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Washington y el tsunami: llorar con un ojo

Fuentes: Rebelión

El presidente norteamericano, Bush, partidario del conservadurismo caritativo (¿recuerdan?), y sus asesores, cometieron una evidente torpeza con su falta de reacción ante la catástrofe asiática del maremoto, el tsunami que permanece en el centro de la atención informativa internacional. Parecía que la catástrofe no tenía nada que ver con ellos. Sin embargo, las duras palabras […]

El presidente norteamericano, Bush, partidario del conservadurismo caritativo (¿recuerdan?), y sus asesores, cometieron una evidente torpeza con su falta de reacción ante la catástrofe asiática del maremoto, el tsunami que permanece en el centro de la atención informativa internacional. Parecía que la catástrofe no tenía nada que ver con ellos. Sin embargo, las duras palabras pronunciadas por diferentes responsables de las Naciones Unidas, sugiriendo la mezquindad de algunos países ricos, forzaron una respuesta de Washington, no en vano el propio The New York Times había hablado, en un editorial del periódico, de «América, la indiferente», poniendo al gobierno de su país ante el espejo de su indiferencia por el sufrimiento ajeno.

 

El posterior paseo de Colin Powell por la geografía de la tragedia, donde aseguró que no había visto nada igual en su vida, y las grandilocuentes declaraciones de Bush, anunciando la creación de una coalición internacional para hacer frente a la desgracia -dirigida por Estados Unidos, claro, como a los responsables norteamericanos les parece siempre más adecuado- quedaron rápidamente olvidadas: apenas había transcurrido una semana del nuevo año, y esa plataforma era disuelta por Washington, ante la evidencia de que la ayuda debía ser canalizada por la ONU, y por organizaciones como la Cruz Roja y la Media Luna Roja. Los acontecimientos posteriores han confirmado la indiferencia norteamericana: pese a su riqueza, Estados Unidos no contribuye en la medida de sus posibilidades para facilitar ayuda a las víctimas. El anuncio de que Washington aportaría 350 millones de dólares fue recibido con escepticismo, y la reunión de Ginebra organizada por la ONU para reunir los recursos urgentes confirmó las sospechas: Estados Unidos no estaba entre los más importantes donantes de ayuda inmediata. Bush sólo había pronunciado palabras, que siempre salen gratis.

Jan Egeland, coordinador de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU, elogió, en cambio, los esfuerzos de Japón y China, y de países con escasos recursos, como Nepal, Timor o Corea del Norte, diciendo que era algo sin precedentes en la historia. Egeland ha denunciado también que países en apariencia generosos no cumplen después lo prometido. Sus palabras sobre el tsunami no dejaban lugar a dudas: «Debemos mantener una actitud prudente, porque, cada vez que sucede un gran desastre, los países desarrollados suscriben activamente en la lista de donaciones, mostrando su gran generosidad, pero otra cosa es si están realmente dispuestos a cumplir lo que prometen. En la actualidad, es muy importante la suma de donaciones suscritas por los diversos países, pero sabemos que serán mucho menores de lo prometido.»

Egeland hablaba con conocimiento de causa. Los organismos de ayuda de la ONU, por ejemplo, saben que los gastos de las tropas enviadas son contabilizados después como si hubieran sido donaciones. Un portavoz de esa Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU recordó el tifón de 1998, que destruyó buena parte de Honduras y Nicaragua, y que causó nueve mil muertos y unos tres millones de afectados. Las donaciones prometidas por los principales países capitalistas desarrollados alcanzaban la cifra de 3.500 millones de dólares, y el FMI y el Banco Mundial se comprometieron a realizar aportaciones de 5.200 millones de dólares. Los recursos que llegaron al final apenas fueron la tercera parte de los prometidos.

Ese ejemplo no es una excepción. De hecho, es la norma con la que actúan los principales países ricos, y, especialmente, los Estados Unidos. En Liberia, en enero de 2004, los países reunidos suscribieron compromisos para entregar 1.000 millones de dólares: un año después, apenas se han entregado 70. El propio Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, en la conferencia de Yakarta que intentaba coordinar la ayuda internacional para paliar el desastre del tsunami, recordó que después del terremoto que destruyó Bam, en Irán, en diciembre de 2003, los países ricos se comprometieron a entregar 1.100 millones de dólares: sólo llegaron 17.

