Casi la mitad de Tokyo se construyó sobre basura compactada y prensada, territorio ganado al mar. He ahi la metáfora del pacifismo institucional japonés: toda su base se cimienta en basura. No ha sido fácil ser japonés en los últimos siglos. En el XIX el país venía de superar un aislacionismo autoimpuesto de más de […]
Casi la mitad de Tokyo se construyó sobre basura compactada y prensada, territorio ganado al mar. He ahi la metáfora del pacifismo institucional japonés: toda su base se cimienta en basura.
No ha sido fácil ser japonés en los últimos siglos. En el XIX el país venía de superar un aislacionismo autoimpuesto de más de 200 años (el sakoku, o «país encadenado» durante el shogunato Tokugawa) en los que no había tenido relaciones con prácticamente ninguna otra nación en el planeta y a ningún súbdito del emperador se le permitía abandonar las islas. Japón ha sido la cultura que ha visto nacer a los hikikomorii, pero es que antes de ello el propio país había sentado precedente decidiendo autoexiliarse del contacto exterior. Si una persona se pasa 20 años sin comunicarse con otros seres humanos desarrollará un claro déficit de socialización y una tendencia al narcisismo y el ensimismamiento. Japón superó a trancas y a barrancas su condición de ermitaño, obligado primero por el intervencionismo y las sanciones de los norteamericanos, deseosos de abrir su espectro colonial hacia Asia, y luego por la necesidad de «modernización» entendida como occidentalización e industrialización durante el evocador período de la Restauración Imperial Meiji en el 1868, que desembocó finalmente en un intento de establecer democracias representativas al modo europeo que, no obstante, no pudieron sobreponerse al rígido tradicionalismo y la estratificación social basada en esos valores que tradicionalmente se le han asociado a los nipones: obediencia, jerarquización y una extraña adopción del budismo zen y el confucianismo que mantenían cohesionada una sociedad con unas desigualdades sociales gigantescas que, sin embargo, buscaba nuevos caminos para adaptarse a nuevos retos.
Pero no fue la democracia la respuesta. Tampoco el socialismo, brutalmente reprimido tras la conspiración para asesinar al emperador y el trágico terremoto de Kanto de 1923ii.
Japón a principios del siglo XX se deslizó, suave, pero inexorablemente, hacia la tendencia que potenciaría esa autonomía que tanto ansiaba y ese orgullo que tanto daño le ha hecho: el militarismo, celebrado como el triunfo último de la modernización y la tecnologización, fue la respuesta que Japón le dió al mundo cuando éste se volvió a fijar en él tras los cuatro siglos de ostracismo. Y fue precisamente el militarismo el que transformó una pequeña isla a penas autosuficiente (sólo el 10% de su superficie es cultivable) en una potencia mundial capaz de batir sorprendentemente a una agonizante Rusia zarista y conquistar en tiempo récord, Korea, Mongolia, Indonesia y gran parte de China, estableciendo hitos en la Historia de los genocidios durante el proceso.
Si los nazis se han establecido como el epítome de la maldad en el imaginario colectivo reciente (por méritos propios, pero también por repetición ad nauseam ), no fue porque los japoneses no les anduvieran a la zaga: constantemente oímos hablar de Auschwitz , la Shoa, la Solución Final, pero no menos brutales fueron el Kempeitai y el Tokkou (sus propias Gestapo y SS), el Escuadrón 731 (sus propios experimentos homicidas con su particular Mengele), el Sanko Sakusen (la política continental de los «Tres Todos»: matar todo, saquear todo, destruir todo) o las Masacres de Nangkin o Manila (donde murieron más de 100 mil civiles). Como decía Neal Stephenson en Snow Crash : «tuvieron que echarle 2 bombas atómicas antes de que Japón se diera cuenta que era pacifista».
