Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
La mayor operación militar desde que la administración Obama llegó al poder se encuentra actualmente en marcha en la provincia de Helmand al sur de Afganistán. Unos 4.000 marines junto con cientos de soldados británicos están tratando de imponer el control sobre una una población de etnia pastún que se ha opuesto a la ocupación dirigida por Estados Unidos desde que la invasión de 2001 derrocó al régimen talibán e instaló un régimen títere.
Al mismo tiempo, debido principalmente a la coacción financiera y política de Washington, el gobierno pakistaní ha lanzado a su ejército a una brutal ofensiva contra el pueblo pastún al noroeste de Pakistán. Su crimen es que comparten una historia, un lenguaje y una cultura comunes con los pastunes de Afganistán y proporciona apoyo a la insurgencia talibán a través de la poco definida frontera entre ambos países.
El coste humano ya ha sido descomunal. En un salvaje acto de castigo colectivo el ejército pakistaní ha obligado al menos a dos millones y medio de personas a salir de sus casa en organizaciones tribales como Bajaur y Mohmand, y del distrito del valle Swat en la provincia de la frontera noroeste. Estados Unidos está completando el ataque con ataques aéreos casi diarios contra las casas de supuestos dirigentes insurgentes paquistaníes, particularmente en las tribus de Waziristan del norte y del sur. Sólo esta semana los misiles estadounidenses han masacrado al menos a 80 hombres, mujeres y niños.
Tras casi ocho años de combates en Asia Central, Obama ha intensificado el conflicto hasta un nivel nuevo y sangriento, la «guerra AfPak [Afganistán-Pakistán]» que se está emprendiendo a ambos lados de la frontera. No hay indicios de que vaya a acabar. David Kilcullen, ex-consejero del general David Petraeus, el general que contribuyó a planear la oleada de tropas tanto a Iraq como a Afganistán, contó esta semana al diario británico The Independent lo que se está discutiendo abiertamente en la Casa Blanca y Downing Street: «Estamos pensando en al menos 10 años de guerra en Afganistán y éste es el mejor escenario posible y al menos la mitad de lo que será un combate bastante mayor. Éste es el compromiso que se necesita y esto es lo que se le debería decir al pueblo estadounidense y británico, y se le debería decir que esto implicará un coste».
La verdad es que los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña y de otros países que participan en la guerra se lo están diciendo a sus pueblos lo menos posible. Están siendo ayudados por unos medios de comunicación corruptos se permiten a sí mismos ser censores y sólo ofrecen las noticias más asépticas.
Periodistas británicos que habían estado «empotrados» con las fuerzas de la OTAN en Afganistán dijeron a The Guardian el mes pasado que la cobertura de la guerra era «lamentable», «indignante» e «indefendible». Thomas Harding del Telegraph admitió: «Se nos ha estado diciendo constantemente que todo vas estupendamente y está bien, y se nos ha mentido a nosotros y al público» (véase: «A lack of cover», http://www.guardian.co.uk/
Típico de las mentiras oficiales era la declaración que citaba USA Today del comandante estadounidense en Afganistán, el general Stanley McChrystal, de que las tropas estadounidenses estaban en Helmand para «crear una nueva atmósfera en la que la gente rechazara a los talibán y su cultura de miedo e intimidación».
Como reconoció la semana pasada el New York Times, a decir verdad los talibán están ganando apoyo debido al odio que existe hacia los ocupantes estadounidenses y de la OTAN, y hacia su gobierno títere en Kabul. En 3 de julio la corresponsal Carlotta Gall señaló que «el humor del pueblo afgano se ha inclinado hacia una revuelta popular en algunas partes del sur de Afganistán» y que la gente «había tomado las armas contra las tropas extranjeras para proteger sus casas o en un momento de ira por la perdida de familiares en ataques aéreos».
