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Irán y la crisis nuclear

USA, entre el interés y el sentido común

Fuentes: Insurgente

Las grandes potencias y sus heraldos, los grandes medios de comunicación, no están precisamente como la princesa de Rubén Darío: tristes y pálidos. Ellos sí que no se andan con remilgos. ¿Andarán consternados y rabiosos, para decirlo con otro poeta? Al parecer, porque comentan con ánimo enconado que, «al vencer el plazo impuesto por la […]

Las grandes potencias y sus heraldos, los grandes medios de comunicación, no están precisamente como la princesa de Rubén Darío: tristes y pálidos. Ellos sí que no se andan con remilgos. ¿Andarán consternados y rabiosos, para decirlo con otro poeta? Al parecer, porque comentan con ánimo enconado que, «al vencer el plazo impuesto por la ONU a Irán para que suspenda la producción de combustible nuclear (31 de agosto), la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) informó al Consejo de Seguridad que Teherán no acató la orden de suspender el enriquecimiento de uranio…»

De ahí que, asevera un editorial de un periódico circunspecto, «la respuesta iraní no es la que cabía esperar como respuesta pública a la discreta pero concreta oferta de la comunidad internacional sobre un programa de incentivos (entiéndase creciente cooperación económica, pura zanahoria). Los iraníes han hablado de abrir una negociación en serio sobre la cuestión nuclear, pero optan por declaraciones y gestos espectaculares», tales como inaugurar una unidad para la producción de agua pesada, refrigerante en los procesos de fisión del uranio, con lo cual el país se convierte en el noveno del planeta en poseer esa tecnología, que se suma a dos yacimientos y un laboratorio para enriquecer el mineral, una central en construcción, reactores y centros de investigación, entre otros «pecados capitales».

Para mayor preocupación de los poderosos y sus ventrílocuos mediáticos, el «loco» de presidente Mahmud Ahmadineyad viene a reafirmarse en sus trece: «Todo el mundo debe saber que la nación iraní nunca abandonará su derecho obvio a la tecnología nuclear pacífica y no cederá a la presión». Presión de las potencias atómicas, a la que el Gobierno de Teherán ha contestado puntualmente con la firme voluntad de acudir a la mesa de diálogo sin ofrecer de antemano la suspensión de una actividad que considera lícita en grado sumo.

¿Por qué lícita? Por lo mismo que resume el académico y periodista cubano Jorge Gómez Barata. Irán firmó el Tratado de no Proliferación Nuclear, en virtud del cual enriquecer uranio hasta un límite cercano al 20 por ciento es legal. «La prohibición a Irán no emana del Tratado, sino de la sospecha de Estados Unidos (fijémonos bien: sospecha) de que el Estado persa pueda utilizar las capacidades destinadas a refinar el uranio para fabricar armas atómicas», a pesar del compromiso, verificable por la AIEA, de no dedicarse a esos menesteres.

Pero vaya paradoja: a los Estados Unidos, en primer orden, no les preocupa el hecho de que Irán amplíe sus capacidades nucleares con el suministro exterior de reactores y combustible de ese tipo -sería uno de los incentivos o compensaciones-, aunque las armas de destrucción masiva se puedan fabricar con el plutonio generado en las centrales eléctricas. A Washington y otras capitales occidentales lo que les interesa es usar el caso como pretexto para sentar un precedente: el monopolio de la energía atómica debe quedar en manos de los ocho Estados que enriquecen uranio, de los productores del combustible. He aquí la esencia.

Y he aquí el consiguiente dilema. De una parte, la prolongación de la acción diplomática, como plantea Europa, temerosa de que las sanciones perjudiquen el sector energético iraní, algo que desataría un alza incontrolada de los precios de los hidrocarburos; de otra, un cambio de régimen en Teherán, o una operación quirúrgica en forma de bombardeo para terminar con el problema, o aplazarlo por unos años, como añoran los halcones norteamericanos e israelíes.

Sin embargo, loado sea Alá, las cosas no están pintando tan bien para los pretendientes a monopolistas por los siglos de los siglos. ¿Los síntomas? En primer orden, cierta «tibieza» en la actitud ante los «provocadores» iraníes. Los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, comparados con cancerberos por algunos, se han tomado su tiempo en la réplica. Al escribir estas líneas, faltan unos días para que, reunidos en Berlín, elaboren el paquete de sanciones estipulado por la resolución 1701, aprobada el 31 de julio pasado. Las potencias atómicas más Alemania (conocidas como el grupo de los cinco más uno), que en los últimos dos años han tratado de llegar a acuerdos con Irán, no han descartado la posibilidad de reunirse con representantes del Gobierno de esa nación antes de tomar una decisión al respecto.