Y es que el final de la II Guerra Mundial dejaba un panorama desolador para el Sol Naciente: toda su justificación política se venía abajo al mostrarse tan débil la férula de su imperio de pies de barro y al renunciar el emperador a su divinidad. El país entero se encontraba desolado económicamente, con pérdidas humanas y materiales incalculables, y sin un motor ideológico del que echar mano. Mientras muchos de los culpables de las atrocidades de la guerra salían indemnes (la culpa se personalizó mayoritariamente en el general Tojo , y otros valientes salvajes como Yasuji Okamura, Shogo Ishii o el propio emperador Hiro Hito, que jugó la misma carta que la infanta Cristina, el «yo no sabía lo que estaba pasando«, sobrevivieron los juicios internacionales), para gran parte del mundo, quien sabe si por desconocimiento o por alguna otra intencionalidad, los nipones pasaron a la Historia únicamente como víctimas de la catástrofe nuclear, como si nunca hubieran sido los verdugos del resto de Asia. Puede que la distancia que nos separaba y la incapacidad de las verdaderas víctimas de elaborar un discurso histórico universal que pusiera los puntos sobre las íes, sumado al arrepentimiento del pueblo japonés (otra característica clave de su carácter) nos hiciera olvidar en gran medida los crímenes de guerra cometidos. Pero claro, también tenemos que considerar que para EEUU Japón era una oportunidad antaño perdida y ahora de valor incalculable dentro del marco Guerra Fría, y no podían dejarla pasar así como así. Había que lavarles la cara a sus tan recientes enemigos, como diría Josep Fontana, «por el bien del Imperio».
Así, con el general MacArthur a la cabeza, hicieron y deshicieron a su antojo la política interior japonesa, les impusieron un modelo parlamentario y una Constitución en la que renunciaban expresamente a la guerra y la posesión de un ejército (el célebre Artículo 9 rezaba que «el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como un derecho soberano de la nación y a la amenaza o uso de la fuerza como medio para resolver disputas internacionales»),
a la vez que ocupaban el país con sus propias tropas, de las cuales aún mantienen unos 30 mil efectivos en la isla sureña de Okinawa (que fue oficialmente territorio yankee hasta el 72) y que resultan ser una de las más importantes fuentes de descontento de un país que llevaba desde los años 80 sin un conflicto social visible o destacable. Hiro Hito, cuando renuncia a su divinidad en el mensaje por radio que anunciaba la rendición de Japón pedía a sus súbditos que «aceptaran lo insoportable y soportaran lo insufrible, hasta lograr una gran paz para todas las edades«. No sabemos si con ello también se refería a soportar la dependencia económica de los americanos o los más de 5 mil crímenes y violaciones causados por sus soldados en suelo nipón, denunciadas ante tribunales militares americanos y hasta hoy siempre ignoradas.
El caso es que EEUU durante 10 años de ocupación delimitó los principios y límites del nuevo sistema japonés en todos los términos: políticos, económicos y militares, y situó las islas del pacífico como bastión ante la amenaza comunista: Rusia, China, Vietnam y, sobre todo, Korea. Para cuando la primera de las innumerables guerras encuadradas en la aglutinante Guerra Fría estalla, hablamos precisamente de Korea, en 1950, los yankees inician una reformulación orwelliana del pacifismo japonés que ellos mismos habían impuesto previamente: se crean las Fuerzas de Autodefensa, un pseudoejército sin capacidad interventiva pero que no ha parado de crecer exponencialmente desde entonces, hasta representar uno de los gastos armamentísticos más grandes del mundo y una de las fuerzas armadas tecnológicamente más avanzadas. Escondidos gran parte de sus recursos bajo el manto de la policía nacional (ya que los artículos de la Constitución limitan enormemente la inversión militar), las Fuerzas de Autodefensa se encuentran con las trabas legales en primer lugar, y la desaprobación pública en segundo lugar, y a penas recientemente un puñado de efectivos han participado en misiones internacionales muy polémicas, como la invasión a Irak, de la cual algunos salieron suficientemente perjudicados como para tomar la muy japonesa decisión de cometer suicidio.
