Para Neus y Josep La desaparición de la Unión Soviética creó un vacío estratégico en Asia central, resuelto apresuradamente con la proclamación de cinco repúblicas (Kazajastán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kirguizistán y Tayikistán), de las que sólo dos, Kazajastán y Uzbekistán, contaban con población suficiente para crear Estados viables: las otras tres tenían todas las condiciones para […]
La desaparición de la Unión Soviética creó un vacío estratégico en Asia central, resuelto apresuradamente con la proclamación de cinco repúblicas (Kazajastán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kirguizistán y Tayikistán), de las que sólo dos, Kazajastán y Uzbekistán, contaban con población suficiente para crear Estados viables: las otras tres tenían todas las condiciones para convertirse en protectorados o en países dependientes. Así, en Uzbekistán, los días confusos de la agonía gorbachoviana trajeron una nueva república que sustituyó a la República Socialista Soviética de Uzbekistán. Nadie la había pedido: apenas unos meses después de que, en 1991, la gran mayoría de la población (más del noventa por ciento) de la república se pronunciase en un referéndum apoyando el mantenimiento de la Unión Soviética, los dirigentes del país proclamaron la independencia. Fue una verdadera burla y una estafa, igual que en el resto de la URSS, porque en la práctica totalidad del territorio soviético, los ciudadanos querían conservar la Unión, pero las élites de cada zona (una mezcla de viejos comunistas conversos y de nuevos liberales) querían retener el poder y disponer de un país: había comenzado el tiempo del robo de la propiedad estatal soviética, de la acumulación del botín, objetivo siempre acompañado de hipócritas palabras sobre la democracia, la libertad y el desarrollo futuro. Estados Unidos estimuló ese proceso, nacido del pacto de Bieloviézhe en 1991.
Uzbekistán nunca existió: es una división administrativa soviética. Antes, en el territorio de Asia central que hoy forma el país, habían existido emiratos, ciudades independientes, imperios. Con la proclamación de la actual república, que cuenta con 25 millones de habitantes, el nuevo poder impulsó una política de invención del pasado: construyeron nuevos monumentos, como el del emperador Tamerlán en uno de los lugares más céntricos de Tashkent; sustituyeron la estatua de Lenin por un globo terráqueo con Uzbekistán en el centro, reescribieron la historia. Todos los símbolos que recordaban a la URSS fueron retirados. La creación de un nuevo patriotismo necesitaba ensuciar la memoria de los años soviéticos y a esa tarea se dedicó con empeño el nuevo gobierno. El converso Islam Karimov (actual presidente, que había sido dirigente comunista uzbeko) llegó al extremo de fundar un Museo de Víctimas del Colonialismo, donde se identifica la historia de la Rusia zarista y de la Unión Soviética como si ambos sistemas políticos hubieran formado un mismo núcleo imperialista para sojuzgar a los uzbekos, y ha insistido en que los problemas que hoy tiene el país forman parte de «la herencia totalitaria soviética». Sin embargo, la mayoría de la población uzbeka añora la URSS.
Gobernando con su nuevo Partido Democrático Popular, Karimov ha perseguido a toda oposición política, empezando por los comunistas, que no tienen existencia legal: ya se sabe que no hay nada peor que los conversos. Pese al mantenimiento de una fachada democrática, los procesos electorales han estado controlados por el poder, y el propio Karimov ha decidido en estos quince años postsoviéticos los partidos que podían presentarse y quienes podían participar, formando incluso organizaciones progubernamentales para dar apariencia de pluralidad al régimen. Karimov no tuvo empacho en prolongar su mandato como presidente en un referéndum, y, en 2000, más del noventa por ciento de los votantes lo reelegían por cinco años más, aunque un nuevo referéndum ampliaría otra vez su mandato: las próximas elecciones, si no se introducen nuevos cambios, tendrán lugar en 2007. Su dominio del país quedó patente cuando, en 1998, el parlamento uzbeko (llamado Oly Majlis) le concedió la máxima distinción, Tamerlán, y después, en 2003, aprobaba la inmunidad vitalicia para los expresidentes del país (¡sólo lo ha sido hasta ahora Karimov!), promulgando así una ley hecha a medida para asegurar, en su día, el tranquilo retiro del autócrata.