La especial responsabilidad de Washington en esa situación es algo que debe recordarse. Sin embargo, aunque su actual presidente, como los anteriores, ha proclamado su exigencia de que el mundo debe ser «dirigido» por Washington, esa vocación desaparece cuando se trata de mostrar solidaridad con el sufrimiento ajeno. En Nicaragua lo saben bien. Washington prometió ayuda para reconstruir el país, después de haber conseguido la derrota de la revolución sandinista, financiando mercenarios y ahogando los cambios progresistas: la ayuda entregada siempre fue insuficiente y nada tenía que ver con las promesas realizadas. Nicaragua, un país repetidamente agredido y colonizado por Washington se ha convertido hoy en el país más pobre del hemisferio occidental, sólo superado por Haití. También lo saben los organismos internacionales que coordinan los programas para frenar la expansión del SIDA: el gobierno Bush no ha entregado la ayuda que se había comprometido a aportar.

Estados Unidos no es el único país en tener una postura semejante, pero sí puede afirmarse que, entre los países ricos, es el que muestra una mayor hipocresía y una indiferencia criminal ante el sufrimiento de buena parte de la humanidad. En la cumbre de Río de Janeiro, los países industrializados se comprometieron a aumentar significativamente sus contribuciones a los países pobres: diez años después sus palabras todavía deben cumplirse. En el año 2003, aportaron el 0,25 de su renta nacional bruta, cuando también se habían comprometido a aportar el 0,7. Estados Unidos se encuentra entre los países que contribuyen en un porcentaje menor a la ayuda al desarrollo.

Al mismo tiempo, mientras se sigue coordinando la ayuda a las víctimas del maremoto asiático, según las cifras del Banco Mundial, la deuda externa pública de los cinco países más afectados se eleva a más de 300.000 millones de dólares. Esa deuda obliga a que, cada año, deban pagar más de 30.000 millones de dólares en intereses, tanto al Banco Mundial (controlado por Washington), como a las arcas de los países capitalistas ricos, y a los bancos y empresas privadas. De hecho, puede decirse que son los países afectados por la catástrofe, y otras naciones pobres, las que siguen financiando la economía del mundo desarrollado y, principalmente, de los Estados Unidos. Los mecanismos económicos que lo hacen posible son conocidos por todos y han sido denunciados por diferentes organismos de la ONU. Así, se ha calculado que la totalidad de los recursos de ayuda al desarrollo que llegan a los países pobres desde el mundo rico son, cada año, aproximadamente, la cuarta parte del importe total que esos países endeudados pagan a los ricos en concepto de intereses por la deuda externa. Debe continuar la ayuda a los países afectados por el maremoto, y hay que exigir a los países ricos que cumplan sus compromisos, pero hay que insistir también en la urgencia de la anulación de la deuda externa de los países pobres. Esa exigencia para acabar con la deuda externa de los más pobres, que debe estar en el centro de la actividad de las fuerzas de izquierda, tiene que acabar con el engaño de la explotación y de la caridad simultáneas. Porque, ante el tsunami, los responsables de Washington lloraban con un solo ojo.

Esa hipocresía de los poderosos trae a la memoria la historia que explica el fotógrafo catalán Kim Manresa sobre las mujeres de Bangla Desh -algunas de ellas, casi niñas- a las que sus maridos habían quemado el rostro con ácidos, como, para vergüenza del género humano, suelen hacer en algunas zonas. Las noticias sobre ellas, no hace mucho, conmovieron a la opinión pública, momentáneamente. Una empresa multinacional hizo una gran campaña publicitaria y llevó a seis de ellas a Valencia, para que recibieran tratamiento. Era un gesto de solidaridad. Kin Manresa confiesa que, fotografiar a las jóvenes, en Valencia, al igual que hicieron otros muchos fotógrafos, fue el trabajo más duro que ha hecho en su vida: las chicas no tenían labios, les faltaban ojos, sus orejas habían desaparecido, sus rostros quemados daban miedo y horror. En la medida de lo posible, les recompusieron sus caras. Después, las mujeres volvieron a casa, a Bangla Desh, y los periodistas y el mundo olvidaron otra vez a aquellas jóvenes víctimas que habían recibido tratamiento gratuito para sus rostros devastados. Aquella empresa que las llevó a Valencia para remediar algo su sufrimiento parecía haber hecho un hermoso gesto. Sin embargo, Kin Manresa volvió un año después a Bangla Desh, porque se había hecho amigo de aquellas mujeres cuyo destino le había conmovido. En Bangla Desh, comprobó que la empresa que había pagado el tratamiento de aquellas seis jóvenes no había hecho un seguimiento posterior. Todas estaban peor. Las muchachas seguían viviendo en sus aldeas, y sus rostros se habían infectado de nuevo, se les caían los injertos de piel, las prótesis de ojos, las orejas reconstruidas. Todas se querían morir.