Para acabar con la resistencia el cuerpo de marines está imponiendo un régimen de «miedo e intimidación» a los 250.000 habitantes del valle del río Helmand. Las tácticas dirigidas por el general McChrystal están inspiradas en métodos de contra-insurgencia que aplicó en zonas rebeldes de Iraq. Las principales ciudades ya han sido puestas bajo control militar. El movimiento de la población hacia los mercados, tiendas y hospitales se controlará y seguirá por medio de toques de queda, checkpoints y constantes registros e interrogatorios en la calle. Se presionará a los dirigentes locales para que identifiquen a los insurgentes, que entonces serán asesinados o capturados por los escuadrones de la muerte de las fuerzas especiales, a los que los medios de comunicación llaman diligentemente «patrullas de combate de reconocimiento».
Resulta sorprendente que en el momento en que la administración Obama ha intensificado la guerra, prácticamente haya abandonado el pretexto original que se utilizó para justificarla.
¿Qué ha pasado con Osama ben Laden? Apenas se le menciona, si es que se hace, y al Qaeda cada vez está más relegada al fondo en la propaganda oficial y en los relatos de los medios.
Esta no es una cuestión baladí. La aparente base legal por la cual las tropas estadounidenses están en Afganistán es la «Autorización para el uso de la fuerzas militar», la resolución conjunta aprobada por el Congreso estadounidense el 18 de septiembre de 2001, una semana después del 11 de septiembre. La resolución autorizaba la fuerza militar con el propósito de capturar o destruir a los dirigentes de al Qaeda, empezando por ben Laden, para prevenir futuros ataques terroristas.
Casi nueve años después, apenas se finge que las tropas estadounidenses están en Afganistán para cazar a al Qaeda. En vez de ello, se ha declarado que la guerra es contra los «talibán», una etiqueta que se aplica indiscriminadamente a cualquier afgano que se resista a la ocupación dirigida por Estados Unidos. Sin embargo, en ningún momento se había acusado a los talibán de haber estado implicados en el 11 de septiembre. La justificación de la administración Bush para atacar al gobierno islamista de Kabul era que habían rechazado un ultimatum para entregar a Estados Unidos a los dirigentes de al Qaeda.
El abandono del pretexto original para la invasión plantea la cuestión de con qué supuesta justificación legal el gobierno estadounidense y sus aliados han continuado e intensificado la guerra. La verdad es que no tienen ninguna. Nada sino la realidad de una guerra imperialista de saqueo y dominación.
La ocupación de Afganistán dirigida por Estados Unidos y la terrible violencia que envuelve a Pakistán es la culminación de 30 años de intrigas imperialista estadounidenses en Asia Central para establecer un dominio estratégico y económico en la región rica en recursos.
Desde 1979 los gobiernos estadounidenses financiaron y proporcionaron suministros a una insurgencia islamista para derrocar a un gobierno afgano respaldado por la Unión Soviética. En los noventa la Casa Blanca de Clinton animó a su aliado paquistaní a ayudar a instalar a los talibán en Kabul en la creencia de que sería beneficioso para las aspiraciones de las compañías estadounidenses ganar el control de los principales proyectos petrolíferos y de gas en Kazajastán u otros Estados de Asia Central y construir oleoductos a través de Afganistán. Cuando la guerra civil y la inestabilidad impidieron realizar estos planes, se explotó la presencia de al Qaeda, al menos hacia 2000, para empezar a preparar una conquista directa del país por parte de Estados Unidos.
Los ataques del 11 de septiembre proporcionaron el pretexto para poner en marcha el plan. Al igual que un acceso potencial a los recursos en los países vecinos, la ocupación de Afganistán proporciona a Estados Unidos y sus aliados de la OTAN una base estratégica para proyectar fuerza contra rivales que pretenden una influencia regional como Rusia, China, India e Irán.
La guerra AfPak no es una guerra contra el terrorismo o por la democracia o para ayudar al pueblo afgano que sufre desde hace mucho tiempo. Es una guerra colonial e indefinida cuyo objetivo principal es convertir a Afganistán en un Estado cliente de Estados Unidos y asegurar que Pakistán sigue están firmemente anclado bajo la influencia geopolítica de Washington.
La clase trabajadora debe exigir la retirada inmediata e incondicional de todas las tropas estadounidenses y extrajeras, el final de las operaciones militares imperialistas en Asia Central y el derecho de los pueblos afgano y paquistaní a determinar su propio futuro.
Enlace con el original: http://www.wsws.org/articles/