Pero en las postrimerías de la guerra la abnegación no fue la única realidad dominante sino que hubo reacción popular ante la nueva dura realidad, especialmente por parte de la juventud, que se mostró tremendamente reacia a la situación de postramiento que el país mostraba ante los estadounidenses: mientras los adultos agachaban la cabeza asumiendo los costes de la época expansionista, los estudiantes se organizaban en asociaciones revolucionarias como el Zengakureniii, exigiendo el cese del Tratado de Cooperación Mutua y Seguridad (o «ANPO» como se le conoce en Japón) firmado en el 52 ante las presiones de la guerra de Korea y ratificado anualmente hasta el día de hoy, el cual supeditaba oficialmente los intereses internacionales nipones a los intereses bélicos estadounidenses y que otorgaba a estos tal poder de intervención que incluso podrían tomar partido en caso de una hipotética guerra civil para sofocarla.
Desgraciadamente el «Mayo Japonés» tuvo grandes desafíos y conflictos desde el inicio: la extrema atomización de las organizaciones estudiantiles, la mayoría de nueva creación, escasa experiencia y algunas incluso de órbita apolítica e índole autogestionaria, los tejemanejes y clásicas rivalidades entre los simpatizantes comunistas y su fuerte verticalidad cuasi stalinista (sobre todo por parte del Partido Comunista, que no dudó en enfrentarse con el resto de facciones), la consecuente represión gubernamental ante un movimiento altamente organizado y sin miedo a emplear la violencia (los estudiantes asaltaron la Dieta con hasta 300 mil simpatizantes, consiguieron paralizar visitas diplomáticas para renovar los tratados con EEUU durante la guerra de Vietnam y los choques más recordados dejaron al menos 600 policías heridos en batallas campales que se coronaron con el asedio e incendio de la Todai en el 68, la principal universidad tokyota, aunque por supuesto los muertos fueron bastante más abundantes en el bando de los estudiantes), y especialmente el «milagro económico» que barrió el descontento popular con la escoba del estado del bienestar y el recogedor del olvido histórico.
La degeneración de una pequeña parte de estos activistas en delirantes grupos terroristas como el Rengo Sekigun (Ejército Rojo Unificado) o el Nihon Sekigun (Ejército Rojo Japonés) protagonistas de los escenarios más absurdamente sanguinarios que se recuerdan del terrorismo de izquierdas en los 70′ y de un funcionamiento sectario que haría palidecer a Sendero Luminoso o los también nipones Aum Shinrykyo (responsables del atentado con gas sarín en el metro de la capital en los 90′, quizá el suceso que más conmocionó al país del Sol Naciente desde la II GM), cerraba a cal y canto una etapa de lucha y descontento político en Japón, convirtiéndola de paso en incomodo pasado. La sensación de fracaso y oportunidad perdida quedó sepultada por las brutales imágenes televisivas de luchas frontales con la policíaiv y de atentadosv y el tabú de lo que en su momento fue un brillante y temerario tsunami de lucha popular que fue admirado por todo el mundo sigue hoy día, tanto en Japón, como en los libros de Historia del resto del planeta.
