El sistema internacional está transitando por una fase extraordinariamente peligrosa, producto de la implosión del orden mundial de la posguerra y la demencial militarización promovida por la Casa Blanca como única respuesta a los desafíos de la época. A raíz de esto, los Estados Unidos enfrentan una desquiciante paradoja: es la única superpotencia militar del […]
El sistema internacional está transitando por una fase extraordinariamente peligrosa, producto de la implosión del orden mundial de la posguerra y la demencial militarización promovida por la Casa Blanca como única respuesta a los desafíos de la época. A raíz de esto, los Estados Unidos enfrentan una desquiciante paradoja: es la única superpotencia militar del planeta, con una superioridad aplastante en ese terreno, pero a la vez es más vulnerable que nunca, como lo demuestran los atentados del 11 de septiembre. En las recientes semanas, además, las noticias no podían ser más desalentadoras: la «victoria» en Irak, triunfalmente proclamada por George Bush Jr. descendiendo de un helicóptero disfrazado de piloto de la Fuerza Aérea frente a las costas de San Diego, se convirtió, por uno de esos retruécanos de la historia, en una humillante derrota. La ficción hollywoodesca que había convencido a Rumsfeld y a otros diletantes como él que para ganar una guerra bastaba con arrasar desde el aire e impunemente a una población indefensa tropezó de súbito con la clásica leyenda que pone fin a todas las ensoñaciones fílmicas: the end. La «hora de la verdad» era la de la ocupación y control efectivo del territorio, y llegado ese momento los invasores demostraron que no habían ganado nada, que el pueblo iraquí detestaba tanto a Saddam como a quienes lo habían impuesto y que hoy fingen ser sus «liberadores». De ahí que la única alternativa que tienen los talibanes de Washington es diseñar una huida lo menos indecorosa posible, antes que la lúgubre caravana de body bags regresando a los EE.UU. termine por convencer a los electores de que el majestuoso vengador de la Casa Blanca no era sino un pequeño personaje de opereta a quien su cargo y la historia le quedan demasiado grandes.
Bajo estas poco auspiciosas condiciones se entiende la presión de Washington por lanzar el ALCA cuanto antes. Este aseguraría para los Estados Unidos el control absoluto -económico, político y militar- del vasto espacio geográfico que se extiende desde Alaska hasta Tierra del Fuego, construyendo un imprescindible anillo protector del ahora vulnerable y amenazado territorio norteamericano. A pesar de la palabrería neoliberal que lo presenta como un beneficioso esquema de integración comercial, el ALCA es un proyecto de anexión continental. Para corroborar lo anterior no es necesario acudir a las incontables denuncias hechas por los movimientos populares latinoamericanos. Basta con tomar nota de las palabras pronunciadas por Colin Powell, poco después de asumir como secretario de Estado del actual gobierno norteamericano: «Nuestro objetivo es garantizar para las empresas norteamericanas el control de un territorio que se extiende desde el Artico hasta la Antártica y el libre acceso sin ninguna clase de obstáculo de nuestros productos, servicios, tecnologías y capitales por todo el hemisferio». Dicho sin tapujos: el ALCA es la culminación de un secular proyecto de dominación esbozado ya en 1823 por el quinto presidente de los Estados Unidos, James Monroe. Es el postrero triunfo del monroísmo, disimulado bajo los mantos engañosos de una simple integración comercial.
En las presentes condiciones la creación del ALCA equivaldría a legalizar e institucionalizar el pillaje colonial vehiculizado por las políticas del Consenso de Washington y que los pueblos de la región han padecido por décadas. Es por eso que los borradores del proyecto han sido discutidos entre «expertos», al margen de toda clase de escrutinio público. La razón es muy simple: los verdaderos objetivos del ALCA son inconfesables: legalizar la rapiña imperialista, que sólo favorece a las grandes empresas norteamericanas y a sus aliados y representantes locales. Es por eso que los voceros de la derecha, que a diario nos aturden con sus graznidos en favor de la democracia liberal, la rendición de cuentas, la transparencia en la gestión de la cosa pública y el «empoderamiento» de la sociedad civil, incurren alegremente en la flagrante violación de todos estos principios a la hora de imponer el ALCA, chantajeando gobiernos ymarginando a los pueblos de toda discusión. La sola idea de convocar a un referéndum popular sobre un tema tan crucial como éste es anatema para esos sedicentes demócratas. La inmoralidad de su doble discurso sólo puede igualarse con la alevosía de su conducta.
En suma: el ALCA es incompatible con la libertad, la justicia, la democracia y el bienestar de nuestros pueblos. Por eso tiene que ser negociado en secreto. Conviene recordar las palabras de José Martí: «el pueblo que quiera ser libre, que sea libre en negocios». El ALCA consagra nuestra sujeción económica a la «Roma americana»; con ella desaparece también nuestra autodeterminación política y la democracia se vacía de todo contenido. Es el caballo de Troya que introduce en los pueblos latinoamericanos la conciencia resignada de nuestro inexorable destino como colonias de los Estados Unidos. Las generaciones venideras jamás nos perdonarían si flaqueásemos en nuestra lucha para impedir tan indigna capitulación. Aún estamos a tiempo para triunfar.