A los 53 años, Ramiro Pinto encabezó en julio de 2014 una batalla abnegada por los derechos de los desempleados. A pesar de la crisis, este colectivo permanece -como sujeto político- fuera del foco mediático. Pero el activista contribuyó a poner en la agenda las reivindicaciones de los parados, con una huelga de hambre de […]
A los 53 años, Ramiro Pinto encabezó en julio de 2014 una batalla abnegada por los derechos de los desempleados. A pesar de la crisis, este colectivo permanece -como sujeto político- fuera del foco mediático. Pero el activista contribuyó a poner en la agenda las reivindicaciones de los parados, con una huelga de hambre de 16 días en León. Los motivos trascendían su situación personal, planteaba sencillamente que ningún parado se quedara sin prestación. Todo empezó cuando la Administración le retiró la renta mínima de inserción. En su historia todos los pormenores cobran un sentido, se integran perfectamente en el relato de alguien que ha politizado la precariedad.
Ramiro Pinto se había desplazado desde León, donde residía, a Madrid, para atender a su padre, que se encontraba muy enfermo. Recibió entonces un SMS, a través de un número oculto, en el que se le requería para una entrevista de trabajo al día siguiente. Después de un mes advirtió que le habían «quitado» la prestación. Además de los mensajes que se remiten desde un número oculto, explica, «exigen condiciones imposibles de cumplir para cobrar las prestaciones». Fue a reclamar a la delegación en León del Ministerio de Trabajo, donde le dijeron «con prepotencia» que ya le responderían.
Mientras, se acumularon sobre sus espaldas los efectos de la recesión: en paro desde hace más de seis años (su último empleo fue como monitor de teatro); con cuatro hijos en casa a los que mantener con los 500 euros mensuales de su cónyuge; además el banco -Caja España- le cobró 40 euros por quedarse en «números rojos»; tenía que trasladarse a Madrid para atender a su padre, de 86 años, enfermo de artritis reumatoide; y le continuaban llegando las facturas de agua, luz y teléfono. «A mi edad no te contrata nadie», reflexionó, pero intentó hallar una salida a una situación «desesperada», que tenía muy claro colectiva.
Se planteó la posibilidad de una acción violenta, instintiva, fruto de la rabia, pero prefirió finalmente un acto de desobediencia civil no violenta. En esta tradición de lucha Ramiro Pinto contaba con una larga experiencia: como miembro de Los Verdes en León; en el Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC) contra los ejércitos; en la resistencia al embalse de Riaño (1987); en la lucha por la renta básica a partir de 1995; y en la denuncia, a principios de los 90, de la explotación de minas a cielo abierto en León y el escándalo del holding Biomédica.
En un principio el activista pensó en un «encierro», pero lo veía «insuficiente», por lo que se decidió a empezar una huelga de hambre. Eligió un lugar estratégico: la delegación en León del Ministerio de Trabajo. «Llegó la policía nacional y me dijeron que me fuera, les respondí que no y me sacaron a la calle». En la puerta de la institución pública, continuó con la iniciativa, que anunciaba de pie con una cartulina: «encierro y huelga de hambre: ningún parado sin prestación». Además, en el blog dejó una «entrada» (que programó para su difusión por las redes sociales) con los motivos de la protesta.
Esto hizo que recibiera los primeros apoyos, de entrada por parte de vecinos de León, pero también de otros a quienes conoció en las Marchas de la Dignidad: activistas de las Marchas del 22-M en Asturias, Parados en Movimiento de Valladolid; el SAT; Campamentos Dignidad de Extremadura, más adelante vecinos de Gamonal, asociaciones de parados de Burgos y otros movimientos de Madrid, Galicia o el País Valenciano.
Si importante fue la huelga de hambre, no tuvo menos relevancia la fase de preparación (cuatro días). «Es necesario mentalizarte y saber que has de aguantar, para que se considere seria el arma que estás utilizando; el reto consistía en llegar hasta las últimas consecuencias». Se ayudó de textos de Gandhi, Martin Luther King, y otros sobre la «no violencia» que el activista conservaba. Empezó asimismo una dieta «transitoria» de purés, zumos y frutas. El quinto día la huelga cambió de escenario, pasó de la calle al soportal de la delegación leonesa de Trabajo. Y el tercer día comenzaron los turnos de apoyo. En pancartas, folios y cartulinas, que se pegaban en la fachada, el huelguista recibía las muestras de afecto: «Somos de Riaño, nos acordamos de ti»; «Por la libertad»; «Apoyamos a Ramiro Pinto».
