En 2012, en Los Cabos, Baja California, la cumbre del G20 fue una boda entre empresarios y jefes de estado, cuyo padrino fue Felipe Calderón. En 2013 tal vez se vivirá un pequeño duelo entre el G8 y Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica (BRICS). Los hombres más poderosos del mundo llegarán a principios de […]
En 2012, en Los Cabos, Baja California, la cumbre del G20 fue una boda entre empresarios y jefes de estado, cuyo padrino fue Felipe Calderón. En 2013 tal vez se vivirá un pequeño duelo entre el G8 y Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica (BRICS). Los hombres más poderosos del mundo llegarán a principios de septiembre al Palacio de Konstantinovski, «el Versalles de Putin», en San Petesburgo, un edificio de 200 hectáreas, con nenúfares en medio de los estanques, en la urbe fundada por Pedro Primero, emblema de la monarquía ilustrada y del triunfo obtenido en 1715 contra los suecos, que le valió a Rusia una salida al Báltico. Los acuerdos o desacuerdos cupulares tarde o temprano bajarán de la cima a nuestra vida cotidiana. En dicha cumbre, si dos o tres mandatarios se dan la mano y acuerdan algo, desatarán poderosas fuerzas telúricas que para bien o para mal remodelarán la faz de la tierra. Pueden adoptar como paradigma el libre comercio o la industrialización; apoyar a los mercenarios saudíes que detonan bombas en Siria o promover una transición pacífica; aprobar o aplazar el presupuesto para enfermedades infecciosas. Más vale observarlos atentamente.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin presentará los acuerdos tomados por los BRICS en la cumbre celebrada los días 25 y 26 de marzo, en Durbán, Sudáfrica, entre los cuales, destaca la resolución de presionar la entrada en vigor de la reforma a los órganos de gobierno del FMI y el Banco Mundial, las dos poderosas instituciones cooptadas por el G8 y utilizadas las tres últimas décadas para doblegar al mundo, imponer el neoliberalismo y desmantelar el estado benefactor en más de cien naciones.
Para el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, autor de «El malestar de la globalización» el FMI es un autócrata. Cuando un país está en crisis, el Fondo lo pone de rodillas y le impone drásticos cambios como reducir el número de trabajadores del gobierno, privatizar su sistema bancario, abrir sus fronteras a la competencia de productos agrícolas e industriales -aunque eso lo desindustrialice- y transformar sus paradigmas educativos (atención México). Los técnicos del FMI aplican recetas «universales» de origen metropolitano. Incluso los jefes de estado temen discutir la racionalidad de las terapias de choque por aprensión de ser boletinados y marginados de los programas del Banco Mundial, la Unión Europa y/o las calificadoras internacionales.
Actualmente el FMI asigna una cuota y un poder de voto a cada país. La nación que más cotiza es Estados Unidos, la que menos lo hace es Tuvalu (archipiélago ubicado al este de Australia). Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, y Gran Bretaña poseen juntos el 39% de los votos del FMI a lo que suman el voto de sus aliados lo cual les permite controlar férreamente el buró de gobernadores. China, pese a ser el tercer país en aportaciones, posee únicamente el 4% de los sufragios. Los desequilibrios son enormes, por ejemplo 22 países de África (incluida Sudáfrica) poseen un 3.29% de los votos. El 15 de diciembre de 2010, la asamblea general del FMI aprobó una reforma llamada «Revisión Integral de Cuotas» para duplicar las aportaciones de sus miembros y el capital global de la institución, y promovió también una iniciativa de «Reformas al gobierno del FMI». De acuerdo al informe presentado en abril de 2013 por el Buró de gobernadores de dicha institución, 136 países miembros han aprobado la reforma al gobierno del FMI, lo que significa un 71%, pero de acuerdo a Cristine Lagarde, la entrada en vigor requiere del 85% de los votos. Estados Unidos encabeza la resistencia a la reforma, aunque sus autoridades repiten incesantemente, en tonos que van de la súplica, a la exigencia imperial, que China debe aportar mayores recursos para capitalizar el fondo.
Los BRICS aprovecharán que Rusia presidirá la reunión del G20 en el Báltico, para presionar la entrada en vigor de la reforma al gobierno del FMI. Los BRICS pelean por obtener un 6% más de votos para ellos, y transferir a los países con menor representación otro 6% de los sufragios, actualmente en manos del G8 y sus aliados. La actual representación ya no se corresponde con la realidad geopolítica de 1944 cuando se crearon las instituciones en Breton Woods, New Hampshire, Estados Unidos. La reforma al gobierno del FMI actualizaría el peso de las potencias emergentes en la arquitectura financiera internacional.
Rusia y los demás países del BRICS, aunque cavilan, parecen apostar por oponerse a los paradigmas promovidos en la reciente reunión del G8, celebrada en Lough Erne, Irlanda del Norte. Por ello, es probable que se avecine un lance, si los BRICS defienden el multilateralismo, la industrialización, la importancia central de la ONU, la negociación política de la transición en Siria, mientras que el G8 seguramente resguardará el unilateralismo, el libre comercio, el achicamiento de la ONU, el derrocamiento violento de Bashar al-Assad y el eurocentrismo. Desde un punto de vista popular la posición de los BRICS no es una auténtica alternativa histórica, su carácter desarrollista intensifica, en vez de resolver, las contradicciones y diferencias sociales como lo han puesto en evidencia las movilizaciones en Brasil, pero aún así, representa una cierta contención del proyecto hegemónico y una negociación de las relaciones interregionales.
Alberto Betancourt Posada es Historiador, Director del Observatorio del G20, Universidad Nacional Autónoma de México.
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