Se inaguraba otra era de despilfarre y especulación, de mutismo y obediencia a la Ley del Mercado, de privatizaciones que durante décadas mantuvieron un modelo económico-social basado en la fidelidad a la empresa (que se encargaba de la parte de la asistencia social que el estado delegaba) y el consumismo desmedido, junto a una extraña mezcla de proteccionismo y keynesianismo que desmobilizó la opinión política japonesa hasta el punto de hacer pervivir en el poder sin más problemas al mismo partido político durante 60 años a penas interrumpidos por el espejismo de 10 meses de coalición socialdemócrata (tras estallar la burbuja inmobiliaria en los 90′) y 3 años de inestabilidad que van del 2009 al 2013 (con cambios anuales de primer ministro y constantes dimisiones en el seno del gobierno) y rematan con el desastre de Fukushima. El conocido como Jinmitou o Partido Liberal Democrático, es el símbolo del inmobilismo político japonés, el cual no sólo responde a los mecanismos instaurados durante la ocupación americana, si no también a una reproducción de sus sistemas cuasi caciquiles de empresas familiares (conocidas antes de la guerra como zaibatsu y luego como keiretsu y entre las que se encuentran Mitsubishi , Mitsui y Dai Ichi ) que funcionan a modo de los trust y holdings americanos o los chaebol coreanos, y que nunca llegaron a ser desmanteladas pese sucesivos maquillajes en políticas económicas (como por ejemplo la reforma agraria de la posguerra, que derivó en la creación de una clase campesina de pequeños terratenientes extremadamente conservadora) y a día de hoy, tras el fracaso de la alternativa que parecía iba a presentarse tras ser derrotado en 2009, y a pesar de haber perdido una enorme cantidad de apoyos (más debido a la enorme bajada en la participación en los comicios que a un trasvase de votos), el PLD sigue siendo el Goliat corrupto, rancio e inamovible en la agenda política japonesa.
El Japón reciente es un país que jamás ha conseguido un logro político o social gracias a la lucha y la movilización popular, si no que recibió siempre sus avances por parte de élites: la camarilla Meiji trajo el fin del feudalismo, los parlamentaristas y empresarios de principios del s. XX la democracia, y la constitución del pacifismo y el sufragio universal y femenino fue impuesto por los estadounidenses. Todas las manifestaciones de descontento popular fueron debidamente aplastadas hasta su degeneración, campesinos, socialistas, anarquistas y estudiantes. Lo que queda del comunismo ha incluso aceptado al emperador y la monarquía como institución. Las luchas populares más importantes de esta segunda mitad de siglo (Zengakuren aparte) han sido sectoriales: la resistencia a la construcción del aeropuerto de Narita y el ya mencionado rechazo a la presencia miliar estadounidense en Okinawa, y además no han tenido ni gran respaldo ni efectos palpables.
Con estos datos, podemos deducir que lo que lleva pasando en este último añovi definitivamente está marcando un cambio de tendencia. Las protestas iniciadas tras la crisis de Fukushima y la lamentable gestión de la misma han levantado una desconfianza poco común ante los políticos y los intereses empresariales. Las penosas condiciones de los trabajadores en la planta nuclear, la pasividad y lentitud de reacción de las autoridades para gestionar el desastre, que dejó a gran parte de la población de la que es el área más ruralizada y empobrecida del país con la única ayuda de los lazos comunales y los tratos de favor con la yakuza, mostró nuevamente la indefensión del pueblo nipón ante el escaso compromiso del gobierno por los problemas sociales de un país en el que la competición es doctrina y el fracaso no es una opción.
La pasividad japonesa y su poco interés por los asuntos de política ha de ser visto más como un servilismo que como una decisión consciente. Japón cuenta con la brecha salarial entre ricos y pobres más baja de toda Asia, y por ende, es una de las sociedades más igualitarias del mundo en el plano monetario. Pero estos «milagros económicos» esconden la fuerte presión laboral, el enorme ratio de suicidios y muertes relacionadas con el exceso de trabajo (denominadas karoshi), la aún altísima discriminación social y laboral de la mujer (considerada la más alta entre países desarrollados), la existencia de parias sociales, los burakumin, pertenecientes a un vetusto sistema de castas que no existe de iure pero funciona de facto, la invisibilización de los que no encajan con el modelo de sociedad imperante (la casi total destrucción planificada de la cultura ainu de la isla norteña de Hokkaido durante la era Meiji es un buen ejemplo, pero ahora mismo tenemos también el racismo latente en todos los aspectos socioeconómicos), o el mismo sistema económico que funcionó basado en la especulación pero que se ha mantenido en crisis desde más 20 años y que la única alternativa que presenta ahora a una nueva juventud cada vez más alienada por idols televisivos y ultraconsumismo son los minijobs. Al final el modelo económico y social creado tras la posguerra se tambalea sobre sus endebles bases y la falta de opciones puede fácilmente conducir al colapso a una civilización que ha mostrado una extraordinaria capacidad de adaptación al medio pero también exigente de una rigidez y un sacrificio que, cada vez más, sus habitantes parecen menos interesados en aceptar.