Pero no sólo se trataba de consignas. «Pasaban repartidores que te regalaban el periódico; o personas mayores que, con la mejor intención, te querían dejar un bocadillo; por las tardes venía un grupo a tocar la guitarra». Recitales de poesía, asambleas de apoyo, varias manifestaciones en León (a la más concurrida -500 personas- asistieron activistas de los Campamentos Dignidad de Extremadura, el SAT o las Marchas del 22-M en Valencia). Fue también relevante el respaldo de los sindicatos. La iniciativa trascendió el ámbito local, sobre todo, recuerda el activista, «a partir de un tweet de solidaridad enviado por Pablo Iglesias». En televisiones, periódicos y radios generalistas se informó de la huelga de hambre.
Fraguó en unos días un importante movimiento de solidaridad. Mucha gente se acercó al lugar de la huelga, convertido casi en un punto de peregrinación, explica Ramiro Pinto un año después. Se aproximó también un representante ministerial: «Me dijo que pretendían llegar a un acuerdo; les contesté que si me había metido en esto, era para que ningún parado se quedara sin prestación; ellos sólo querían arreglar lo mío y así zanjar el asunto; por supuesto me negué». Pero es en los momentos límites cuando se extraen las grandes lecciones. Una de las principales enseñanzas para el activista es que las acciones individuales «no sirven si no cuentan con el apoyo de los movimientos sociales».
Al principio, Pinto tenía en mente la idea del filósofo cristiano Mounier (mentor del movimiento personalista): Cuando termina la esperanza, queda el testimonio. Pero después se dio cuenta de que esto no era suficiente, hacía falta una proyección de la lucha. La segunda conclusión que sacó de los 16 días en huelga de hambre es «la importancia que puede tener una acción concreta para activar y cohesionar los movimientos sociales».
Además, esta acción había que «concretarla» y «objetivarla»: «Ningún parado sin prestación» y «contra el castigo, humillación y control de las personas sin empleo». Aumentaban los apoyos (concentraciones de 50-60 personas), mientras el activista bebía únicamente agua frente a la deshidratación. Cada vez se encontraba más débil, descubría cosas como que hablar le provocaba una gran fatiga y la acción de escuchar le atolondraba. «Después de doce días tenía que pasarme el tiempo tumbado», recuerda. «El tercer día ya desaparece la sensación de hambre, y aparecen otras nuevas muy difíciles de explicar».
El relato es prolijo en detalles que revelan la grandeza y la miseria de la condición humana. «Mi mujer llamó al médico de cabecera para que se acercara a asistirme, pero se negó; el médico de zona tampoco quiso, porque dijo que no le correspondía; la Cruz Roja afirmó que no tenía medios». Por el contrario, hubo enfermeras del Hospital de León que le tomaban diariamente la tensión. Tampoco le saludaban al principio los funcionarios de la delegación del Ministerio de Trabajo, en cuyo soportal hacía la huelga («después sí, cuando vieron el sacrificio y el sentido de la lucha»). Una respuesta diferente era la de las trabajadoras de la limpieza, inmigrantes, que eran quienes además de saludarle, le limpiaban diariamente el rellano del soportal.
«Me negué a ir al hospital, pero ante la situación de debilidad creciente, la presión familiar aumentaba». Ramiro Pinto decidió entonces abandonar una huelga de hambre en la que perdió 17 kilos. Se convocó una manifestación en Madrid a primeros de agosto -en la que casi sin energías participó- hasta el Ministerio de Trabajo; y una rueda de prensa. De esta manera se pretendía dar continuidad a la protesta. Otro elemento de prolongación fueron las «Sillas del Hambre», que empezaron a primeros de septiembre en León y se extendieron después a otras ciudades.
Trece meses después el activista continúa en la brega diaria. Participa en la Asociación de Desempleados y Precarios de León, en la Asociación Renta Ciudadana de la capital leonesa, la Marea Básica y el Ateneo Varillas. Sin embargo, en este punto no termina su relato, que tiene una conclusión casi surreal: veinte días después de terminar la huelga de hambre, recibió una carta en su domicilio del Ministerio de Trabajo, en la que se le comunicaba que, revisado su expediente, le correspondía continuar percibiendo la prestación. «Es una vergüenza», concluye.
La huelga de hambre de Ramiro Pinto fue importante por diversas razones. Contribuyó a hacer visible una necesidad: buscar soluciones a los problemas inmediatos de los desempleados. El activista subraya también que los sindicatos mayoritarios no tienen sección de desempleados y que la cuestión del paro «era incluso muy marginal dentro de las luchas sociales». Algo empezó a cambiar con las Marchas del 22-M y la huelga de hambre de 16 días en León.
Sin embargo también hay una barrera mediática que salvar, ya que en general, y sobre todo las televisiones, «buscaban claramente la carga melodramática de la huelga, de modo que la parte política se diluía clarísimamente; había un enfoque de drama familiar, como de historia del corazón». «Es muy importante que estas luchas no se planteen como la resolución de una cuestión personal, sino como de un pulso al poder», remata.
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