transito «por arriba» entre el nacionalismo de izquierda y el socialismo y hacen un culto al poder emancipador del estado.

Hay una tercera variante que es necesario recuperar de acuerdo a la nueva época en que vivimos. Se trata de volver a ubicar como centro de una estrategia socialista la transformación revolucionaria de la sociedad y la transición hacia un no – estado, asegurado por la extensión de nuevas relaciones sociales al interior de las sociedades más desarrolladas. Ni apoliticismo ingenuo en nombre de un falso antiautoritarismo, ni fetichización del estado capitalista o burocrático. Hay que pensar las vías hacia una ruptura radical del estado capitalista y el poder económico, social y cultural de la clase dominante, y las formas de transición estatal mediante la acción conciente y participación directa de las masas, única manera en que puede entenderse hoy en día el socialismo.

orge Sanmartino es integrante del EDI (Economistas  de Izquiersdas y de Corriente Praxis)

[email protected]

www.Corrientepraxis.org.ar