El pacifismo y la quietud zen que contemporáneamente se le han atribuido al pueblo japonés, como vemos, tienen detrás una historia de derrotas, fracasos y brutalidades. Y lo peor es que este pacifismo aceptado por la mayoría social está gravemente amenazado. No es ya que el rechazo frontal de la guerra y el conflicto que presentan los japoneses esté fundamentado en la pasividad frente a cuestiones tabú (la falta de comunicación y atención a problemas psicosociales, la dureza de sus sistema judicial y penitenciario, la existencia velada de un enorme gasto militar o la inexistencia de oposición a la pena de muertevii, que aún existe y se cobra decenas de vidas cada añoviii), es que además el nuevo gobierno del PLD formado este pasado año ha hecho enteros para lograr lo indecible: cabrear al japonés medio.
Para empezar el actual presidente, Shinzo Abe, no es un rostro nuevo en la política japonesa. Y su linaje tampoco. Su abuelo, Nobusuke Kishi fue miembro de la camarilla militar de la IIGM y lo único que le salvó de ser juzgado por crímenes de guerra fue el plan yankee para reconstruir una derecha política fuerte en la posguerra que garantizara estabilidad estratégica al país (no por nada fue encargado de firmar el Tratado de Seguridad Mutua cuando ocupó el cargo de primer ministro). Su tío abuelo Eisaku Sato fue premio nobel de la paz en la época en la que se les entregaban a gente como Kissinger. También fue encargado de reprimir al Zengakuren y cerrar la universidad de Tokyo, ofrecer sus sevicios a la política exterior de EEUU bajo los principios de «no proliferación nuclear» mientras escondía acuerdos extraoficiales para emplazar misiles nucleares americanos si ello fuera necesario en la lucha contra el Comunismo y repatriar el archipiélago de Okinawa, anexionandose de paso las Islas Senkaku, motivo de disputa con China desde aquella. Otro tío abuelo suyo, Yosuke Matsuoka, fue enérgico colaborador del régimen militarista, murió en prisión. Y finalmente, su padre, Shintaro Abe, es quien sale peor parado de todos, pues fue uno de los implicados en los escándalos de corrupción de finales de los 80′ que llevaron a la dimisión de la mitad del gabinete político y fueron causa de que su partido perdiera las elecciones por primera vez en su historia. En su favor diremos que, por lo menos, su abuelo paterno si fue opositor de las políticas expansionistas de Tojo, pero seamos capaces de poner esta herencia familiar a parte (aunque resulta difícil, dado que Abe siempre ha hecho gala de ella) y juzguemos la carrera política del actual primer ministro por sus méritos propios.
Abe ejerció de jefe de gabinete del PLD en la época del mediático Jun’ichiro Koizumi (que basaba su popularidad en una dudable similitud física con Richard Gere más que en unas políticas neoliberales destructivas) con el cual solía visitar el sanuario de Yasukuni, principal lugar de peregrinación fascista del país, donde se les rinde homenaje a los caídos por Japón, entre los que encontramos «joyas» como el mismísimo comandante Tojo. En esta época Abe se empezó a hacer famoso por potenciar la impunidad y el negacionismo más flagrantre en cuanto crímenes de guerra. Abe estuvo detrás de la acusación de censura al canal público NHK cuando trató de emitir un programa acerca de las mujeres de confort (eufemismo para referirse a las mujeres raptadas y violadas por los soldados japoneses durante la época militarista). Su revisionismo acerca de éstos temas es bien conocido, pues forma parte de la Sociedad para la Reforma de los Libros de Texto de Historia desde la cual ha negado el esclavismo y los abusos sexuales sufridos por cientos de mujeres y las redujo a «prostitutas por elección», lo cual le produjo no pocas críticas y acabó con unas torpes disculpas oficiales.