En el nuevo Uzbekistán no sólo se organizó una gigantesca y feroz campaña de descrédito de la Unión Soviética: había que romper con el socialismo y elaborar un nuevo relato histórico del pasado uzbeko. La invención del pasado implicaba identificar a los rusos y a la Unión Soviética como un poder colonial (ocultando la participación uzbeka en la construcción de la URSS) y eso llevó a Karimov a cambiar el alfabeto cirílico por el latino, en su versión turca, de forma que, en todas las calles de todas las ciudades del país, letreros y carteles están hoy escritos en uzbeko con alfabeto latino, un alfabeto ajeno a la historia del país. Para desgracia del nuevo poder, el cambio nunca fue del agrado de la población, de tal forma que va a cambiarlo el año próximo, volviendo al alfabeto cirílico. Se limitó, además, la utilización de la lengua rusa, aunque la tozuda realidad muestra que por todas partes del país se habla ruso, aunque también es muy utilizado el uzbeko, y en Samarcanda y Bujara se habla tayiko. Karimov introdujo el estudio de la escritura árabe, y se abrieron madrasas islámicas e incluso una universidad, financiadas por Arabia saudita. En Bujara, por ejemplo, esa política de identificación islámica y de ocultamiento del pasado soviético llevó a levantar un enorme complejo para acoger la tumba de Bahouddin Nakshband, un sufí del siglo XIV, para dotar al nuevo Uzbekistán de referencias históricas con las que pueda identificarse la población. Así, Tamerlán y el Islam se convirtieron en señas de identidad de Uzbekistán.
El presidente Karimov, aunque hizo aprobar una constitución secular, impulsó una política de recuperación de las tradiciones islámicas en la vida cotidiana que ha penetrado en algunos sectores del país, aunque al mismo tiempo prohibió los partidos que utilizaban la religión como estandarte, utilizando las revueltas islamistas en la vecina república de Tayikistán y la guerra civil que se desató en los años noventa como aviso de los peligros que podían suponer para Uzbekistán. Pero el islamismo creció: en nuestros días se está poniendo de moda casar a las mujeres ¡con dieciséis años!, a través de los acuerdos entre familias, algo que casi se había erradicado con la Unión Soviética. Incluso se ha vuelto a imponer la circuncisión a los niños, y en algunas zonas la presión religiosa islamista es evidente. Pese a todo, la gran mayoría de la población es laica, y su vestimenta y comportamiento no tiene nada que ver con las imágenes de mujeres cubiertas con el velo y muchedumbres llenando las mezquitas que llegan desde otros países. Setenta años de socialismo no han pasado en vano.
El robo de la propiedad soviética siguió caminos semejantes a los de Rusia y las otras repúblicas de la URSS. El robo de la propiedad colectiva llegó a extremos insospechados: en el Museo de Samarcanda desaparecieron importantes piezas y colecciones. La privatización y destrucción de muchas de las conquistas sociales fueron de la mano, y afectaron a la sanidad, educación, cultura y ocio. De esa forma, la hija de Karimov, Gulnara Karimova, por ejemplo, ha podido construir un gigantesco grupo empresarial, mientras que el desastroso cambio para la población puede ilustrarse con la venta de los pisos existentes en el país, construidos por la URSS, ¡a sus propios habitantes! Durante los años soviéticos, la vivienda era un derecho universal y los inquilinos apenas pagaban una cantidad simbólica por el alquiler, que era de por vida, y por los servicios de agua, gas y electricidad. Aunque ese sistema tenía problemas: la dejación colectiva y la deficiente conservación de muchos bloques de viviendas es una de ellas. Así, el nuevo gobierno uzbeko inició la venta de los pisos a sus propios moradores, que tuvieron que pagar por un bien que, de hecho, ya era suyo de forma vitalicia, en una operación donde el gobierno ingresó enormes cantidades de dinero, cuyo destino final se pierde, aunque no hay duda que fue a parar a los bolsillos de los nuevos oligarcas. En nuestros días, los inquilinos deben pagar el agua, gas y electricidad, que antes eran prácticamente gratuitos. Un piso convencional cuesta hoy entre siete mil y ocho mil dólares (que, con salarios de cuarenta dólares mensuales, supone para los compradores un esfuerzo titánico). No es extraño, así, que muchos uzbekos afirmen que «se vivía mejor con la Unión Soviética».