Por qué la «tibieza» occidental

Los iraníes son duchos en percibir cambios de actitud, y, aunque el cálculo les fallara a los ayatolás, si se desintegrara la frágil coalición estadounidense-europea, bajo el peso del anhelo de los halcones, lo cierto es que ya no suenan con tanta claridad unos tambores que, en abril, por ejemplo, traían el eco de la voz bélica de altos funcionarios yanquis. Una opción presentada casi como inminente era el lanzamiento de ataques selectivos para obligar a Teherán, «uno de los motores del terrorismo mundial» según el inefable secretario de Defensa Donald Rumsfeld, a que abandone el programa nuclear. Ataques que, dibujados en detalle, implicaban el uso de bombas antibúnker de ojiva atómica, de B61-11, y que se cernirían en lo fundamental sobre el complejo Natanz -a 250 kilómetros de Teherán-, donde se encuentra una central de enriquecimiento de uranio.

En voz de un directivo del Pentágono, citado por el periodista Ignacio Ramonet, la Casa Blanca estimaba que «el único modo de resolver el problema es cambiar la estructura del poder en Irán, y eso significa una guerra». Incluso, más acá en el tiempo, a la altura de julio, fuentes gubernamentales británicas anunciaban que se acerca la contienda, y analistas como Nafeez Mossadeq Ahmed alertaban sobre «la obvia determinación unilateral del Imperio de ir a la guerra de recursos con el objetivo a largo plazo de desestabilizar todo el Oriente Próximo; la falta de toda señal de limitación de objetivos de guerra a corto plazo por parte de EEUU, Israel y Gran Bretaña; la inclemencia y la brutalidad de las guerras contra Afganistán, Iraq, Palestina y, ahora, el Líbano; el hecho de que el movimiento de tropas y de la maquinaria bélica es uno de los mayores costos económicos para EEUU (…) EEUU ya tiene sus soldados y su maquinaria bélica en Iraq, vecino de Irán; el conocido plan a largo plazo para Irán expresado por primera vez cuando George W. Bush designó a Irán como miembro del Eje del Mal…»

Conforme a observadores como el ruso Antón Surikov, del Instituto de Problemas de la Globalización, la guerra, altamente probable este año, fortalecería las posiciones de los republicanos sobre la oleada del patriotismo que va a provocar en vísperas de las elecciones complementarias de noviembre de 2006, período en que de hecho arrancará la carrera de las elecciones presidenciales de 2008. «Al propio tiempo, la guerra también le conviene a EEUU en el aspecto global, para hacer recordar a todo el mundo quién es el dueño de la casa».

Ahora, para buena cantidad de analistas, Ramonet entre ellos, la actual preponderancia de los «moderados» frente a los gerifaltes, que hasta el momento ha garantizado el curso de las negociaciones, se debe a cuestiones como el fracaso de la ocupación de Iraq; la amenaza iraní de hacer volar el estrecho de Ormuz, por donde transita el 20 por ciento de la producción mundial de crudo; la intención de Irán de exigir el pago de las exportaciones de petróleo y gas en moneda europea, después de haber convertido a euros la mayor parte de las reservas de divisas, sabido que el dólar representa el punto flaco de los Estados Unidos. Y a hechos como que «la respuesta probable de Irán al ataque aéreo norteamericano sería triple, al movilizar células terroristas que harían ver a Al Qaeda como un equipo de tenis femenino, utilizar el arsenal de misiles crucero para atacar los barcos norteamericanos y enviar combatientes a Iraq para atacar las fuerzas de EEUU», en el criterio de Ray McGovern, ex analista de la CIA y consejero presidencial.

¿Podrá seguir en acción el partido de las negociaciones, o se impondrá el de la guerra? Bueno, en cuestiones de política, recalquémoslo, a lo sumo se pueden concebir probables escenarios, pues un elemento emergente transformaría de súbito cualquier panorama. Como mismo la enconada resistencia iraquí ha impedido que la guerra de Bush se explaye hasta Siria, la extraordinaria victoria de Hezbolá frente a las tropas de Israel, antes consideradas invencibles, ha obligado a que se piense dos y tres veces antes de involucrarse en Irán, mejor armado que iraquíes y libaneses.

Pero nadie consciente habrá de arrullarse con los cantos de sirena, porque, a no dudarlo, el imperio no estaría dispuesto a abandonar su condición de tal, y las esferas de influencia y las neocolonias son, se conoce, el sustento de esa condición. ¿Cómo llegar a un acuerdo con los ayatolás después de gastar miles de millones de dólares y perder en las ardientes arenas del Oriente Medio miles de soldados, a más de la compensación económica y estratégica del enorme despliegue?

Un sueño, la paz. Y si los sueños se alcanzan a veces, al menos no demos un vaticinio acerca del dilema de tranquilidad y guerra. Menos, mientras los emporios de la (des)comunicación, ventrílocuos del Imperio, sigan consternados y rabiosos, más que tristes y pálidos, preparando a la opinión pública internacional para la hecatombe iraní. Que no otra cosa sería la contienda. De lado y lado, por supuesto.