Dado que la situación de Japón respecto a los crímenes de guerra cometidos es bastante ambigua (algunos países agredidos consideran que no ha habido todavía unas disculpas oficiales válidas) la terquedad de Abe en estos temas sólo echa más leña al fuego. Desde la citada sociedad también aprovechó para negar que Manchukuo, la Mongolia conquistada en los años 30, fuera un gobierno títere (no obstante, como antes se señaló su gobernador fue su propio abuelo), para criticar la «excesiva educación sexual» en las escuelas y para promover que los libros de Historia se centren en «fomentar una conciencia nacional» (muy al estilo del control que ejercían los funcionarios de la era Meiji y los militaristas). Ante estos hechos uno puede llegar a plantearse incluso si Abe tiene algún tipo de problema con el pasado o con las mujeres de su pueblo, pues lo único que quedaría por añadir para completar el cuadro es su negación a suprimir la «ley sálica» que impide que las mujeres hereden el trono, otra fuente de fricción en su gobierno.
Como contrapunto, Abe ha impulsado una serie de leyes bajo el nombre de » womenomics «, que en esencia, tratan de saltar el techo laboral que supone para las mujeres el matrimonio (que suele acabar con la proyección profesional de la mujer al confinarla en la mayoría de los casos al ámbito doméstico). No es que Abe se preocupe mucho por la invisibilización del trabajo de curas o que impulse la emancipación femenina, si no más bien que más y más mano de obra proletaria es necesaria y la pérdida de casi la mitad de ésta en un trabajo no reconocido como son los labores domésticos no resulta rentable para los dividendos empresariales, que preferirían que la mujer (casada, madre o como sea) no abandone nunca el engranaje laboral como pieza simple y reemplazable. Al fin y al cabo, la brecha salarial entre sexos es tan enorme en Japón que nadie espera que este «impulso» al mantenimiento de las mujeres en el mundo laboral se haga por el bien de ella mismas, cuando menos del 10% de los cargos directivos los ocupan mujeres, así que obviamente, los intereses de las «womenomics» van más por la obtención de mano de obra barata y eficiente que por la ruptura del binarismo sociogenérico. Consecuentemente, este maquillaje institucional no ha evitado que las polémicas se vengan sucediendoix. Y no sorprende, además, que las escasas mujeres de las que se ha rodeado durante su mandato cumplan los estándares de sexismo y, o bien adopten el rol de pasividad asociado a la fémina nipona, o bien formen parte del permisivo juego que se les está haciendo a las estructuras de desigualdad social, sexual, económica y racial. No por nada, a la encargada del Ministerio de Seguridad Eriko Yamatani (que tiene bajo su órdenes a policía y fuerzas de autodefensa) ha sido fotografiada con el líder de la organización racista Zaitokukai (imaginaos a Soraya Saénz con el asesino de Agulló, Pedro Cuevas, o a Hillary Clinton con el gran dragón del Klan) y, aprendida la técnica de la tradición política de su país, negó conocer a aquella persona.