La supuesta libertad conquistada en el proceso de independencia es ilustrada por el régimen de Karimov con la posibilidad que la población tiene ahora de viajar al extranjero y estudiar, pero es muy difícil que los uzbekos puedan sufragar los estudios de sus hijos en el exterior. Los defensores del nuevo Uzbekistán dicen que esa posibilidad, antes, ni siquiera existía, pero lo cierto es que cuesta mucho dinero y sólo pueden hacerlo los hijos de familias ricas: en la práctica, salen al exterior menos estudiantes uzbekos que antes. Además, Uzbekistán no ha superado la crisis que trajo la desaparición de la URSS. El algodón, el oro y el uranio son las principales riquezas del país, pero los riesgos estratégicos son grandes: Uzbekistán no tiene agua suficiente, y la intensa explotación de las aguas del Amur Daria y Sir Daria en toda Asia central ha hecho retroceder al Mar de Aral y ha creado nuevos problemas en la economía, porque el algodón es el gran recurso del país. Por eso, diversos sectores mantienen que los uzbekos necesitan a Rusia: la evidencia de la soledad de unas pequeñas repúblicas en un mundo de gigantes sigue conservando los lazos que creó la Unión Soviética.
Tashkent es hoy una ciudad nueva. El terremoto del 26 de abril de 1966 destruyó casi por completo la capital uzbeka, y todas las repúblicas soviéticas se volcaron en la ayuda y en la reconstrucción, dando lugar a una ciudad de amplias avenidas, de grandes parques y gigantescas plazas, que es la metrópolis más poblada de Asia central. Los signos de la crisis tras la desaparición de la URSS siguen visibles, y el trabajo ha dejado de ser un derecho colectivo. En Tashkent, el salario medio de un obrero oscila entre cuarenta y sesenta mil som mensuales, unos cuarenta dólares. En Samarcanda, visité una fábrica de seda. Es privada: se creó en 1992, inmediatamente después del colapso de la URSS. Trabajan allí cuatrocientas cincuenta mujeres, la mayoría jóvenes, que ganan un salario de entre ochenta y ciento veinte dólares mensuales (entre sesenta y cinco y noventa y cinco euros). Utilizan tintes naturales para teñir la seda, corteza de nuez, granada, flores silvestres. Las obreras se consideran afortunadas, a la vista de las dificultades del país. En Bujara, otra de las ciudades míticas de la vieja ruta de la seda, la destrucción de la economía alcanzó niveles alarmantes: algunas fuentes hablan de un sesenta por ciento de desempleo o de subocupación. Se ven niños trabajando en la ciudad, fabricando alfombras o artesanías: el cambio en las prioridades ha llevado, incluso, a muchas familias a no llevar a los niños a la escuela: dicen que eso no aporta nada, y los ponen a trabajar.
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La orfandad política de las repúblicas de Asia central las convirtió en presas apetecibles para Estados Unidos. Mientras rompía lazos con Rusia, Karimov se involucró en el conflicto afgano, apoyando en los años noventa al general Abdul Rashid Dostam, un militar de raíces uzbekas, y llegó a mediar con los sanguinarios talibán (una criatura creada por los servicios secretos pakistaníes y norteamericanos, con financiación saudí), que se habían convertido en la fuerza dominante en Afganistán: era una forma de conseguir espacio político para Dostam y, de paso, fortalecer el peso de Uzbekistán en la zona. Al mismo tiempo, Karimov intensificó su relación con Estados Unidos, hasta el punto de que llegaron a organizar ejercicios militares de la OTAN en territorio uzbeko. Pero las dificultades exteriores aumentaron. Pakistán alimentaba campamentos de entrenamiento de terroristas islamistas que se infiltraban después en Uzbekistán, creando episodios de crisis, y también las relaciones con Moscú se hicieron tensas, a consecuencia de la gran minoría rusa del país y de la decisión del gobierno uzbeko de abandonar el Tratado de Seguridad de la CEI (Confederación de Estados Independientes, sustituto de la URSS), aunque ello no impidió la colaboración con Rusia para combatir el terrorismo islamista. En febrero de 1999, unos confusos atentados terroristas (organizados por un partido llamado Hezbolá, como el libanés) contra la sede del gobierno causaron casi veinte muertos en Tashkent, en una operación que parecía dirigida contra Karimov, y muchos aspectos apuntaban a que, tras ella, se ocultaba una oscura amalgama de servicios secretos. Pese a ese peligro, a partir de 1999 Uzbekistán abandonó el Tratado de Seguridad Colectiva, que reunía a Rusia con otras repúblicas de la desaparecida Unión Soviética, y decidió integrarse en el GUAM (que, con la incorporación uzbeka, pasó a llamarse GUUAM), una organización que agrupaba a Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia, urdida en los laboratorios estratégicos de Washington con el propósito de consolidar la división del territorio soviético y asegurar su propia penetración en la periferia de Rusia. Hay que hacer notar que, al margen de su origen soviético, esas repúblicas ni siquiera tienen fronteras comunes y que su forzada integración en el GUUAM fue, desde sus inicios, una baza al servicio del despliegue estratégico norteamericano. A cambio de protección y apoyo diplomático, Karimov estaba dispuesto a ser un peón de Washington.