Todas estas experiencias ayudaron al primer ministro a estar preparado para el bloqueo de información sobre la actual situación en Fukushima y para marcar otro hito dentro de los aprendices mundiales del Gran Hermano: el pasado 10 de diciembre entraba en vigor Ley de Secretos de Estado, con la oposición de dos tercios de la población y la desaprobación de todas las organizaciones humanitarias y de comunicación dentro y fuera país (desde el Alto Comisionado por los DDHH de la ONU hasta, al parecer, la asociación de dentistas japoneses!), de inspiración tan terrorífica como su nombre puede sugerirnos, y que establece una nueva etapa en la censura y la represión política japonesa. El problema de esta ley no es ya lo sumarísimo de las sentencias que puede acarrear o lo arbitrario de sus planteamientos, es que los acusados bajo esta ley, que pierden inmediatamente el status jurídico de presunción de inocencia, se enfrentan hasta 10 años de cárcel por revelar información que el gobierno, en cualquier momento, pueda considerar como «secreto». Dado que los «secretos» de estado son «secretos», hasta el momento en que la información sea dada a conocer, las fuentes no podrán saber hasta que punto estarán incumpliendo esta nueva ley, lo cual nos sitúa en un escenario de terror absoluto para los periodistas e investigadores que metan sus narices en asuntos peliagudos. Reservándose el derecho a decidir lo que es secreto y lo que no, la mayoría de los japoneses teme que esta ley se emplee, sobre todo, para encubrir escándalos y casos de corrupción, disciplinas en las que ni el PLD ni el propio Shinzo Abe son precisamente neófitos. El siniestro paralelismo con la Ley Para la Preservación de la Paz de 1925, que fue ampliamente empleada en el período de entreguerras para eliminar toda oposición política ya ha desatado las alarmas entre abogados y juristas.
Pero, por encima de todo, con gran diferencia, la gota que ha colmado el vaso, la estrategia maestra sobre la que Abe ha centrado todos sus esfuerzos desde su llegada al poder ha sido el intento por abolir el artículo 9 de la Constitución. No lo ha logrado (aún), pero sí ha echado hacia adelante reformas que van erosionando más y más el resquebrajado pacifismo instuticional al mismo tiempo que devuelven la crispación a las calles. Lo que sí ha conseguido ha sido sacar pecho en la pelea de gallos asiática que están llevando a cabo China, Rusia y Korea del norte, y en la que Abe está convencido de un modo casi mesiánico de que su país tiene que interpretar un papel principal. De todos modos, este movimiento en falso no situa a Japón tan por encima de sus competidoras económicas y territoriales, si no que, por el contrario, vuelve a postrar al país a los designios del Imperio: a USA le sigue interesando que en Oriente sus rivales se hagan la puñeta (Japón al fin y al cabo es tan vasallo como rival en el plano monetario), y la virtual independencia militar que las reformas de Abe intentan establecer de momento sólo han conseguido que se vuelva al negocio de la venta de armas (lucrativo para muchos zaibatsu que ya hicieron su agosto en la IIGM y la Guerra Fría, eso lo sabemos muy bien) y a que su estado tenga la potestad de interceptar misiles o buques que amenazen territorio americano (las cercanas Guam o Hawai) y de rastrear minas en el estrecho de Ormuz, por no hablar de la nueva base militar planeada para las tropas de Washington en Futenma, en la que la traición del gobernador de la prefectura de Okinawa (que ganó las elecciones diciendo en su programa que haría exactamente lo contrario de lo que ahora está haciendo, que curioso) hace que las veteranas luchas por echar a los marines de suelo nipón se intensifiquen.
Como vemos, el músculo que saca el PLD vuelve a ser únicamente para levantar la pesa de los intereses del dólar.
La obediencia y lealtad de los japoneses ya ha sido probada con todo tipo de mecanismos de control social a lo largo de siglos. Tambien su irascibilidad. Las últimas respuestas populares han abordado desde manifestaciones pacíficas que cubrieron toda la geografía de norte a sur, hasta los intentos de suicidio ritual al más puro estilo bonzo (con todas las connotaciones que ello tiene en Japón) por parte de un ciudadano en Shinjukux el pasado junio y la 11 de Noviembre en Hibiya, parque central de la capital. Si bien el primero fue detenido por los bomberos, el segundo cumplió con su objetivo de protesta contra el militarismo institucional y murió en el actoxi.
Si bien el primer incidente fue cubierto por la prensa internacinal dadas las imágenes virales en la web, el segundo no ha tenido cobertura alguna casi, igual que el reciente lanzamiento de un cohete en Saitama, prefectura vecina de Tokyo, cuya autoría ha reclamado un, desconocido hasta ahora, Kakumeigun (literalmente, «ejército revolucionario») y cuyo objetivo parecía ser el edificio de cierta empresa ligada a trabajos en la susodicha nueva base de operaciones militares estadounidenses de Okinawa.
En manos de las autoridades japonesas está el cambiar de rumbo. En manos de sus ciudadanos, retomar su autonomía y decidir que futuro quieren para su país y, por ende, para gran parte del resto de Asia y del mundo. Las cartas están sobre la mesa. Nadie quiere más militarismo gratuito, nadie quiere más justificación de la violencia. Ahora veremos hasta que punto el susodicho pacifismo japonés es una máscara o, tras tantos años de » aceptar lo insoportable y soportar lo insufrible» aún quedan tiempos duros para ser japonés.
Notas:
i https://www.youtube.com/watch?v=Xx5K7PBg-jI
ii El que había sido el peor terremoto de su historia hasta el acontecido en 2011, dejó tras de sí ta l caos y desorden que propició el pillaje descontrolado por todo el país, sobre todo en zonas urbanas. Las autoridades no dudaron en azuzar a las masas para que buscaran culpables entre los sectores sociales más vulnerables o más peligrosos para el estado, lo que se tradujo en ataques indiscriminados a colectivos de extranjeros, sobre todo koreanos y chinos, y en una persecución meditada hacia anarquistas y grupos antisistema a los que se les acusaba de quemar casas o envenenar pozos y provisiones. Comandos paramilitares tales como «Nueva Sociedad», encabezado por el ideólogo filofascista más célebre de Japón, Kita Ikki, actuaban con impunidad, mientras la policía asesinaba sumariamente a rivales políticos y abandonaban los cadáveres ultrajados en las cunetas. Algunas de las víctimas fueron la pareja formada por Sagae Osuki , editor del vocero anarquista más grande del país (» Rodo Undo «) y Noe Ito , seminal figura feminista, junto al sobrino del primero, de 7 años de edad. Estrangulados, desnudados y arrojados en un pozo, el juicio que sobrevino a los oficiales que perpetraron la masacre fue una farsa en la que se eludieron pruebas y responsabilidades y, sobre todo, se eliminó la posibilidad de contemplar los hechos como una estrategia del gobierno, alegando que los asesinos habían actuado por cuenta propia llevados por su patriotismo .
iii https://libcom.org/files/Zengakuren_all_processed.pdf
iv https://www.youtube.com/watch?v=62naseIN2R4
v https://www.youtube.com/watch?v=-8kqOjUbuCQ
vi http://media.themalaymailonline.com/images/sized/ez/anti_japan_protest_30072014_840_585_100.jpeg
http://asianz.org.nz/sites/asianz.org.nz/files/2014-shinzo_abe_protests_to.jpg
vii http://es.wikipedia.org/wiki/Pena_capital_en_Jap%C3%B3n
viii http://www.bbc.co.uk/mundo/ultimas_noticias/2014/08/140828_ultnot_ejecutan_dos_condenados_en_japon_bd
ix Hemos tenido en el último año sucesos de acoso institucional hacia las escasas mujeres que forman el parlamento, siendo apeladas a volver a los trabajos «propios de su género», y por primera vez también, el inicio de acciones legales contra el sexismo institucional: http://www.japantimes.co.jp/news/2014/10/21/national/crime-legal/female-civil-servant-sues-institutional-sexism-ministry/#.VEZlWNfI91Y
x https://www.youtube.com/watch?v=P1CxVEGWLvs
xi http://www.japantrends.com/man-burns-death-hibiya-park-in-protest-at-collective-self-defense-henoko-bay-base-relocation-self-immolation/
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