La política exterior de Karimov cultivó la amistad y la alianza con Estados Unidos, pero hoy ese diseño estratégico ha sido abandonado por un retorno hacia la alianza con Moscú. Pero, antes, tuvieron que sonar todas las alarmas. Karimov se negó a integrar a Uzbekistán en la Comunidad Económica Euroasiática, creada en octubre del 2000 por Rusia, Bielorrusia, Kazajastán, Kirguizistán y Tayikistán: era un reflejo de su prevención ante la diplomacia rusa, que trabajaba con el objetivo de reunificar el espacio económico soviético, y un guiño a los norteamericanos, siempre deseosos de aumentar su influencia en la zona en prejuicio de Moscú y Pekín. Después, los atentados del 11 de septiembre en Nueva York llevaron a Karimov a ofrecer su colaboración a Estados Unidos, que se concretó en la firma de convenios militares con Washington, que autorizaban al ejército norteamericano para utilizar bases en territorio uzbeko, asunto de trascendencia estratégica que llevó a Colin Powell, jefe de la diplomacia norteamericana, a visitar Tashkent. El apoyo uzbeko al nuevo régimen de Karzai instalado en Kabul por Estados Unidos, fue, también, una consecuencia de ese pacto. Un año después, Karimov visitaba Washington, consolidando su alianza con Estados Unidos y firmando nuevos acuerdos militares y económicos. De hecho, puede decirse que la consecuencia más importante de los atentados del 11 de septiembre para la zona no fue el ataque estadounidense a Afganistán, sino la penetración norteamericana en Asia central. Washington no buscaba a Ben Laden, asunto para consumo popular: perseguía el control de Asia central, y Afganistán caía por añadidura. Tras la ofensiva militar y diplomática, Estados unidos consiguió presencia militar en Afganistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kirguizistán y Kazajastán. El retroceso estratégico de Moscú era evidente, hasta el punto de que los estrategas del gobierno norteamericano especularon con la posibilidad de forzar a Rusia a hacerle jugar el papel de guardián de los intereses estadounidenses ¡en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central! Pero el gran juego no ha terminado.
En marzo de 2004, nuevos atentados terroristas en Uzbekistán, coordinados en varias ciudades, entre ellas la capital, Tashkent, causaron diecinueve muertos y decenas de heridos. Y el 12 y 13 de mayo de 2005, en Andijan, una importante ciudad del valle de Fergana, la policía reprimió una manifestación tras una confusa incursión guerrillera. Grupos de hombres armados atacaron una comisaría y un cuartel y mataron a diez policías y soldados y, después, asaltaron la cárcel y abrieron sus puertas a más de dos mil presos. La peligrosa crisis abierta fue liquidada por Karimov, que consultó a Putin la respuesta, con rapidez. Según Amnistía Internacional, en la represión ordenada por Karimov murieron centenares de personas, aunque no se ha podido realizar una investigación independiente. Hasta ese momento, Estados Unidos era el principal apoyo diplomático de Karimov, que incluso había accedido a acoger en Uzbekistán a prisioneros de los norteamericanos para interrogarlos, aceptando la subcontratación de la tortura. La incursión, que utilizaba para sus fines la insatisfacción popular por el retroceso de las condiciones de vida, las reivindicaciones islamistas, y los negocios de la droga y las actividades de turbios empresarios, aprovechaba la proximidad de la ciudad de Andijan a zonas convulsas como Afganistán y Pakistán. La confusión sobre la identidad de los autores intelectuales de la operación de Andijan no podía ocultar, pese a todo, las actividades de grupos islamistas, de servicios secretos y la preparación de provocaciones. Karimov acusó a extremistas islámicos de ser los responsables de la operación y (sin declararlo públicamente) sospechaba que la larga mano de Washington estaba tras la infiltración. No en vano, Estados Unidos había organizado las revoluciones naranja para instaurar regímenes cliente en antiguas repúblicas soviéticas, como Georgia y Ucrania, que triunfaron, y otras en Bielorrusia y Azerbaiján, que fracasaron. Algunas fuentes, como Ahmed Rashid, mantienen que, después de la represión de Andijan, más de mil uzbekos se refugiaron en Afganistán, refugio que resulta revelador. Ese mundo de las redes islamistas, infiltrado por el ISI (los servicios secretos pakistaníes), la CIA, el Mossad, es oscuro, pero interviene en la gran batalla estratégica por Asia central. Según el fiscal general uzbeko, su gobierno dispone de pruebas de que la operación fue organizada por el Movimiento Islámico de Turkestán (llamado antes Movimiento Islámico de Uzbekistán), Hizb ul Tahrir y una de las ramas de éste, Akramiylar. No es difícil adivinar quienes dirigen esos grupos.
Algunas fuentes consideran que la embajadada norteamericana en Tashkent estaba detrás de la intentona de Andijan: los servicios secretos estadounidenses influyen sobre grupos opositores uzbekos refugiados en Londres, a los que han financiado, como han hecho con otros grupos islamistas de Asia central, y están en permanente coordinación con el despliegue diplomático y militar que mantiene Estados Unidos en toda la zona. Es decir: Washington, pese a que mantiene una estrategia que busca limitar la influencia del islamismo militante, no desdeña al mismo tiempo financiar, adiestrar y controlar facciones islamistas que sean útiles para el desarrollo de sus objetivos y para la preparación de provocaciones y atentados. No hay que perder de vista que la región china de Xingqianq está a sólo doscientos kilómetros de Andijan y que los servicios norteamericanos siguen apoyando los grupos islamistas chinos que especulan con una supuesta independencia: aumentar en el Oeste la presión sobre China sería un triunfo estratégico para Washington. Así, todo indica que Estados Unidos se equivocó en Uzbekistán, pretendiendo cambiar a un dictador aliado, pero imprevisible, por un régimen cliente teledirigido desde Washington. Karimov constató que su alineamiento con Estados Unidos no le aseguraba la continuidad en el poder y volvió sus ojos a Moscú: no tenía otra alternativa. De esa forma, los disturbios de Andijan de 2005, trajeron un cambio de alianzas.
Las presiones norteamericanas y europeas no se hicieron esperar: en octubre de 2005, la Unión Europea aprobó un embargo de armas y limitó la entrada de dirigentes uzbekos a su territorio. Tampoco la reacción uzbeka: al mes siguiente, Karimov cerraba el territorio y el espacio aéreo de su país a las fuerzas de la OTAN a partir de enero de 2006, en una decisión que -unida al desalojo forzado de las tropas norteamericanas de la base uzbeka de Karshi-Janabad, donde llevaban estacionadas desde octubre de 2001- ha complicado sobremanera el despliegue estadounidense en la zona, afectando a Afganistán y a la propia ISAF. La prepotencia norteamericana, que le ha jugado una mala pasada a su gobierno, había llegado al extremo de no pagar a Uzbekistán el alquiler estipulado por la base de Karshi-Janabad: cuando Washington se percató de que la amenaza de desalojo de la base era seria, quiso pagar los alquileres atrasados, aunque esa promesa no hizo retroceder al gobierno de Karimov.
Estados Unidos cometió un error de cálculo en Uzbekistán, que ha limitado su influencia en la región, aunque continúa trabajando para influir sobre Kazajastán y Turkmenistán, república ésta gobernada de manera despótica por Saparmurat Niyazov. La política de Washington se ha orientado a forzar cambios políticos en la periferia soviética y en todo Oriente Medio, utilizando para ello su presión diplomática, la organización de redes financiadas y la infiltración: organizaciones como Freedom House, que dirige James Woolsey, un antiguo jefe de la CIA; la USAID, United States Agency for International Development; y la NED, National Endowment for Democracy, junto con la actividad de sus servicios secretos y de grupos de mercenarios, completan el panorama. No toda su actividad es militar o terrorista, ni mucho menos. En Bujara, por ejemplo, puede constatarse la infiltración norteamericana: USAID financia un caravasar y negocios de comerciantes. Hay que poner huevos en diferentes cestas.
La complejidad de la disputa por Asia central complica el escenario para las grandes potencias. El interés de Rusia, de Uzbekistán y de la mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas radica en la consolidación de la CEI, que en lo sustancial es equivalente a la URSS, y es evidente para la mayoría de los gobiernos del área que los elementos que juegan a favor de la integración son mucho más sólidos que los que llevan hacia la dispersión. Pero también Estados Unidos juega sus cartas: las inversiones realizadas por sus empresas en Kazajastán son muchos mayores que las que han hecho en Rusia, consciente además de que se ha reducido el intercambio comercial entre Moscú y el resto de las repúblicas exsoviéticas por la tendencia a aumentar el comercio con países occidentales. Con China al fondo del escenario, completa el panorama Irán, que está redefiniendo su política para Asia central: en la década de los noventa, Teherán inició una acción exterior orientada a exportar su visión de revolución islámica en las cinco repúblicas del área, iniciativa que acabó en un rotundo fracaso. La nueva orientación, más pragmática que ideológica, pone el acento en los intercambios económicos: los acuerdos iraníes con Turkmenistán para el envío de gas a Irán, y con Tayikistán, que engloban proyectos industriales y de construcción de gasoductos, son una muestra de ello. Tampoco la política de buena vecindad entre Turkmenistán e Irán es una buena noticia para Washington, que sigue especulando con la posibilidad de utilizar territorio turkmeno para un hipotético ataque a Irán. Las relaciones de Irán con Uzbekistán son más frías, a consecuencia del recelo uzbeko hacia la retórica islamista de Teherán. No son las únicas potencias atentas a la evolución de los acontecimientos: el anterior primer ministro japonés, Koizumi, visitó este mismo verano Kazajastán y Uzbekistán. Objetivo: asegurar sus suministros energéticos y minerales (desde cobre y plomo, hasta uranio), y, de forma más oculta, colaborar con Estados Unidos en la contención de China y Rusia en toda Asia central. La discreta diplomacia nipona no descarta estimular el enfrentamiento entre Rusia y China, como una vía para hacer prosperar sus intereses en la zona, siempre bajo la atenta mirada de Washington.
La Comunidad Económica Euroasiática (CEE), formada por Rusia, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán y Uzbekistán, es clave en la organización económica de parte del antiguo territorio soviético. No hay que olvidar que Washington sigue saboteando el intento de Rusia de integrarse en la Organización Mundial del Comercio, OMC, y que una de las cartas que juega Moscú es la creación de un espacio económico y aduanero con la mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas. Rusia, Kazajastán y Bielorrusia han avanzado mucho en ese terreno, y junto con Ucrania (que tiene estatuto de observador en la CEE) componen la parte más sustancial de lo que era la URSS. Otra entidad, el Espacio Económico Común (EEC), está reforzando la integración paulatina y la creación de nuevos lazos. No sin problemas, desde luego. En enero de 2006, Uzbekistán ha ingresado en la CEE y, más tarde, en la Organización del Tratato de Seguridad Colectiva (OTSC, que está compuesta por los países que integran la CCE, más Armenia).
La integración de fuerzas militares en la zona también avanza: este verano, la OTSC organizó unos ejercicios militares, Frontera 2006, dirigidos por el ministro de defensa kazajo, Mujtar Altinbaev, orientados a evitar la infiltración de grupos armados (de las redes islamistas internacionales, de movimientos autóctonos, u organizados por servicios secretos occidentales) y a aumentar la cohesión y la seguridad en toda Asia central: en ese aspecto los intereses rusos son plenamente coincidentes con los chinos, y entran en colisión directa con los norteamericanos y, en menor medida, con los turcos. (Recuérdese que los servicios secretos norteamericanos, israelíes y turcos trabajan en muchas operaciones conjuntas: la detención del dirigente kurdo Abdulá Ocalam en Nairobi, Tanzania, fue una de ellas). Otra de las organizaciones que se ha fortalecido en los últimos años, la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS, donde, junto a Rusia y China, se integran Kazajastán y Uzbekistán y otras repúblicas menores), está creando un nuevo equilibrio estratégico en la zona y en el mundo. Uno de los frutos de la colaboración, cada vez más importante, entre sus miembros, es el nuevo oleoducto Kazajastán-China, que en mayo de 2006 empezó a enviar petróleo a China.
Ese es el panorama en donde se inserta Uzbekistán, y donde sus nuevas alianzas están inclinando la balanza en Asia central. Nikolai Bordiuzha, secretario general de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, afirmaba hace unas semanas que «la reciente decisión de Uzbekistán de reintegrarse a la OTSC cambia radicalmente la situación geopolítica no sólo en el Asia Central, sino también en todo el espacio post-soviético». En esa encrucijada estratégica, donde Estados Unidos, Rusia y China tanto tienen que ganar o que perder, se encuentra Uzbekistán, oprimido por el régimen de Karimov, con su población añorando el pasado soviético, mirando otra vez a Rusia.